[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LIII: EL TEJO
Lisardo Gancedo fue un déspota toda su vida, pero eso era algo que, aunque comúnmente aceptado, solo su nieta Esther osaba decir en voz alta. Con todo, y a pesar de las fenomenales broncas que ambos solían mantener, fue el nombre de la díscola muchacha el que el anciano pronunció cuando se rompió la cadera.
—Quiero que me cuide Esther —anunció, terminante—. A las otras les falta cuajo.
Si las cuatro hijas, las tres nueras y las otras ocho nietas se sintieron desairadas por tal comentario, lo disimularon bastante bien. Se diría que el alivio pesó más que el ultraje.
—Pues yo lo que quiero es casarme —espetó la elegida, sin el menor atisbo de sonrojo.
—¿Casarte tú? ¿Con quién, deslenguada? —exigió el patriarca.
—Con Miguel Castillo.
—¿Ese pan sin sal? ¿Ese margarito, que habla para la camisa y se come los libros?
—Es trabajador —replicó Andrés con timidez—. Sabe latín y griego, y lleva las cuentas en la fábrica de armas…
—Bien se ve que es más de pluma que de escopeta, sí —se mofó el anciano—. Allá tú, si quieres casar a tu hija con un mequetrefe. Te saldrán nietos flojos y mariposones, ya te lo aviso.
Lisardo Gancedo, cuya mayor afición fue siempre incomodar lo más posible, decidió vivir cinco años más al cuidado de su nieta Esther, con el claro objetivo de aburrir a su pretendiente y dejar un último legado de rencores y estropicio. El plan, sin embargo, se le torció después de dos inviernos, poco después de que empezara la afición de Esther por la repostería. Si había algo a lo que Lisardo no pudiera resistirse, era la mermelada de higos. Agarró tal afición en sus últimos tiempos que no aceptaba tragar otra cosa. Su nieta y cuidadora, con una paciencia que pocos le suponían, le servía tazones y tazones de confitura, que él devoraba con los ojos brillantes de gula.
—¿Todavía te escribe el zopenco ese?
—Cuatro cartas por semana —respondía Esther, lacónica.
—La puta que lo parió, no se rinde… —se pasmaba él, un tanto admirado en el fondo.
Por fin, fue el propio Lisardo quien rindió el alma, la víspera de Fin de Año, tras una semana de agonía espantosa que dejó desnortado al médico del pueblo e indiferente a su prole.
—Bueno —exclamó Esther, cruzándose de brazos—. Ahora ya me puedo casar, ¿verdad?
—Jesús Bendito… —farfulló su madre, escandalizada—. ¿En eso estás pensando, con tu pobre abuelo de cuerpo presente?
—Calla, Mariana —suspiró Andrés, conciliador—. Dos años ha estado la niña al pie del cañón, soportando a tu padre sin una queja. Vamos a esperar seis meses, por puro decoro, y anunciaremos el compromiso en verano.
—A no ser que haya prisa… —apostilló Alberto, el menor de los primos, con un guiño malicioso.
Tras unos segundos de estupor, Esther dibujó una sonrisa artera en su cara pecosa.
—Puede… —canturreó.
La boda fue en febrero. Vestida de un blanco desafiante, con el pelo rojo enroscado en la nuca y una ramita de tejo entre sus rosas blancas de novia (un capricho que nadie pudo entender), Esther paseó su vientre plano, radiante como una emperatriz. A su lado, Miguel parecía un poco enflaquecido. Quizá por verse inmerso en aquella tribu ruidosa, quizá por el bochorno de los rumores. O tal vez porque siempre le apabulló la energía desbordante de su mujer, a la que amó con delirio el resto de sus días. Irene nació casi dos años más tarde, poniendo fin a cualquier especulación maledicente. La única hija de aquel matrimonio enamorado resultó una mujer guapa de las que tiran de espaldas, y lista como una ardilla. Lisardo Gancedo habría vuelto a morirse de rabia al saber hasta qué punto se había equivocado en sus augurios. Nunca hubiera imaginado que Irene Castillo sería la primera de la familia en ir a la Universidad, ni que amasaría una fortuna pintando jardines llenos de pájaros inventados. Una señora muy importante de Sevilla terminó cautivada por aquellos engendros multicolores, y, una vez que se pusieron de moda, todo el mundo quiso adornar sus paredes con ellos. Tan famosa se hizo la pintora que, durante varias décadas, cuando alguien de la alta sociedad aseguraba tener “un Castillo”, nadie se imaginaba edificios de piedra con torreones y murallas. Todos sabían bien que la historia iba de pájaros.
