La gente que baila no se puede imaginar el terror que siente la persona que no sabe bailar. Cada vez que me acerco a una pista revivo un pánico primordial que nace de un hecho evidente, y es que carezco hasta del menor sentido del ritmo y no tengo ni idea de mover los pies. Para colmos, mi esposa es de la costa Caribe de Colombia, para más señas barranquillera, de la misma tierra llena de música y danza de Shakira y Sofía Vergara, y hace verdaderas proezas en la pista. De modo que si para ella bailar es un placer, para mí es una tortura, y por eso siempre invento excusas para hacerle el quite al asunto (me lastimé la espalda, afirmo entre gestos de dolor, o me duele la cabeza, y si la cosa pinta bien tenebrosa, invoco un agudo dolor en el alma), con tal de no salir a la pista y morirme, otra vez, de la vergüenza.
Mi peor escena en la pista de baile la viví hace años con una mujer llamada Estela. Le cambio el nombre para este relato, porque la pobre ya sufrió demasiado por mi culpa y no quiero afectarla de nuevo por escrito. Además, Estela es una mujer hermosa y brillante, y se merece de todo menos la ignominia de ser recordada en público mediante este penoso incidente.
Ocurrió durante una cena en Bogotá. A pesar de la presencia de una pista en mitad del restaurante no creí que fuera a haber baile, pues no era ese tipo de evento. Sin embargo, cuando la gente terminaba de saborear el postre, de pronto sonó la música, y era una de las canciones más animadas de Carlos Vives, y me sentí agonizar hasta la médula porque el marido de Estela (digamos Arturo), uno de los mejores bailarines del país, sacó a mi esposa a la pista y entre ambos hicieron un espectáculo de salón. En ese momento la presión de corresponder el gesto y sacar a Estela era enorme, pero lo grave es que ella es una bailarina tan experta como su marido, y todavía peor es que la mujer me saca como dos cabezas de altura. Yo no soy ningún Toulouse-Lautrec, por supuesto, pero tampoco podría jugar de guardia en un equipo de baloncesto, así que me hice el despistado, raspando el plato vacío del postre y mirando el techo y silbando como un tonto hasta donde más pude. En ésas Estela me hizo un guiño amable y me invitó a la pista con una sonrisa encantadora, y aunque intenté balbucear una disculpa no se me ocurrió nada en concreto para escapar con vida de esa encrucijada. Y ahí mismo empezó la desgracia.
Apenas la tomé en mis manos ella captó que yo no sabía bailar. Se lo noté en los ojos, y yo sentí que me iba a morir. Así que, desesperado, intenté ponerle tema para disimular, rompiendo la primera regla del baile, como me lo recuerda mi esposa cada vez que puede, y es que uno no habla mientras baila. Hasta ahí las cosas iban mal, porque éramos las únicas dos parejas en la pista, rodeadas de un centenar de personas sentadas en mesas que me miraban perplejas, y ya mis manos empezaban a sudar a chorros. Pero luego la cosas pasaron a peor, porque de pronto Estela, no me puedo explicar por qué, creyó que sería una buena idea hacer una audacia, una especie de pirueta, y me dio un giro con la elegancia de un matador de toros, pasando su brazo por encima de mi cabeza, y como un idiota yo creí que tenía que retribuir el gesto y hacer lo mismo. Entonces inicié el giro, pero cuando fui a pasar mi brazo por encima de su cabeza, advertí con terror que no iba a alcanzar. Era demasiado alta. De modo que pegué un brinquito de conejo, el gesto más ridículo de toda mi vida, pero ni aun así alcancé y le di un golpe que le deshizo el peinado. Yo me sentí agonizar a gotas, y rezaba para que se acabara la música. Pero el maldito de Carlos Vives estaba inspirado y seguía cantando, feliz y sin tomar aliento, mientras yo me seguía muriendo por dentro, y a la vez sentía las pupilas atónitas de todos los comensales fijas en mi torpeza. Como Estela es una dama, ella actuaba como si todo esto fuera normal, y siguió bailando con verdadera destreza y con los mechones de su cabello desordenados sobre el rostro. Yo sólo quería pedirle perdón de rodillas y gritar ante todos: “¡Yo no sé bailar!” Pero aun así y sin saber por qué ella me dio otro giro criminal, de modo que me tocó intentar otro a mí también, y de nuevo traté de sortear la cima de su peinado, más alta que las cumbres del Everest, y pegué otro brinquito, pedaleando en el aire, y la volví a golpear. Esta vez le tumbé todo el moño. Carajo, me dije. Si sigo golpeando a esta pobre mujer la voy a matar. De pronto se acabó la música, y miré a Estela casi llorando de la vergüenza, y me fijé en su rostro cubierto casi del todo por su peinado deshecho, y quedé jadeando sin aire y bañado en sudor en la mitad de la pista.
Con mucha elegancia Estela se despidió y me dio las gracias por el baile, y yo nunca olvidaré ese acto de grandeza. Pero tampoco olvidaré mi vergüenza histórica. Sentí que yo merecía morir a pedradas, o como mínimo lanzado a los leones en el circo romano. Y por eso, ahora cada vez que mi esposa me invita a bailar, yo revivo esa noche atroz y mis manos empiezan a sudar a chorros. Lo más curioso es que desde entonces tengo un fuerte dolor de espalda y otro en el alma, que no me permiten tocar la pista.
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Artículo publicado en El Espectador.
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