Inicio > Libros > Adelantos editoriales > El tiempo de las fieras, de Víctor del Árbol

El tiempo de las fieras, de Víctor del Árbol

El tiempo de las fieras, de Víctor del Árbol

Un policía a las puertas de la jubilación es desterrado por los suyos hasta la tranquila Lanzarote, donde deberá pasar los últimos años de su carrera. Lo que no puede imaginar, ni él ni nadie, es que la investigación del caso del atropello de una joven de diecinueve años originaria de Europa del Este va a desenmascarar una trama de crimen y poder en varias ciudades europeas.

En una espiral de intriga que no da tregua al lector, conoceremos desde las razones íntimas de unos personajes inolvidables hasta los altos intereses económicos que mueven las insospechadas piezas del juego. Una novela magistral que nos acerca al corazón de la gente corriente y nos muestra cómo el ansia de poder puede transformar a las personas en esta era que vivimos: el tiempo de las fieras.

Zenda reproduce un fragmento de El tiempo de las fieras, de Víctor del Árbol, una novela publicada por la editorial Destino.

******

PRÓLOGO

Lanzarote, islas Canarias, principios de mayo de 2008

Excepto por los radios de las ruedas girando en el espacio y su respiración, no se oía nada. Asustaba un poco aquel silencio lunar, la carretera desierta que cruzaba una llanura sin relieves, la oscuridad absoluta. Era como avanzar flotando en el vacío, el faro de la bicicleta apenas alcanzaba las marcas discontinuas en el centro del asfalto.

Vesna sentía una cálida brisa acariciando sus piernas bajo la falda. En la cesta que colgaba del manillar tintineaban un par de botellas de Ye-Lajares y el envase con el atún en adobo que Román le había preparado antes de acabar su turno.

—Estás muy flaca. ¿No te daban de comer en tu tierra? —le había preguntado el ayudante del cocinero mientras le guardaba una ración generosa, desoyendo sus protestas.

Pensar en su tierra resultaba cada vez más difícil para Vesna. Todavía le sorprendía lo sencillo que había sido tomar la decisión de dejarlo todo atrás. Aunque había fantaseado con ello durante mucho tiempo —de niña se encaramaba al nogal del jardín de Lejla para ver el horizonte más allá de las colinas e imaginaba que lo bueno siempre estaba ocurriendo lejos—, nunca creyó que algún día sería capaz de dar el paso. Apenas unos meses antes, si alguien le hubiera dicho que acabaría en una isla volcánica del Atlántico y trabajando como camarera de habitaciones en un hotel, se habría echado a reír.

Podría haber sido cualquier otro sitio. Lejla había decidido quedarse en Barcelona, y ese parecía un buen plan para ambas, pero entonces leyó el artículo aparecido en el Glas Srpske sobre César Manrique y Lanzarote y supo que era el destino llamándola. A su edad, muchas chicas tenían pósteres de estrellas del cine o de cantantes. Ella tenía junto al cabezal una del arquitecto Frank Lloyd Wright. Quizá era cierta esa idea suya de que la arquitectura debería servir para unir el talento humano con la ingeniería de la naturaleza y hacer así la vida de la gente más bella.

No se le ocurría un lugar más propicio para poner esa teoría en práctica.

Lejla se sintió feliz cuando le contó lo que pensaba hacer. Empezar de nuevo. Volver a nacer.

—Me alegro mucho. Siempre he creído que deberías hacer algo más que estar todo el día encerrada con tus ordenadores. Salir de Tuzla, ver el mundo desde otro lugar, hacerlo mejor. Tú eres capaz de lograr cualquier cosa que te propongas.

Por alguna razón, Lejla veía en ella desde niña cosas que nadie más parecía ver. Quizá para no decepcionar sus expectativas, Vesna fue capaz de superar sus propios temores y lanzarse a aquella aventura. No se arrepentía de haber tomado una decisión tan drástica, pero a veces se despertaba en ella un paradójico sentimiento de tristeza: no imaginaba que la libertad pudiera ser tan solitaria. Y tampoco que fuese tan difícil mudar de piel. De una manera u otra, siempre terminaba volviendo a ella la sensación de que no encajaba en ninguna parte. Fingía tratando de ser una más, de hacer lo que hacía la gente normal, interpretar un papel, pero al cabo de poco tiempo los demás la señalaban como la rara, la introvertida y elusiva, esa chica un poco fuera de la realidad de la que no se sabía exactamente qué esperar.

