El tiempo de los visigodos ha sido menos abordado que otros periodos de nuestra historia. Probablemente haya influido en ello que se encentra emparedado entre dos periodos que han resultado más atractivos, como son la época de la Hispania romana y Al-Ándalus. También la falta de fuentes y los escasos restos, comparados con los de otros periodos, que nos han quedado.
Al reino visigodo puso fin la invasión musulmana del 711, pero en aquel momento, crucial en nuestra historia, los habitantes de la Península creyeron que la presencia de los musulmanes sería algo pasajero: una incursión desde el otro lado de las Columnas de Hércules con el objetivo de obtener un cuantioso botín y que, una vez logrado, regresarían al norte de África. También pensaban así los witizanos —partidarios de los hijos del anterior monarca— quienes, enfrentados al nuevo rey, don Rodrigo, los habían llamado en su auxilio para derrocarle.
Cuando a Toledo, la Urbs Regia, llegaron noticias de lo ocurrido en lo que la historiografía tradicional denominaba como la batalla del Guadalete, cundió el pánico. Muchos ocultaron los objetos de valor y huyeron con la esperanza de, pasado el trance, regresar y recogerlos. Es lo que debieron hacer algunos clérigos toledanos con los objetos de mayor valor de sus iglesias. Sin embargo, los invasores se instalaron en el poder y configuraron un emirato dependiente del califato que, desde Damasco, regía los destinos del mundo islámico. Los objetos de valor a que nos referimos, ocultados en un lugar a dos leguas de Toledo, eran valiosas piezas de orfebrería: coronas votivas y cruces labradas en oro, cuajadas de gemas y piedras preciosas. Se trataba de regalos que reyes y grandes personajes donaban a las iglesias en cumplimiento de un voto o promesa, o en agradecimiento por un bien recibido. Ese tesoro nunca fue recuperado por quienes lo ocultaron. No pudieron regresar al lugar donde lo habían escondido. Se perdió memoria de su existencia, como ocurrió con otros ocultados en diversos lugares, como en Torredonjimeno (Jaén) y su existencia cayó en el olvido. Quizá en historias, contadas al amor de la lumbre en las noches de invierno, se guardaba un borroso recuerdo de tesoros ocultos en el “tiempo de los moros”.
El tesoro escondido en tierras toledanas permaneció oculto durante más de mil años, y no sería hasta un atardecer del verano de 1858, después de una fuerte tormenta, cuando se descubrió, fruto de una casualidad. Una joven, que regresaba de Toledo a Guadamur, localidad situada a unas dos leguas de la capital, tras examinarse para la obtención del título de maestra de primeras letras, cuando, cerca ya del pueblo, sintió una apremiante necesidad. En la zona, la tormenta había arrollado la tierra y con los últimos rayos de sol vio brillar algo a ras de suelo. Así comenzaba la historia del descubrimiento de una fosa que contenía un tesoro que terminaría siendo conocido como de Guarrazar por el nombre del manantial que regaba el pago de huertas donde se produjo el hallazgo. Escolástica y su familia mantuvieron el secreto, al que se sumaría el de otro vecino de Guadamur, que también encontró una fosa llena de valiosas piezas de orfebrería de época visigoda.
Muchas piezas terminaron fundidas en el crisol, tras ser vendidas a joyeros toledanos. Pero otras, tras una curiosa historia, en la que intervinieron un militar francés llamado Adolphe Hérouart y José Navarro, el joyero que había hecho la corona de Isabel II, terminaron en el museo parisino de Cluny. Al tenerse en España conocimiento, a través de la prensa gala, del origen de tan excepcionales piezas, labradas en una época cuyas referencias artísticas eran escasas, se produjo un gran escándalo, que llegó hasta el Congreso de los Diputados.
En Guadamur se desató una verdadera fiebre del oro. Numerosos vecinos excavaron en el pago de Guarrazar con la esperanza de encontrar otro tesoro. La Real Academia de Historia encargó a don José Amador de los Ríos una excavación y un estudio, fruto de los cuales fue la publicación de su obra El arte latino-bizantino en España y las coronas visigodas de Guarrazar: Ensayo histórico crítico. El escándalo de lo ocurrido con las joyas visigodas impulsó la construcción de un museo estatal de arqueología, que no existía en España. La iniciativa, que se materializaría cinco años después, para poner en marcha el Museo Arqueológico Nacional data de 1862, cuando se decidió levantar un edificio para albergar una Biblioteca y Museo Nacionales.
El escándalo dio lugar a una reclamación de las autoridades españolas ante el gobierno francés que no tuvo éxito. Muchos años después otra historia, que ha hecho correr mucha tinta, hizo que una parte de dicho tesoro pueda hoy verse en el Museo Arqueológico Nacional.
La calidad y riqueza de las coronas apuntaron a que procedían de algunos templos de la Urbs Regia de los visigodos, pero recientemente se ha señalado que, en lo que hoy es Guadamur, se levantó una importante construcción religioso-palatina y se apuntala posibilidad de que sería de ella de donde procederían las coronas votivas y cruces que hoy conocemos como tesoro de Guarrazar.
En la novela El último tesoro visigodo se sitúa al lector en el momento de la invasión musulmana y la caída del reino visigodo. También en la España de mediados del siglo XIX y las peripecias del descubrimiento, así como los acontecimientos que hicieron que parte de ellas puedan ser hoy contempladas en el Museo Arqueológico Nacional.
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Autor: José Calvo Poyato. Título: El último tesoro visigodo. Editorial: Ediciones B. Venta: Amazon y Fnac
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