Por un instante todo es luz. Luz y ruido. Un ruido que colapsa hasta que de algún modo crea silencio. Es doloroso. No lo esperaba de otra manera, con toda esa estática recorriendo mi cuerpo ya apuntaba a que no sería un mísero cosquilleo. El funcionamiento es eléctrico y la energía para un logro así es considerable. No puedo sino pensar en la estridente voz de Doc hablando de gigavatios.
Mis músculos se tensan como nunca lo habían hecho y mi mandíbula se comprime al borde del estallido. Quiero abrir la boca para coger más aire pero lo cierto es que soy incapaz ni siquiera de gritar.
Por fortuna el viaje es rápido, apenas unos segundos. Siento el frío en el pecho y cómo la espalda me arde. Ahora la caída y ya estoy en el suelo. Por un momento pensé que sería más elegante. Me imaginaba adoptando la pose del pensador, o la de un dios Apolo arrodillado en el suelo. Al menos Arnold así lo hacía. Pero nada más lejos. Siento la caída, el golpe contra el asfalto, sin piedad. Me consuelo con no estar desnudo como lo estaba el ex-gobernador.
H.G. Wells sugirió métodos más confortables de viajar. Maldigo a ese sabelotodo de Hawkins, que siempre tiene que tener razón, y a sus incómodas teorías de partículas.
Miro el reloj y la interfaz de viaje. 1994. Para un primer salto a una distancia significativa, tampoco queríamos ser pretenciosos. Habrá ocasión de visitar a los Reyes Católicos y de ver dinosaurios. Pero hasta los más grandes viajes han de comenzar con un primer paso.
El callejón está tranquilo. Sonrío al ver las diminutas aceras y la carretera que aún no ha sido peatonalizada. Todo está igual y distinto al mismo tiempo, ¡que cliché! No puedo evitar pensar en las ciudades como enormes seres durmientes. Titanes inertes que nos permiten habitar sobre sus espaldas mientras que el paso del tiempo también hace mella en ellos, reconstruyendo sus formas, siendo nosotros meros parásitos que creamos nuevos relieves al tiempo que destruimos otros viejos.
Me aseguro de que nadie me haya visto llegar y salgo a la calle principal. El experimento ha sido un éxito pero ahora debo buscar una distracción hasta la hora de regreso. Al menos no tengo que buscar plutonio y esperar a que un rayo me parta en dos.
Tengo tiempo, la recarga de los circuitos del prototipo es lenta.
Apenas se ha iniciado la tarde. Camino a mi habitual ritmo de paseo, en realidad demasiado ligero e impaciente, y disfruto de las vistas. Voy dejando a ambos lados tiendas y locales que fueron devorados por la crisis, las marcas o las gestiones de herencias mal aprovechadas. Río para mis adentros cuando leo los nombres de aquellos restaurantes clásicos de comidas de guiso y fogón donde sé que hoy se sirven comidas minimalistas y deconstruidas, cuando no se rotula Foster Hollywood o Cotton Grill.
Soy más viejo, pero sigo siendo joven y conozco la ciudad como cualquier otra parte de mi persona. Me muevo rápido aunque no lo pretenda. Años de desplazarme por esas calles con precisión compulsiva y milimétrica, buscando la trayectoria más corta hasta mi destino en un continuo recalcular de líneas rectas mediante el recortado plazas, esquinas, y rotondas. Trazos de precisión exquisita que deberían de haberme hecho gozar de fama de puntualidad inglesa, si eso se valorara en este país.
Antes de inventar este viaje en el tiempo, tenía la sensación de que el tiempo mismo se paraba al moverme por la ciudad. Todo un ejercicio mental que a otros les resulta en ocasiones exasperante y agotador, lo reconozco, pero que ya es inherente en mí y del que no puedo deshacerme.
