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El teniente Vigil de Quiñones diagnostica el beriberi entre su tropa

El teniente Vigil de Quiñones diagnostica el beriberi entre su tropa

Otro veinticuatro de agosto, el de 1898, hace hoy ciento veinticuatro años, el imperio donde no se ponía el sol asiste a su último ocaso. Culminan con este crepúsculo “dos siglos en la historia de España tan desventurados que sus años transcurren en un derrumbamiento progresivo que viene a repercutir en desesperanza y en desánimo en el espíritu de los españoles”, escribe el Marqués de Lozoya en el volumen que dedica a aquel periodo en su Historia de España (Salvat, 1967).

Ajeno a ese derrumbamiento —cuyo origen será cifrado en torno al 1600 y más concretamente en la batalla de Trafalgar (1805), porque los países sin armada no pueden mantener un imperio y España perdió la suya en aquel combate frente a las costas de Cádiz—, el teniente médico Rogelio Vigil Quiñones, adscrito al Batallón de Cazadores nº 9, está preocupado. Destacado en Baler, en la isla de Luzón, es el médico de una pequeña tropa: los cincuenta últimos españoles de Filipinas. Frente a ellos, ochocientos hombres del Katipunan, una sociedad secreta de juramentados para echar del archipiélago a los españoles. Sin embargo, el teniente se inquieta ante los síntomas inequívocos de beriberi que empiezan a mostrar algunos soldados y el cura, “el páter” para los militares, Cándido Gómez Carreño.

"Pese a que las islas siguiesen llevando el nombre de Felipe II, los estadounidenses y los tagalos se habían hecho con el control de Luzón"

El primero de julio pasado, los españoles decidieron hacerse fuertes en la iglesia del lugar. Una patrulla por la orilla del río, mandada por el segundo teniente Saturnino Martín Cerezo, fue emboscada por el enemigo. A consecuencia de aquel ataque, el cabo Jesús García Quijano resultó herido en un pie y los cazadores buscaron refugio en el templo. Ya entonces, los combatientes del Katipunan les hicieron saber que España había abandonado el archipiélago. Pese a que las islas siguiesen llevando el nombre de Felipe II, los estadounidenses y los tagalos se habían hecho con el control de Luzón. Pero el general Jaudenes no rindió Manila hasta el trece de agosto.

Pese a que Baler no dista mucho de la capital, el sistema de comunicaciones, que prácticamente se reduce a las nuevas que llevan los barcos, es muy defectuoso. Puede que los cazadores no tengan aún constancia de que el sol se ha puesto en el imperio. Pero hay un rayo del astro rey, el mismo que brilló en Sagunto y, en tantas resistencias desesperadas de los españoles desde entonces, que un día como hoy ilumina a los últimos de Filipinas. El momento estelar al que asiste el teniente Vigil Quiñones se prolongará hasta el dos de junio de 1899. O, lo que es lo mismo, durante trescientos treinta y siete días. A decir de Azorín, la gesta del Batallón 9º de Cazadores será “la página más brillante que desde Numancia, sí, desde Numancia, ha escrito el heroísmo español”. El dolor abdominal, las náuseas, el tremendo cansancio… los síntomas del beriberi van disminuyendo ante el afán de servicio a una causa perdida. Lo importante es que la bandera, aunque hecha jirones, siga ondeando muy alta. Ya se percibe la gloria. Aunque tanta grandeza pudiera costar la vida a toda la tropa.

"Los de la iglesia harán saber a los tagalos que, si siguen mandando a los fugados a contarles mentiras los recibirán a tiros"

“Los desastres que vinieron a apagar el delirante optimismo de la España ciega habían creado un ambiente de desengaño ante una catástrofe de la que todos eran responsables y de la que todos querían desentenderse”, continúa el Marqués. Mientras sus últimos cincuenta valientes se baten —para ser exactos: resisten y se defienden— frente a ochocientos enemigos, que en realidad ya no lo son, la vida española “prosigue con su ritmo de mediocridad y de pereza, sin otra distracción que la pequeña política, los estrenos de zarzuela y las corridas de toros”.

Hay desertores, claro que sí. Cuando el barco se hunde los primeros que lo abandonan siempre son las ratas. En las semanas siguientes los tagalos enviarán a algunos de estos traidores a comunicarles que España se ha marchado de Filipinas. Los de la iglesia harán saber a los tagalos que si siguen mandando a los fugados a contarles mentiras los recibirán a tiros. Y bien es cierto que España cederá el archipiélago a Estados Unidos como parte del tratado de París, que pone fin a la guerra hispano-norteamericana —la guerra de Cuba, que se le llamará en España—. Será firmado en la capital francesa el diez de diciembre de este mismo año 98.

"Cuando se rinden los españoles, los filipinos celebran su valentía permitiéndoles marcharse con su bandera, hecha jirones, pero honrada con la entrega de los cazadores"

Pero los de Baler no quieren creer ni al teniente coronel Aguilar, quien a finales de mayo de 1899 les ordena que depongan las armas y abandonen la posición. Algunos días después, los de la iglesia leen casualmente, en un periódico de España que les ha dejado Aguilar, una noticia que no puede ser falsa. Y entonces sí, se deciden a abandonar Baler. El enemigo es el primero en reconocer su coraje, lo que honra a los tagalos. Permitir a los vencidos embarcar con todos los honores de regreso a la patria es un gesto semejante a aquel que, al parecer, tenían los romanos —y a veces los ingleses— con los hijos de los jefes que les combatieron con bravura, muertos en la batalla: les educaban como a los mejores de sus propios vástagos.

Cuando se rinden los españoles, los filipinos celebran su valentía permitiéndoles marcharse con su bandera, hecha jirones, pero honrada con la entrega de los cazadores: últimos representantes de una milicia legendaria, la que resistió desesperadamente en Sagunto y en Numancia, la que se levantó en Madrid contra la Grande Armée de Napoleón poco más que con navajas. Diecisiete de los últimos de Filipinas no volverán a España. Son los caídos en combate. Su gesta es sobradamente conocida, se recordará cuando la muerte les una a todos, e inspirará una de las mejores películas de toda la historia del cine español, Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945).

Pero mucho después llegará un tiempo tan infausto como el nuestro, en que el heroísmo, que no tiene explicación y está por encima de cualquier ideología —como la belleza misma es sin porqué y no atiende a razones—, se negará exactamente igual que la belleza. El cobarde valdrá más que el valiente, el traidor más que el leal, el pragmatismo se antepondrá a la épica… Como rezaba una instrucción de las primeras bases de datos: los valores serán sustituidos por su defecto. Así también llegarán series de televisión y películas españolas que emponzoñarán la gesta de los últimos de Filipinas, presentándoles como toxicómanos y otras miserias de nuestro abominable siglo, sin honra y sin barcos. Y con el nuevo paradigma, a revisar las viejas glorias. Nunca mejor dicho, así se escribe la historia.

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Josey Wales
Josey Wales
2 años hace

Cuando rezo el Credo, sonrío cuando llego al ‘credo in resurrectione mortui’, e imagino a los héroes de Baler, y a todos los héroes de España, saliendo de sus tumbas. No hay justicia en este mundo, pero esto es sólo la primera parte. Queda mucho partido, cabrones.