Únicamente Román parecía sentirse cómodo en su presencia, alegre incluso de tenerla cerca. El ayudante de cocina le había aconsejado que tuviera paciencia; acostumbrarse al ritmo de la isla, a su respiración, requería tiempo.

—Al principio no es sencillo, a menos que se haya nacido aquí. No es fácil hacerse con este paisaje o con su gente. No lo lograron los godos y no lo han conseguido los turistas. Esta tierra pertenece a la lava y alocéano, a sus volcanes y a sus profundidades. Si quieres vivir aquí, tienes que dejar que la isla te reconozca; con el tiempo se acostumbrará a tu presencia y te cederá un sitio.

Vesna pensó en las palabras de su amigo mientras pedaleaba. La carretera giraba suavemente hacia la derecha, y a lo lejos se adivinaba la silueta del volcán de La Corona. Vesna aminoró la marcha y admiró aquella mole solitaria. El volcán era un gigante que se dejaba acariciar, observándola de reojo con cierto desdén, sabiendo que ella solo estaba de paso, mientras que él era eterno e inmutable. Continuaría siendo el mismo que era desde hacía miles de años en cuanto ella se alejase con su bicicleta. Y seguiría allí, quieto, silencioso, mucho después de que ella se hubiera marchado.

Aquella noche, Vesna decidió desviarse de la ruta habitual hasta su casa y descender hacia la costa. A medida que se acercaba, el rumor del oleaje —todavía invisible— le aceleró el pulso. Había algo en ese sonido de las olas contra la lava petrificada que la hacía sentir diferente, como si aullara feliz el ser salvaje y libre que guardaba dentro. Recorrió la pista asfaltada hasta el aparcamiento del Centro de Turismo, cerrado a aquellas horas, dejó la bicicleta y bajó hasta el borde del agua.

Se desnudó con el placer voluptuoso de saberse dueña de sí misma y de su cuerpo, libre de miradas de reprobación, de dedos acusadores y voces ofendidas —«Vesna, cúbrete las piernas, no te pintes los labios, abróchate ese botón de la camisa, pareces una puta moldava con ese tinte de pelo, no les sonrías a los hombres»—. A solas, sin nadie capaz de penetrar en su cabeza, reconocía sin pudor que le gustaba cómo la miraba Román cuando se hacía el encontradizo en la cocina del hotel o en el comedor. Era excitante, y no le importaba que él fuera, al menos, veinte años mayor. Tenía unos ojos bonitos, castaños, grandes y ávidos, profundamente incrustados en su cráneo y protegidos por unas pestañas negras larguísimas. Y su boca también le parecía jugosa y llena, como un melocotón. Una boca que besar, con la que saciarse.

Riéndose por dentro de su descaro, se sumergió en el océano y nadó alejándose del rompiente. Cuando estuvo lo bastante lejos, se detuvo y se dejó llevar, con aquel cielo inmenso sobre ella, miles y miles de estrellas, un firmamento aterrador y maravilloso. Se quedó flotando a la deriva, con la sensación de ser una costura entre dos mundos, el de ahí arriba y el de aquí abajo. Una bisagra entre el pasado que no podía olvidar y el futuro que no se atrevía a soñar. Cerró los ojos y se preguntó cómo sería quedarse así, sintiéndolo todo en la piel desnuda ¿Hasta dónde la llevarían las corrientes si se abandonaba? Tal vez a una forma de olvido que la ayudara a dormir sin pesadillas ni recuerdos. Ser engullida por la nada. Como si tuviera que volver a nacer y esta vez todo fuera diferente. Resultaba tentador, pero tenía que regresar; Román se lo había advertido:

—No te fíes de la aparente calma ni de la llamada de las sirenas. En el océano siempre se está de visita.

