Que no cunda el pánico. Ni el formato mayor del volumen, ni las más de quinientas páginas, ni el exhaustivo índice, ni mucho menos las notas al pie de página, ni menos aún —siempre hay susceptibles— el hecho de que la autora desarrolle su actividad artística como soprano solista y, alabada por crítica y público, haya recorrido escenarios que van del Teatro Alla Scala de Milán al Liceu de Barcelona, de la Maestranza de Sevilla a la Grosser Saal del Mozarteum de Salzsburgo, como tampoco el que Laia Falcón sea Doctora en Sociología del Arte por la Sorbonne y Doctora en Comunicación Audiovisual por la Complutense, nada de eso debería hacer fruncir el ceño a los entusiastas del cine y de la música; mucho menos a los amantes de la música del cine y del cine envuelto en sonido.
La otra historia del cine pone orden a más de siglo y cuarto de historia del cine y de las músicas que lo han circundado y se han inserido a él desde sus inicios. Dividida en tres apartados cronológicos (1891-1935, 1935-1960 y 1960 a nuestros días), Falcón desvela los entresijos de lo que supuso la relación del cinematógrafo en sus orígenes hasta la inevitable presencia de los grandes maestros de la composición al servicio de las bandas sonoras (aquí banda sonora entendida en toda su extensión, empezando por el margen físico del celuloide en el que se inserta, sin olvidar las primitivas proyecciones que se servían de pianolas y otras invenciones para amenizar la magia circense de las primeras películas, excepto a la hora del almuerzo del pianista). Y es que el cine mudo jamás fue mudo, no en esencia, pues incluyó desde sus inicios voces, ruidos y música durante toda su historia. Tal vez el cine fuera mudo (las películas), pero jamás fue silencioso (la atmósfera). Hubo de llegarse a la década de los años veinte cuando ambas artes se fusionaron sin remisión. Hasta el punto de que sin esa música “flotante” primigenia la industria cinematográfica tal vez jamás hubiera existido, a juicio de Font, que sigue aquí la afirmación del productor Irving Thalberg (Ben Hur, Melodías de Broadway…). Desde el invento del Quinetoscopio (1891) hasta el Panoptikon, el Bioscopio o el Cinematógrafo de los hermanos Lumière inaugurado en el Sótano del Gran Café de París el día de los inocentes de 1895, con Émile Maraval al piano en las sesiones siguientes, la música sería el principio fundamental de lo que más tarde sería señalado como ingrediente sonoro-narrativo indispensable en el desarrollo de la ficción fílmica. El asunto se resume con la aseveración de que si una película es única, su música también debe serlo, foco de inicio para la aparición en escena del director musical, y más tarde el asesor musical, indispensable como hoy también lo es el coordinador de intimidad, aunque el primero algo más imbuido de arte que este último.
El texto, de aires enciclopédicos, se lee con fruición. Las notas no son impedimento para el avance de la información, muy al contrario, se establece un diálogo eficaz con datos y detalles verdaderamente sustanciales para la cabal comprensión de todo el fenómeno de la aportación de la música al territorio del cine. De la ambientación cinematográfica, con el triunvirato de Beethoven, Wagner y Saint-Saëns, a la banda sonora de Easy Rider (1969) o los films de Scorsese y Tarantino, por poner ejemplos indisociables de lo musical, casi un fenómeno pop y vehículos de significación en toda regla. No hablemos de John Williams, Ennio Morricone, Ryuichi Sakamoto, Hans Zimmer o el fenómeno Bollywood, casi inabordable en su inmensidad. En efecto, el subtítulo no llama a equívocos y acierta en el veredicto: la música que lo cambió todo. Todo, hasta el punto de que el socorrido The End del final de créditos aquí se suple por un pertinente “Continuará”.
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Autor: Laia Falcón. Título: La otra historia del cine: La música que lo cambió todo. Editorial: Alianza Editorial. Venta: Todos tus libros.
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