Parada obligatoria. Mi antiguo cuartel general. Mi batcueva. La vieja librería de mi juventud cuyo ocaso fue ejemplo del devastador apetito de la crisis al que antes me refería. Mi viejo santuario. Una suerte de Librería del Sr. Koreander donde, al igual que Bastian en La historia Interminable, encontré un refugio donde alimentar mi imaginación. Estanterías y mostradores de libros y cómics donde bien podría haber pasado una Edad de la Tierra Media sumergido en sus páginas.
Contemplo la “V” de viñetas en el nombre del comercio y después leo el perenne cartel de su escaparate: No se realizan fotocopias. ¡Qué irónico!
Sigo por la gran arteria de la ciudad hasta pararme ante otro edificio. Contengo otro suspiro nostálgico. Me reconforta pensar que, al igual que la librería, sigue vivo aquí, en este lugar del tiempo. También se respiran allí aventuras, drama, romance… otro formato, similar pasión. La gente hace cola como ya escasamente se ve. Los carteles lucen relucientes y en uno de ellos Tom Hanks se sienta en un banco con su traje y su maleta (se me antoja un bombón) El entonces cine por excelencia de mi ciudad, ahora cerrado y a la espera de un inversor para el local, luce imponente en una de sus épocas de esplendor. Las multisalas todavía son un proyecto lejano que suenan tan sólo como alternativas plausibles, no como la opción práctica aunque encajonada y zombificante que hoy en día imponen.
Me despido ya del “viejo Alfonso” y sigo mi ruta durante unas manzanas más. Mi antiguo colegio queda cerca y se antoja irresistible el hacer una visita.
Ya queda poco. A lo lejos veo fugazmente dos bicicletas que avanzan para desaparecer tras un edificio de polémica arquitectura. Su pedaleo resulta indiferente, sin rumbo específico.
Sin aviso un déjà vu. Tras éste, el recuerdo de una vieja historia. Miro el reloj, la fecha y el día. Me pregunto si verdaderamente existirá un dios Cronos y será tan caprichoso como sus pendencieros hijos. Parece imposible justificar tal precisión por una simple coincidencia.
Inquieto, nervioso. Es absurdo pero así empiezo a sentirme en pocos segundos. El cerebro me regala una descarga de adrenalina que invita a mi corazón a meter dos salvas más entre su ritmo moderadamente acelerado por mi trote largo y ligero. Absurdo, sigo pensado, pues si estoy en lo cierto, precisamente yo, de entre todos a cuantos estoy a punto de encontrar, soy el único que tiene la certeza de lo que va a pasar, de cómo va a terminar. Para bien y para mal. Supongo que no puedo dejar de pensar en lo injusto de todo aquello y eso ceba mi inquietud.
Me he adelantado al futuro acontecimiento, no por mucho, pero he llegado antes. Tengo la tentación de ir a buscar las bicicletas, puedo distraerlas, puedo ahuyentarlas con cualquier pretexto, pero necesito ver antes a quienes están a punto de entrar en escena
Y allí están, como no podía ser de otra manera. Entran en la calle desde un punto más alejado del lugar en el que me encuentro. Directos hacia la puerta trasera de mi antiguo colegio, que tal y como lo estuvo es como está. Cerrada, pues el tiempo siempre es el que es. Tendrán que dar la vuelta para entrar por el acceso principal.
Miro a las dos figuras. Dos personajes simpáticos. Pequeños de estatura, incluso para su edad. Hace buen tiempo pero aún van con manga larga y tejanos que no rellenan con sus canillas delgadas y fibrosas. Uno, tal y como luce en mi recuerdo, de cara avispada y traviesa, con pelo revuelto, duro y pinchudo. El otro, con unas gafas que le ocupan media cara y expresión de no haber roto un plato en su vida. Lo que les falta en tamaño lo compensan con la ilusión y la imaginación que dedican a todo cuanto hacen. Aún no les han arrebatado eso. Aún son Caballeros del Zodíaco o Tortugas Ninja en sus ratos libres y piensan que los problemas del mundo se solucionan con la simple y llana buena voluntad, o con las tortas de un superhéroe. Sonrío al pensar que aún no se ha perdido del todo ese espíritu.