Miguel Castillo gozó de una existencia mayormente pacífica. Siempre se había considerado un ser gris y anodino, embrujado por el torbellino de luz de una Esther a la que veneraba desde niño. Ella llenó su vida de bullicio y sorpresas, cambiando los muebles de sitio, cantando copla a voz en grito, asombrándolo entre las sábanas con trucos de cortesana que improvisaba sin pudor alguno. La mala suerte solo tuvo a bien cebarse con Miguel a causa de su talante. Algunos confundían sus modos pacíficos e introvertidos con falta de arrestos, y solían elegirlo como cabeza de turco. Un blanco fácil sobre el que arrojar los dardos de la propia incapacidad o cobardía. Incluso entonces, la magia de su esposa parecía ser capaz de derribar cualquier obstáculo.
—Pinilla me está volviendo loco —se lamentaba él un día cualquiera—. Tiene un genio de los mil demonios, no hay fallo que no vea. Ojalá no me alterara así, pero es que parezco un escolar patoso en cuanto le oigo acercarse…
—Invítalo a cenar —sugería Esther, despreocupada—. A los amigos cerca, y a los enemigos más. Es soltero, ¿verdad? Pobre hombre. Le regalaré unos tarros de mermelada.
A Miguel le fascinó siempre la facilidad de su mujer para ablandar el corazón más inclemente. Ni el encargado más feroz, ni el vecino más combativo, nadie podía resistirse al encanto de Esther. No hubo un solo conflicto laboral, de lindes, de herencias o de inversiones que aquella buena señora no fuera capaz de suavizar. No hubo rival que no entrara en aquella casa hecho un ogro y que no saliera sonriente y relajado, con una buena provisión de mermelada de higos bajo el brazo.
—La mermelada lo arregla todo —aseguraba Esther, optimista—. Endulza cualquier carácter.
En ocasiones, por supuesto, se topaban con huesos más duros de roer. Como el primo Umberto, en aquel asunto del testamento de tía Engracia. O Don Amancio Trasona, un profesor de Bellas Artes incapaz de disimular su inquina hacia cualquier mujer que pretendiera dedicarse a los pinceles, especialmente si eran tan bellas y tenaces como Irene Castillo. Hubo también un compañero de trabajo bastante indeseable, con cierta predilección por humillar a Miguel públicamente en cada reunión, en cada evento social. Ni las más estudiadas zalamerías de Esther lograron apaciguar los ánimos en dichas batallas.
—No hay mermelada que arregle este asunto —suspiraba Miguel entonces.
Solo que, a veces, el azar mismo endereza las cosas con un empeño tan concienzudo como aterrador. Por eso, cuando Irene escribió a sus padres y les contó, sobrecogida, que su veterano profesor acababa de pasar a mejor vida tras una larga y misteriosa enfermedad, Miguel sintió un escalofrío.
—¿Este también? Con razón dicen que soy un cenizo…
—¿Y qué más te da lo que digan? —exclamó Esther, risueña—. Mejor, así sabrán que más vale no meterse contigo ni con los tuyos. Tienes un ángel que te protege, querido.
—Pues será el ángel exterminador… —proclamó él con amargura.
Vivieron felices, sí. Jamás tuvieron desacuerdos ni enfados de importancia. Salvo aquella vez, por culpa del tejo.
—Hay que cortarlo, Esther —insistió Miguel, que no alcanzaba a entender la cabezonería de su esposa—. ¿No ves que nos quita la luz en todo el jardín?
—El tejo se queda —zanjó ella, tozuda, mirando ensimismada el brillo de las bayas rojas al sol—. Pásame el azúcar, querido. Va, que se me pega la mermelada…
—Hay que cortarlo —protestó el marido, sin mucha convicción—. ¡Si ya casi se nos mete por las ventanas!
—El tejo se queda, Miguel. Es mi árbol favorito.
Y no hubo forma de convencerla…
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