Pinturas rupestres de la cueva de Altamira
Desconocemos la fecha exacta y el lugar concreto en los que se produjo el acontecimiento más decisivo de nuestra andadura colectiva. Todo lo que podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, es que sucedió hace varios miles de años y en medio de un entorno envuelto en la penumbra. En algún rincón de un mundo que la naciente conciencia humana interpretaba como un espacio infinito y arisco e inabarcable, en el interior de alguna gruta natural que un grupo de personas había adoptado como hogar o, al menos, como refugio temporal en el que guarecerse de las inclemencias de un clima que se revelaba demasiado hostil para permanecer a la intemperie, alguien —probablemente una mujer— mezcló en un recipiente tosco algunos restos vegetales, minerales y quizá también corporales para combinarlos con algún aglutinante orgánico —puede que grasa o resina—, revolverlo todo y convertir el amasijo en un ungüento. Es importante advertir cuánta indeterminación hay en ese alguien. Es probable que la persona a la que nos referimos ni siquiera se pudiese considerar estrictamente miembro de nuestra especie, y desde luego es seguro que no estaba capacitada para emitir sonidos que pudieran adscribirse a una forma articulada de lenguaje. De ahí que su acción tuviera mucha más importancia de la que acaso parezca a primera vista. Porque, una vez fabricada la sustancia en esa simple cazuela de piedra en la que tuvo a bien introducir aquello que, según su entendimiento, podía servir a unos fines que ni siquiera sabía determinar, introdujo en ella bien un palo o bien uno de sus dedos. Luego, es de suponer que con un punto de agitación, acercó ese dedo o ese palo a una de las paredes de la cueva, lo posó sobre la superficie fría y húmeda y rugosa de la roca y lo deslizó lentamente sobre ella, dejando que la pintura señalase el rastro de su movimiento. Ella no podía saberlo, pero con ese gesto estaba marcando un antes y un después en la historia de una humanidad que aún daba con cautela sus primeros pasos sobre la tierra.
Nunca alcanzaremos a averiguar no ya quién era esa mujer, sino dónde se encontraba la caverna en la que el ser humano, sin pretenderlo, empezó a tomar conciencia de su necesidad de interpretar el mundo. Mientras escribo esto, las noticias más recientes hablan de una cueva de Indonesia, la Leang Bulu’ Sinpong 4, en la que un grupo de arqueólogos de la Universidad de Griffith cree haber encontrado las pinturas rupestres más antiguas del mundo. Tendrían unos 44.000 años de antigüedad y, según la información que tengo ante los ojos, se componen de un grupo de figuras abstractas en las que se distinguen sin embargo rasgos humanos y animales —los llamados teriántropos— que se afanan en la caza de grandes mamíferos ayudados de lanzas y cuerdas. Ahora bien, que sean las pinturas más añejas que se han encontrado hasta la fecha no significa que sean las más remotas que existen o existieron. Sus propios descubridores explican que el hallazgo indonesio sería la prueba más antigua de la habilidad de la especie humana para reflejar «la existencia de seres supernaturales», es decir, el embrión de las creencias religiosas. Hasta ese momento —la cueva se descubrió en 2017 en una región kárstica de piedra caliza en Célebes, y la noticia que hablaba de sus restos pictóricos no se hizo pública hasta diciembre de 2019—, a las imágenes rupestres más arcaicas en las que era posible reconocer figuras humanas y animales se les atribuía una antigüedad que oscilaba entre los 14.000 y los 21.000 años. Parece evidente que, si hace 44.000 años el ser humano era capaz de representar figuras y escenas complejas sobre las paredes de una cueva, es porque antes había aprendido a esbozar otras más simples con las que se fue iniciando, sin ser plenamente consciente de ello, en la práctica de la abstracción.