Aparecen las dos bicicletas. Sé que las habían visto antes, pero durante unos minutos ignorarlas había bastado. Pero el mundo está lleno de lobos de muchos tipos, y una parte de ellos no necesitan provocación.
Al ver desde mejor distancia a los dos ciclistas me sorprendo. En mi recuerdo eran más grandes, de aspecto amenazante. Ahora puedo comprobar que sólo fueron dos niñatos de unos pocos años más que los dos amiguetes. Son más bien carroñeros que hoy no durarían nada ante cualquier estudiante de final de primaria, esos que se sientan en las plazas a navegar en las redes sociales adorando “youtubers” e imitando el “trending-topic-challenge” de moda. Pero en aquellos años los lobos que uno normalmente se encontraba eran chacales desnutridos y no huargos dopados como los de hoy.
No alcanzo a escuchar la conversación pero no lo necesito. Los ciclistas han parado a los dos chavales y uno les ha preguntado la hora. Al de las gafas aquello ya le dio mala espina cuando vio las dos bicicletas darles una pasada despreocupada, al principio de la calle, como dos escualos en un naufragio. Pero sabe que es absurdo fingir que no lleva hora cuando el reloj que su abuela le regaló tres años antes por la comunión le asomaba por la manga.
Cuando eres joven, inexperto y dos tipos el doble de grandes que tú, por muy pocos años que te saquen, te invitan a que les entregues el reloj pocas ideas se te pasan por la cabeza. En una calle sin más desembocaduras, ni muros que saltar o portales donde meterse, correr no es una opción si no eres notablemente rápido y además tu hostigador va en bicicleta. Iniciar el enfrentamiento físico es una apuesta arriesgada que puede funcionar si tu contrincante sólo es un bravucón, pero aun así, se lo estás poniendo en bandeja si no le has calzado una galleta a nadie en tu vida. Las probabilidades aumentan no sólo a quedarte sin reloj, sino a ser tú quien recibas la galleta.
Y el enfrentamiento verbal o ignorar las demandas del abusón de entrada no es una mala opción si se tiene un poco de idea y determinación. Pero la experiencia es un grado y el primer día que sales a la calle sólo con un amigo esa sabiduría de vida no se ha impartido.
Sé lo que va a pasar, y me sorprendo a mí mismo dando un paso hacia delante. Tenso la mandíbula y me dispongo a mostrar los dientes cuando me paro, aún no me han visto, por lo que lo hago a tiempo. Pienso en lo que viene después, la frustración, la sensación de injusticia. Lo menos importante es el reloj. Pero sé lo que hay después, más allá de eso. Aprendizaje, experiencia, el saber que hay chacales, lobos y huargos en el mundo y que todas las batallas no se pueden vencer pero se puede aprender de ellas.
Me detengo y dejo que pase de nuevo. El chico de las gafas le entrega el reloj a quien sonríe socarrón. Los ciclistas no añaden nada más, se alejan pedaleando tranquilamente, sin piedad, sin remordimiento, y los dos amigos se quedan estupefactos en la calle sin entender lo que ha pasado. Uno conteniendo sin éxito las lágrimas de la impotencia y preguntándose por qué no podría haber sido como Superman y machacar a esos dos abusones. El otro, mejor parado en cuanto a sus objetos personales, sin saber qué decir o qué hacer, igualmente frustrado, preguntándose con diez u once años, cómo se consuela a un amigo en un momento así.
La tentación de ayudarlos y consolarlos es grande, pero el tiempo es el que es, y decido mantenerme firme. Los veo pasar con la cara colorada y los ojos vidriosos. Sé hacia donde van. No hay teléfonos móviles aún en sus bolsillos, tan sólo una tarjeta telefónica de mil pesetas que meterán en la cabina pública de la puerta del colegio para llamar a sus padres y contar lo que ha pasado. Va anocheciendo y los jóvenes de su edad o mayores, que juegan o ríen cerca de ellos, se vuelven abusones y acechadores potenciales en un momento de miedo y paranoia, que no se aliviará hasta que vuelvan a sus casas y recuperen el control de su mundo.
