Un niño, hace muchos años, tuvo una noche un sueño en el que alguien le decía que tenía que dedicar su vida a la pureza, y que su destino era transmitirle a la humanidad que iba a la perdición, y explicarle, pacientemente, de qué manera corregir su mal rumbo.
A los diecisiete años tuvo una novia, pero en seguida se dio cuenta de que aquello no era para él. El sueño le había invitado, u obligado, a una vida pura, y no le atraía ni el alcohol ni el tabaco ni ninguna droga. No suponía ningún esfuerzo para él renunciar a aquello.
En el colegio se distinguió como un buen estudiante, pero sobre todo como una gran persona. En realidad ya se iba viendo que iba a ser especial y que era él mismo el que se marcaba los objetivos, unos objetivos que no se parecían en nada a los de cualquier chico de su edad. Él fue el encargado de representar a sus compañeros en la fiesta de graduación, y con palabras muy emotivas les recordó el papel que debían cumplir en la sociedad, animándoles a que hicieran del mundo algo mucho mejor de lo que habían encontrado.
Eligió estudiar Derecho, porque era la carrera que mejor iba con sus inquietudes, aunque lo cierto es que no había ninguna que le llenara lo suficiente. Pero algo tenía que estudiar… Mientras hacía la carrera se dedicó a viajar como voluntario a países del llamado Tercer Mundo, pero también a ciudades como Nueva York, París, Londres o Tokio. Y cada vez con más frecuencia actuaba como hombre público.
Vestía como cualquier chico de su edad, pero un verano, un día que se estaba bañando en la piscina, se fue a secar con una toalla de color marfil, y se sintió tan a gusto así ataviado que su madre le hizo unos ropajes con una tela de ese color, aunque sólo se los pusiera en casa. Parecía Gandhi, y aquello fue una premonición, porque en el futuro le llamarían “el Gandhi español”. Él agradecía ese nombre por todo lo que significaba, pero decía que se sentía tan español como de “todos lugares que había conocido, todos los lugares de los que había leído o de donde eran sus amigos, la gente a la que amaba”.
Su carrera derivó hacia las Naciones Unidas. Mantenía buenas relaciones con todas las culturas, y fueron ellas las que lo eligieron como portavoz de muchas de sus iniciativas. Sabía encontrar los elementos comunes positivos de todos los pueblos, y sabía reconciliar lo más dispar: “Hay mucho que separa a los seres humanos —decía—, pero por lo menos tanto como los une; yo tengo la facultad de ver claramente lo segundo”. Finalmente la ONU le nombró embajador en el mundo.
Tenía la cara redonda, pelo lacio, entre rubio y castaño. Era más bien bajo y sus ojos eran marrones. Su voz sonaba un poco a pito, pero la forma que tenía de hablar convertía en verdaderas todas sus palabras, sobre todo porque lo que decía estaba en consonancia con lo que pensaba y con lo que sentía. Con lo que hacía.
Un día, mientras pronunciaba un discurso en una gran plaza de una ciudad europea, sufrió un atentado. Alguien le disparó con un rifle de mira telescópica. Murió al instante.
Entre las palabras que no pudo decir, pero que traía escritas bajo los pliegues de sus ropas, figuraban las siguientes:
Yo sólo soy un impulso, como ha habido tantos. No puedo hacer nada sin vosotros; sois vosotros los que tenéis que hacer lo más importante: actuar, continuar… Si no logramos la paz entre todos los pueblos del mundo, antes de que termine este siglo será la humanidad la que habrá terminado.
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