Lo cierto es que esas pinturas llevaban miles de años con nosotros, pero no acertamos a descubrirlas hasta hace bien poco. En 1875, en Uruguay, un ingeniero español llamado Barhola Rial Posadas copió con mucho detenimiento en su cuaderno unos dibujos que encontró en una gran piedra. Al pie de la lámina, indicó que se trataba de diseños de indios, sin duda porque aquella hipótesis era lo más remoto que alcanzaba a imaginar. Cuatro años más tarde, en el norte de España, tendría lugar el gran descubrimiento que marcaría el inicio de los estudios en torno al arte rupestre, lo que es tanto como decir las hipótesis en torno a formulación de la gran pregunta acerca de nuestra relación con lo que nos rodea. Significativamente, la primera testigo del prodigio fue una niña. María Sanz de Sautuola y Escalante contaba ocho años de edad cuando su padre la llevó de excursión a una cueva que él había visitado algunos años antes, después de que el aparcero de su finca, un tejero asturiano que respondía por Marcelo Cubillas, descubriera una gruta que hasta entonces había pasado inadvertida. Marcelino Sanz de Sautuola no prestó mucha atención a las palabras de su subalterno, que le habló por primera vez de esa cavidad en 1868, y tampoco se dio prisa por ir a conocerla: en aquellas tierras, de composición kárstica, las galerías naturales eran cosa bien común y a nadie extrañaba que apareciese una más. Se cree que Sanz de Sautuola visitó por primera vez la mencionada cueva en 1875 o 1876, casi al mismo tiempo que Rial Posadas copiaba en Uruguay los dibujos de aquella gran piedra. Al igual que su compatriota desplazado al Río de la Plata, tampoco él concedió especial importancia a ciertos signos abstractos —rayas negras repetidas— que encontró en algunas paredes y que atribuyó bien a desgastes provocados por el paso del tiempo o bien al roce fortuito de algún animal. Se olvidó del asunto hasta que, en el verano de 1879, regresó por allí para excavar en la entrada de la oquedad. El año anterior había visitado la Exposición Universal de París y se había dejado fascinar por los objetos de sílex y los huesos que se mostraban en sus vitrinas y que parecían remitir a un tiempo inimaginable de tan remoto. Permitió que su hija le acompañara en la excursión y tenemos que concluir que fue una feliz idea. Mientras su padre se entretenía escarbando bajo el abrigo que servía de vestíbulo a la oquedad, ella se adentró por su cuenta en la galería y al cabo de unos minutos exclamaría desde el interior una frase que marcaría un punto de inflexión en el estudio de nuestra historia: «¡Mira, papá! ¡Bueyes!»
No eran bueyes de verdad, aunque Marcelino Sanz de Sautuola lo temiera cuando echó a correr en busca de la pequeña, temeroso de que alguno de aquellos animales que decía haber encontrado la embistiera. En realidad, lo que la pequeña María había visto eran unas pinturas que decoraban el techo de una sala lateral y dejaron a su progenitor profundamente impresionado cuando las tuvo él también ante sus ojos. Apenas había transcurrido un año cuando Sautuola publicó un folleto que, con el título Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander, daba a conocer aquellas pinturas y consignaba que por fuerza tenían que proceder de los tiempos prehistóricos. Su afirmación generó una amplia controversia: no se conocía en todo el mundo un conjunto mural de tal envergadura, y aunque la tesis de su descubridor encontró nombres dispuestos a avalarla, fueron más los detractores de aquella tesis que venía a desmontar los preceptos que en aquellos tiempos orientaban los estudios prehistóricos. Los mayores expertos de Europa dudaron de la autenticidad de aquellas pinturas halladas en lo que se empezó a conocer como cueva de Altamira —hubo quien apuntó la posibilidad de que fuesen obra del propio Sautuola, que las habría pintado en el tiempo que transcurrió entre la primera y la segunda visita a la gruta; esas mismas voces maliciaban que precisamente él mismo había propiciado que su hija se adentrara primero para imprimir mayor veracidad a la escena— y hasta el boletín de la Institución Libre de Enseñanza desacreditó la cuestión en un informe