Aún habrá meses de inseguridad, aún mirarán por encima del hombro a quienes crean que les acechan en las sombras. Pero el susto se convertirá en una anécdota, la anécdota en experiencia y en lecciones de vida que todos reciben en mayor o menor medida, pero que si se aprovechan bien les reforzarán y les darán sabiduría.
Veo de nuevo a los ciclistas dando vueltas al final de la calle, como si nada hubiera pasado y apropiarse del reloj de otro con intimidación no tuviera la menor relevancia.
Pienso en aquél reloj, en mi abuela, en lo que habría sido un legado a mi hijo y por un momento tengo una última tentación de remangarme la camisa y caminar hacia ellos. Mi joven doble ya está lejos y yo podría recuperar lo que fue mío. Entonces fueron para mí dos acechadores sobre ruedas, ahora sólo son dos niñatos incívicos. Nadie salvo el propio Cronos sabría lo que habría pasado si ”amablemente” les pido mi reloj de regreso. A fin de cuentas, ¿cuánto podría abarcar el aleteo de una mariposa?
Pienso en ese legado y en lo caprichoso de mi viaje temporal y entonces la lección a comprender de este viaje se revela ante mis ojos.
Sonrío, olvido a los lobos, las bicis y me despido otra vez de aquél reloj de comunión. Deshago el camino andado y regreso hasta el inicio de la avenida, hasta el escaparate de aquella vieja librería.
Más recuerdos afloran. Cómo aprendí a ahuyentar a los lobos, a evitarlos, a manipularlos incluso. Cómo descubrí que en el mundo hay de todo, cosas mucho más graves que la impotencia de tener que entregar un bien preciado a un matón, con el aliciente de haber conservado íntegro el pellejo. Allí los encontré. En aquel humilde santuario de libros y viñetas. Hombres sabios, guías místicos, aventureros valientes, canallas de buen corazón, villanos y asesinos que harían acurrucarse en el suelo a los chacales mostrándolos insignificantes, héroes de capa roja y cadenas que los combatirían. Montañas de aventuras y vivencias que enriquecieron mi conocimiento para afrontar la adversidad en nuestro siguiente encuentro.
El circuito temporal de la recarga completada pita. Supongo que es hora de volver. Ellos aprenderán una lección hoy, y yo otra. Los chacales seguirán siendo chacales y, como suele pasar, terminarán encontrando lobos más grandes.
Han pasado tres días del viaje. El experimento del sistema de desplazamiento ha sido un éxito. Habrá otras pruebas, lugares más emocionantes y exóticos. Y, a pesar de ello, será imposible no recordar este primer viaje.
La vieja librería dejó de ser otro relieve del titán durmiente que es mi ciudad. Su escaparate sigue ahí, pero ya no advierte que no realizan fotocopias. En realidad es ahora una copistería. El sentido del humor del tiempo es así. Pero la forma de un santuario no tiene por qué ser forzosamente la misma para todos.
Otro lugar, la misma idea. Estanterías y bosques convertidos en historias y sabiduría. Un niño que me acompaña hoy. Uno con pocos años de lector a sus espaldas pero a quien puedo dejar un legado mucho mejor que el de un reloj. Un legado de conocimiento. Un primer paso hacia mundos sin límites que enriquecerán el resto de experiencias de su vida y dará color a detalles que para otros pasarán desapercibidos.
Hoy vengo a plantar un germen, el de una inquietud latente por la lectura que al despertar y ser cuidada se convertirá en la mejor herramienta para entender su mundo.
Mientras buscamos una obra adecuada, una base sobre la que asentar ese germen, Cronos vuelve a guiñarme un ojo al mostrarme en lo alto de una pila de tomos, un álbum amarillo en donde puede leerse El cetro de Ottokar.
Es irónico que me encuentre hoy con Hergé, pero la razón es otra historia que merece ser contada en otro momento.
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