A principios del XX, en un hospital de Nueva York, un crío que se convirtió en polizón nada más dejó atrás España y a su amada Sevilla, mira por la ventana y, al otro lado, contempla la estatua de la Libertad. Tal era su afán por alcanzarla que en un despiste, sumergido en el agua, recibió, sin esperarlo, el primer embiste. La primera cornada que le dejaría secuelas de por vida en la pierna, y un golpe de bruces con la realidad que jamás olvidaría. Aunque sacaría provecho de la situación: paciencia, se decía. Paciencia. Nueva York no le había causado la impresión que se había imaginado tiempo atrás, cuando se le comunicó la aventura de embarcar y cruzar el charco. Probar. Salir al ruedo y no quedarse quieto observando el mundo desde la barrera. No. Eso no iba con él. Él estaba hecho de otra pasta. Sabía lo que quería y, lo más importante, que la seguridad en sus decisiones la desarrolló a muy temprana edad, para sorpresa de sus padres, y también despiste, porque apenas se percataron cuando el muchacho cruzó la puerta sin despedirse de ellos. ¿Cómo iba a hacerlo si sus diecisiete hermanos colmaban la casa? Pero el chico no se arrepintió de haberse ido de aquellos modos y, seguramente, antes de cerrar el umbral del hogar sonrió para sus adentros convencido de que, pasados unos años, volvería a encontrarlos igual. Nueva York era sólo una escala en su travesía, en su Odisea particular, porque su destino estaba un poco más al sur. Su destino tenía nombre y aires de rancheras, mariachis y tequilas. Méjico era la meta.
Una vez puso el pie en territorio nada hostil, sino amigo y vecino, marchó a una hacienda donde fue bien recibido y acogido; donde pudo contemplar de cerca al animal que sentenciaría su vida. Sin embargo este día aún estaba lejos. Demasiado lejos como para temerle. Demasiado lejos como para no atreverse y rechazar el reto que tenía enfrente: el primer toro bravo que desafió su talante. Antes de acercarse a él, de acariciar su negro pelaje, se miró la pierna mala. Si ella responde, yo también, se dijo. Echó el pie izquierdo hacia adelante, extendió el brazo sosteniendo el capote del color de la sangre, arqueó ligeramente su espalda, y convirtió en belleza la posición de un cuerpo que, por sus ademanes, no habrían dudado esculpir en la Roma de los gladiadores. Aunque el entretenimiento cambie, acorde a los tiempos, el espectáculo que se ha de ofrecer en el coso debe ser digno de la profesión, digno del protagonista y más aún del espectador, pues es éste quien determina siempre el color de la faena.
Al primer toque de clarines, el polizón sevillano —nacido el 6 de junio de un ya remoto 1891— se hizo hombre. Ignacio Sánchez Mejías era, por fin, torero. El banderillero que fue, ahora dominaba el ruedo, y así continuó haciéndolo cuando regresó al calor de la Madre Patria, su país, su Sevilla, su casa. Pero lo mejor y lo peor aún estaba por llegar, y como arrojo nunca le faltaba, no dudó en emprender una nueva empresa: retomar los estudios al poco de anunciar su retirada. Necesitaba cultivar la mente, enriquecer el espíritu. Tenía sed de conocimiento y se sacó el bachiller cuando muchos otros habrían tirado la toalla por considerarse «demasiado viejo como para…». Observador nato que era, aprendía de todo lo que veía y de todos a los que conocía, fuesen políticos, toreros, empresarios o artistas. Tenía don de gentes y quien se le acercaba, pronto quedaba prendado, hechizado por su encanto. A él, sin ir más lejos, le debemos las reuniones en Pino Montano de nuestros poetas del 27, así como la creación de los Llantos más declamados y recordados escritos por su querido amigo Federico.
En una vida que no duró más de cuarenta y tres años, Sánchez Mejías no se conformó con lidiar toros, sino que probó en el teatro y llegó a estrenar —en vida— dos obras (Sin razón y Zaya) con las que salió airoso. Aplaudido y también criticado, e incluso señalado; tildado de impostor. Escuchaba las opiniones pero sin dejar que éstas minaran su moral y aún menos su confianza. Proseguía su camino, erguido, y con la barbilla ligeramente alzada. Es esta la actitud de alguien que se ha enfrentado en demasiadas ocasiones a la muerte, mirándola fijamente sin dudar. Sin titubear. Y con la misma convicción, después de varios años centrado en otros menesteres relacionados con el fútbol y el folclore, volvió a faenar porque su economía se lo pedía, pese a las oposiciones de los amigos más cercanos, que intuían, en esa vuelta a la contienda, el peligro de una cogida que resultara determinante… Y así sucedió, a las cinco de la tarde. «No te conoce el toro ni la higuera / ni caballos ni hormigas de tu casa. / No te conoce ni el niño ni la tarde / porque te has muerto para siempre (…) / Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura (…)», reza el Alma ausente de García Lorca. Y es que la biografía de Ignacio Sánchez Mejías merece una obra o un ensayo aparte. No por la profesión que ejerció, sino por el modelo del hombre que fue. Poseedor de un gen, de un ADN que, muy de vez en cuando, se deja ver…
El pasado día uno Morante y los Rolling se estrenaron en dos coliseos diferentes. Madrileños. Donde el cuero y los trajes de luces brillaron de nuevo. Puro rock’n’roll, puro arte. Sin descanso, sin flaquezas, pero sudando. Sin temor. Con temple y descaro a pesar de los años, que van haciendo mella, y los músculos agarrotados. Ahí está el coraje de dar un golpe sobre la mesa y decir “ni aunque el mundo pare, me bajo, pues de mí depende —en esta corrida, en este concierto— pararlo”. El arte en España no cesa. Afortunados somos cuando una leyenda pone la mira en alguna de nuestras plazas y se lanza a la arena diciendo: “¿Cuándo fue la última vez que nos atrevimos?”. Son estos eventos los que nos recuerdan que, en lugar de dilapidar las raíces más puras del patrimonio que aún resiste los embistes de los enemigos más acérrimos, ignorantes de su pasado, verdaderos maltratadores de su memoria, no debemos cejar. No. Más bien hay que seguir recibiendo a la gente a pie cambiado y llenando estadios, o tal vez preguntándonos: ¿qué habría hecho Ignacio?
Nos admira el arte embotellado -y muy bien comercializado- del extranjero. Sin embargo, aquí hay arte gratis que se tira, conversaciones y existencias mejores que cualquier artificio literario. Gracias a Dios, en España hay más vida que literatura, aunque muchos quieren aprobarla y regularla. Lo mismo pasa en muchos lugares de lo que llaman el tercer mundo. Conforme dejamos de ser una sociedad tradicional y nos vamos convirtiendo en un invernadero, se pierde la gracia y el arte, y todo es marketing y piscifactoría.