que rechazaba que aquellos trazos tuvieran algún valor. En una sesión celebrada el 1 de septiembre de 1886 en la Sociedad Española de Historia Natural, Eugenio Lemus y Olmo, director de Calcografía Natural, aseguró que las pinturas de Altamira carecían de rasgos que permitieran adscribirlas a la Edad de Piedra, y añadió que sólo podían presumir de «la expresión que daría un mediano discípulo de la escuela moderna». Sanz de Sautuola quedó, así, desprestigiado en vida. Cuando falleció, en 1888, la cueva de Altamira se consideraba un fraude en lo que constituyó una injusticia histórica, porque si hubiese podido vivir unos años más habría visto cómo el tiempo acababa dando la razón a su hipótesis primera. Por la época en la que él exhalaba su último suspiro, comenzaron a hallarse en Francia muestras de arte paleolítico similares a las que él había encontrado en Santander, aunque no tan virtuosas, y algunos de los que le habían vituperado tuvieron que desdecirse y reconocer lo precipitado de su valoración. El caso más sonado fue el de Émile Cartailhac, que en 1902 publicó un artículo que ya desde su título —La grotte d’Altamira, Espagne. «Mea culpa» d’un sceptique— expresaba su voluntad de redención y en cuyos párrafos se daba validez a las teorías de Sautuola cuando éste ya no podía disfrutar su triunfo.
Pero el descubrimiento de Altamira no sólo acarreó controversias en el plano puramente arqueológico —lo que era comprensible, en tanto que se trató del primer yacimiento de esa categoría que se mostraba al mundo tras permanecer varios miles de años sepultado entre penumbras—, sino también intelectual, y a la postre éstas terminaron alimentando aquélla y ofreciéndole un argumento adicional con el que refrendar su negacionismo. Si el arte era fruto de la civilización, tal y como aseveraba la convicción extendida a lo largo y ancho del viejo continente, resultaba inconcebible que unas tribus salvajes, sin capacidad para articular lenguaje alguno, fueran capaces de elaborar prodigios como el que adornaba los techos de aquella gruta natural escondida en las proximidades de la levítica Santillana del Mar. El hallazgo atentaba, además, contra el mismo discurso religioso, en tanto que demostraba que los seres humanos habían desarrollado ciertas aptitudes por su cuenta y riesgo, sin necesidad de un dios que se las concediera. Altamira, sí, lo puso todo patas arriba, porque su certificado de autenticidad abría los estudios históricos a todo un mundo que ni siquiera habían entrevisto, y además dejaban en el aire una cuestión en absoluto baladí: la maravilla de Altamira no podía haber surgido por generación espontánea. En alguna parte tenía que haber precedentes que la explicaran, y también consecuencias que completaran su contexto y lo alargaran hasta el momento en el que la humanidad empezó a ser consciente de sus propias capacidades. ¿De dónde procedía la mujer que, por primera vez, sintió la necesidad quizá inconsciente de imprimir la huella de su paso por el mundo y qué impulso, primario o meditado, fue el que propició ese gesto? Ninguna de esas dos preguntas tiene aún respuesta, y lo más probable es que no la tengan nunca. La importancia de la primera podría considerarse anecdótica. La de la segunda, sin embargo, es crucial, porque a partir de ese momento empezó todo. Contemplar hoy en día las pinturas de Altamira, o cualquier otro conjunto de arte rupestre, es asomarse al misterio insondable de la expresión artística y extraviarse en las incertidumbres eternas del instante lejanísimo en el que alguien se atrevió, por vez primera, a plasmar su visión del mundo. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué quiso transmitir a sus semejantes y cómo debemos interpretarlo nosotros, varios miles de años después? Cuestiones irresueltas, fascinantes y decisivas, dado que atañen al germen de todo lo demás. Porque de alguna manera, los libros que se han escrito, los cuadros que se han pintado, la música que se ha compuesto a lo largo de la historia, no dejan de ser intentos vanos de descifrar la razón y el significado de aquel primer trazo en la caverna.
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