Nos preocupamos constantemente por el paso del tiempo, interés que se ve reforzado en ocasiones especiales, como por ejemplo cuando cumplimos años, fallece alguien cercano o en fechas como las actuales, en las que el calendario cambia de año. El tiempo es nuestro enemigo pero también nuestro amigo. Enemigo porque su transcurrir nos acerca al final de nuestra existencia; amigo porque a veces puede mitigar dolores pasados. Pero, ¿qué es el tiempo? ¿Qué nos dice la ciencia de él?
No faltaron quienes combatieron la idea de Newton, pero no fue hasta que Albert Einstein presentó la Teoría de la Relatividad Especial en 1905 cuando el tiempo perdió su carácter absoluto, pasando a ser “relativo” al estado de movimiento de quienes lo miden. Observadores, en movimiento relativo entre ellos, medirán tiempos diferentes, y lo que para uno era simultáneo no lo será para otro. Por consiguiente, pasaba a ser posible hablar de “múltiples tiempos”, y también pensar como Kant, que el tiempo no es sino una “forma de intuición”.
Como suele suceder con cambios tan drásticos, no todos aceptaron la tesis einsteiniana. Una de las reacciones más difundidas fue la del filósofo francés Henri Bergson (1859-1941), quien en un libro publicado en 1922, Duración y simultaneidad, y subtitulado «A propósito de la teoría de Einstein», criticaba la noción relativista de múltiples tiempos. Da idea del prestigio que alcanzó Bergson el que recibiera el Premio Nobel de Literatura en 1927, un hecho este —que no lo recibiera un «literato clásico»— que lamentablemente se ha repetido pocas veces: en 1908 lo obtuvo el filósofo Rudolf Eucken; en 1950 el también filósofo, y muchas otras cosas más, Bertrand Russell; en 1953 el político e historiador Winston Churchill, y en 2016 el cantautor Bob Dylan. Puedo imaginar perfectamente la justicia de que ese preciado galardón lo hubiesen recibido científicos-escritores como Stephen Jay Gould y Oliver Sacks, que a sus conocimientos profesionales unieron habilidad narrativa y una compasiva humanidad.
Bergson —que mantuvo un célebre encuentro con Einstein cuando visitó París en 1923— defendió que el tiempo era como un “impulso vital” que cosía todo el Universo. Que no era algo externo al individuo, un asunto de relojes, ajeno a quienes lo perciben, sino que no existe al margen de éstos. Fue aquella una confrontación entre dos maneras muy diferentes de entender la “realidad”, el “mundo”, una confrontación entre ciencia y filosofía, al menos lo que algunos filósofos entendían —y entienden todavía— por filosofía. En cualquier caso fue un magnífico enfrentamiento, que ha analizado con brillantez la historiadora de la ciencia mexicano-estadounidense Jimena Canales en El físico y el filósofo (Arpa, 2020). De hecho, los ecos de aquel debate aún no se han apagado completamente —como demuestra Canales—, aunque en mi opinión la filosofía, valiosa y necesaria como es, poco tiene que decir hoy sobre los contenidos de la ciencia. Si la filosofía es necesaria ahora, es sobre todo por lo que nos puede decir o suscitar acerca de cuestiones como “valores” y códigos éticos, o qué sentido puede tener la vida.
Décadas después del enfrentamiento entre Einstein y Bergson, la física de altas energías confirmaría la predicción del primero al observar el comportamiento de partículas subatómicas en los grandes aceleradores de partículas y en los enigmáticos rayos cósmicos, pero a las pequeñas velocidades (comparadas con la de la luz) en la que se desarrolla nuestra vida los efectos de esa variación relativista del tiempo son inapreciables. No obstante, al menos en un aspecto la idea de Bergson continúa teniendo sentido: apreciamos el “paso del tiempo” en nuestro propio ser, al margen de relojes de cualquier tipo, naturales o artificiales. Se trata del “tiempo biológico”, de cómo vamos inexorablemente envejeciendo. Carlos López-Otín y Guido Kroemer, dos prestigiosos biólogos, han escrito un magnífico libro sobre este asunto: El sueño del tiempo: Un ensayo sobre las claves del envejecimiento y la longevidad (Paidós, 2020). «El envejecimiento» —podemos leer en él— «es un proceso complejo dictado por el avance de múltiples relojes biológicos que hay que parar o ralentizar simultáneamente para dilatar el tiempo a favor de la vida». «Dilatar el tiempo», una frase con reminiscencias einsteinianas pero con un sentido muy diferente.
De hecho, el biológico no es el único tipo de tiempo del que tenemos constancia. Están también el “tiempo cósmico”, que marca la expansión del Universo (en un Universo estático este tipo de tiempo no tendría sentido) y el “tiempo termodinámico”, que denota el aumento del desorden que codifica la famosa entropía. ¿Estamos seguros de que sabemos cómo se relacionan todos estos tipos de “tiempo”, el “sentido en que transcurre el tiempo” —del pasado al futuro— en particular?
Y todavía existe un grave problema. Si el mundo es realmente “cuántico”, esto es, gobernado por la física cuántica que impone la discontinuidad en todas las magnitudes físicas, ¿no debería serlo también el tiempo? ¿No tendríamos que vernos forzados a concebir que todo cambio ocurre en una serie de chasquidos?
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Artículo publicado en El Cultural.
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