Kissinger irrumpió furioso en el despacho secreto del Comité de Asuntos Chinos, no muy lejos de la Oficina Oval, pero oculto a la vista de cualquier personal ajeno a la entente.
Sus colaboradores no sabían a qué se refería. Kissinger asumía que el resto de los mortales calibraban las circunstancias con su misma rapidez. Arnold era su enviado especial secreto, al margen de los contactos oficiales, para intercambiar mensajes con Zu Enlai, el lugarteniente de Mao.
Zu y Arnold habían concurrido a una función de la Opera de Pekín, basada en la vida de Chiang Jing, la esposa de Mao.
Arnold Schewp, el enviado especial y secreto, se había quedado patentemente dormido en plena función, en primera fila.
La noticia llegaba a Kissinger a través de una funcionaria especial china en USA, a su vez comunicada en origen por el mismísimo Zu Enlai. Era la voz de Mao.
Excepto para Mao, Zu y Kissinger, Arnold en China se justificaba como “agregado cultural”, el mote clásico de los espías: Kissinger no había creído necesario, en el contexto de la fluidez de su relación con Mao, asignarle una cobertura más sofisticada. Pero que se hubiera quedado tan visiblemente dormido, delante de los mil millones de chinos, desairando a la esposa de Mao —no que el dictador sintiera más que odio por ella, pero era una cuestión de Estado—, al propio Mao, y poniendo en peligro a Zu Enlai, su anfitrión, a quien podían incluso acusar de haber permitido que Arnold se durmiera, representaba un desastre diplomático.
El propio Kissinger había padecido una de esas óperas narcóticas, un relato de un barroquismo indescifrable que mezclaba a un Emperador del siglo I con la Revolución Cultural maoísta de 1966. Kissinger había utilizado sus ingentes recursos conductuales para no bostezar. Llegó al extremo de no pestañear. Bajar los párpados en esas circunstancias representaba un riesgo inabordable. Arnold debió haber tomado las necesarias precauciones: o por lo menos un estimulante. No faltaban en China ni en América. Lo despidió ipso facto de su puesto. Regresaría directo, excepto por la escala en Nueva York, de Pekín a Maryland: pasaría el resto de su vida frente a un escritorio de profesor.
Habiendo perdido aquel activo, Kissinger recurrió a su cadena de transmisión —a la que llamaba los Apalaches—, para que su mensaje llegara directo a Zu Enlai: ¿cómo deseaba Mao que se reparara aquella ofensa?
Pasaron cinco meses hasta que recibió la respuesta. Un par de años atrás Mao le había revelado que podía esperar cien años para recuperar la isla de Formosa; cinco meses era una medida incalculablemente infinitesimal desde esa perspectiva. La extraña reparación que exigía Mao era que un escritor argentino, maoísta, fuera invitado a China —toda la operación organizada y costeada por USA—, participara como espectador especializado de la ópera de noviembre —la historia de un campesino curado de una enfermedad terminal gracias a su devoción por el Libro Rojo de Mao—, y su artículo celebratorio se publicara en el Foreign Affairs, el hebdomadario de política internacional subvencionado por el Departamento de Estado.
Kissinger mandó a pedir información sobre el aludido.
El primer indicio, que Kissinger dedujo retrospectivamente, sobre la disposición de Mao al diálogo con USA, había sido la decisión del tirano de sentar a su lado, durante la revisión de un desfile, al escritor norteamericano maoísta Edgar Snow, en 1970.
Ahora ubicaba en la Ópera de Pekín a un autor latinoamericano, sellando la relaciones de China con el Tercer Mundo, especialmente con Latinoamérica, mientras solidificaba su alianza geopolítica con “el tigre de papel” americano.
¿Pero quién era Alcides Bedoya, el escritor maoísta argentino al que Mao quería como espectador y comentarista?
No se llamaba Alcides ni se apellidaba Bedoya, revelaba el informe confidencial de la CIA: su verdadero nombre y apellido eran Jacobo Runtein. Había publicado su primer libro de ficción, Cuentos del bajo fondo porteño, como Bedoya. Aparentemente, continuaba el escueto memo, el objetivo es renegar de su identidad judía. Maneja a la perfección el chino, pero oculta que sabe aún mejor el hebreo y el idish, lengua materna y cotidiana de sus padres. Abraza la adoración por Mao como su abuelo leía la Torá. Acaba de publicar un libro sobre su reciente viaje a China, titulado La Revolución Interminable, quizás una paráfrasis deliberada del concepto de Revolución Permanente de Trotsky.
El agente de la CIA, peruano residente en Buenos Aires, se permitía un detalle risueño: solo un ademán de literatura experimental de vanguardia podría explicar el mamotreto de su libro maoísta. Es un buen narrador de cuentos, pero el libro sobre China parece escrito por un individuo con problemas de comprensión al que le dictan contenidos ininteligibles. Celebra a Mao hasta en su forma de lavarse los dientes. Reproduce testimonios contradictorios de militantes a cargo de fábricas, personal de limpieza, profesores universitarios, que narran rencillas menores, de matices ideológicos nimios pero delirantes, por las cuales se tiraron unos a otros de las escaleras o por la ventana, se enviaron a campos de trabajo forzados, se separaron para siempre familias, o se suicidaron. Sospecho que si en su calidad como escritor el propio Bedoya leyera este libro lo arrojaría al tacho de basura. No se me ocurre otra explicación que algún funcionario chino se lo haya ordenado en nombre del propio Mao y dictado palabra por palabra. La esposa, Marita Jiménez de Bedoya, que acompañó al escritor desde el PC prosoviético en su escisión al PCR, el Partido Comunista pro chino, acaba de ser descubierta por el propio cónyuge como una espía del Partido Comunista moscovita: transmitió cada una de sus palabras y movimientos desde la ruptura política, en 1968, hasta hace aproximadamente un mes. Sin embargo, Bedoya no disolvió el matrimonio ni la convivencia. Padece una notoria e insondable tristeza.
Kissinger terminó de leer el informe tomándose la barbilla. No pudo dedicar más de unos segundos. Golpearon la puerta. Un enviado especial, académico francés, portaba inquietantes datos de su diálogo con los líderes de Vietnam del Norte, y aún peores sobre la situación en el terreno. Kissinger marcó un número de su intercomunicador telefónico: luz verde para la Operación Bedoya.
Durante las semanas que siguieron, el mundo pareció desplomarse sobre la cabeza del Secretario de Estado. La “vietnamización” de la guerra que había pretendido orquestar junto a Nixon, ejecutando una retirada “honorable” de las tropas norteamericanas, se estancaba, mucho más por las complicaciones que le imponía el Congreso que por la ineficiencia de los militares survietnamitas. Al mismo tiempo, y argumentando tácitamente motivos “de honor”, Sadat había atacado a Israel, junto al dictador sirio. Pero en su cerebro compartimentado como celdas de un panal, Kissinger auscultaba el derrotero de Bedoya hacia Pekín. Unos días después de reordenado el esfuerzo bélico americano en Vietnam, y cerrado con un armisticio auspicioso y la salvación del Tercer Ejército egipcio lo que se conocería como la guerra de Yom Kippur, Brad Halleck, nuevo asesor estrella, y secreto, de Kissinger en su canal chino, entró en la oficina del Pentágono sin golpear. Lívido. Alzó las cejas como no pudiendo expresar en palabras el veredicto.
—¿También se durmió? —preguntó Kissinger devastado.
—Cuando acabó la función —intentó describir Brad—. Zu Enlai lo tomó por el hombro, y la cabeza de Bedoya cayó sobre su propio pecho. Lo han enterrado en Pekín, según manifestó su voluntad la viuda.
—¿Murió…? ¿Murió de aburrimiento? —se escuchó preguntar Kissinger.
Brad abrió los brazos en un gesto de ignorancia y desconcierto. Perplejo, Kissinger pareció rezarle a una pared de su despacho oficial:
—Nadie dirá Kadish por él.
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