Nadó despacio hacia la orilla contra la suave oposición de la corriente que trataba de alejarla del lugar en el que había dejado la ropa. No tardó en alcanzar las rocas, trepó con agilidad, se secó y se vistió con rapidez. Subió hasta la carretera con esa alegría que la llenaba al respirar el salitre en su cuerpo y pedaleó con energía durante un buen rato sin cruzarse con nadie, excepto con un autobús de turistas alemanes que debían de venir de Teguise. Al cabo de unos kilómetros redujo la marcha, el paseo empezaba a pesarle en las piernas. Por suerte la carretera se deslizaba suavemente en descenso hacia el sur de la isla.

Y entonces oyó el ruido del motor.

Debía de tratarse de un vehículo grande, y se acercaba muy rápido. Vesna giró la cabeza, pero no vio los
faros.

—Ten cuidado con la bicicleta —le había prevenido Román—. Esa gente conduce como loca.

Esa gente eran turistas que llegaban a la isla como si desembarcaran en el viejo Oeste, que bebían más de la cuenta y pagaban el alquiler de los coches en metálico.

El vehículo avanzaba en plena noche a toda velocidad con las luces apagadas.

—¡¿Qué idiota conduce así?! —protestó Vesna en voz alta. Por precaución, decidió apartarse de la carretera, pero ya no quedaba arcén. Solo un talud rocoso y luego una caída de la que no se adivinaba el final. Empezó a asustarse. Lo mejor sería parar, bajar de la bicicleta y dejar que aquel imbécil la rebasara.

No le dio tiempo. De repente, notó el golpe en el brazo. Fue un impacto seco, probablemente con el retrovisor. Vesna salió disparada hacia el vacío como si el viento la empujase con la mano abierta. Fue a estrellarse contra las rocas y rodó por el talud, golpeándose en la oscuridad; sintió un desgarro en la cara, en la rodilla, un crujido muy fuerte y un dolor tremendo en el costado. Lanzó las manos hacia delante tratando de frenar la caída, pero se le doblaron las muñecas. Siguió cayendo sin control hasta que su espalda chocó brutalmente contra una roca.

Abrió mucho la boca. Le costaba respirar y todo su cuerpo gritaba de dolor. Estaba cubierta de sangre y sentía cómo le hervía la carne despellejada.

Arriba, a no más de veinte metros, estaba la carretera. El vehículo se había detenido. Vesna podía ver la silueta del conductor buscándola en la oscuridad. Vesna alzó la mano y quiso pedir auxilio, pero no le salió la voz.

La silueta se movía, parecía que hablaba por teléfono.

«Ya está llamando a la ambulancia, o a los bomberos, a quien sea que se llame en estos casos. La ayuda está en camino. Es una isla pequeña, no tardarán en llegar. Voy a ponerme bien. Intenta concentrarte, Vesna. Observa tu dolor, mantente en él, significa que estás viva. Busca algo en tu mente, un lugar, un momento al que aferrarte. Eres fuerte. Lejla siempre alababa eso de ti: “Mi hija es una niña muy fuerte”.»

El conductor —no lograba distinguir sus facciones— bajó por el talud. Tenía una linterna o tal vez se valía del teléfono móvil para ver dónde pisaba. Tenía que verla, Vesna estaba a solo unos pocos metros, pero en vez de seguir descendiendo se detuvo junto a la bicicleta, que había quedado trabada un poco más arriba, y se puso a buscar hasta que encontró el bolso de Vesna. Lo cogió y entonces apuntó con el haz de luz hacia ella. Ahora sí, la había visto. Dio un paso, pero en lugar de bajar hasta ella, volvió a trepar hacia la carretera.

«No puede ser. Se va, se marcha. ¡Vuelve, por favor! No me dejes aquí. No quiero morir así.» Entonces Vesna oyó el motor del coche ponerse en marcha y el chirrido de los neumáticos. Primero desapareció la luz de los faros y poco a poco el sonido.

 

Pasaron horas, o fueron unos minutos, tal vez segundos. Una eternidad. El tiempo se estaba volviendo líquido. Se ahogaba. En su propia sangre. Hasta que
dejó de respirar.

Y luego, nada.

—————————————

Autor: Víctor del Árbol. Título: El tiempo de las fieras. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros.   

4.5/5 (2 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios