Un rumor a hombre solo por debajo del ruido
(Alberto Vega)
Continuamente se buscan relaciones entre las distintas artes, entre los lindes y deslindes de sus fronterizos territorios, en un infructuoso intento por acotar con precisión de geómetra los escurridizos puntos de fuga de los que parten sus huellas o donde sus caminos se confunden y bifurcan. No son pocas las implicaciones creativas entre la literatura y el cine, la arquitectura y la música, la poesía y la pintura, por citar solo unos ejemplos que bien podrían ampliarse o incluso combinarse de distinta manera con resultados igualmente inesperados. Debido a ello, tal vez entre sus entreveradas interacciones pueda encontrarse la causa y la consecuencia de la afinidad que a veces se produce entre artistas de distinta cuerda. Recuérdese, por mucho que siempre se los suela traer a colación en estos casos, a Federico García Lorca, Salvador Dalí y Luis Buñuel, cuya amistad y afinidad creativa ha logrado transcender los propios intereses de la crítica especializada hasta convertirse en un tópico nacional, que, a pesar de su banalización, todavía explica mejor que cualquier sesudo estudio la magia y el misterio que suscita la vivencia del arte.
El gran lírico del romanticismo inglés, William Wordsworth, ya dejó escrito en su memorable «Oda a la inmortalidad» que «la belleza subsiste siempre en el recuerdo», por lo que esta emoción creativa, esta belleza vivida y presentida en los «años decisivos» no solo es exclusiva de Lorca, Dalí y Buñuel, por mucho que se haya mixtificado su amistad, sino que es una característica que con mayor o menor grado se va dando en las distintas generaciones que transitan por los destellos del arte. Son muchos los libros que se han escrito y los testimonios recogidos sobre este momento determinante en el desarrollo de un creador, y las propias generaciones literarias no se explicarían sin estos iniciáticos encuentros. El propio Ernest Hemingway escribió en París era una fiesta —en mi opinión uno de sus mejores libros— su canto del cisne volviendo a aquellos años prodigiosos en los que se forjó el temple de su escritura.
Cito todos estos ejemplos en un intento también bastante infructuoso de acotar, o mejor dicho de ordenar a través de ellos, el cúmulo de sensaciones que me desencadenó el talentoso documental El tren de los días, de Omar Lamas, sobre el poeta Alberto Vega; aunque, siguiendo con este juego de sublimaciones, quizá sea Jorge Guillén quien mejor pueda simbolizarlas. Al autor de Cántico le pasaron, un año antes de su muerte, las imágenes filmadas en su día por Juan Guerrero Ruiz, secretario de facto de Juan Ramón Jiménez y creador del premio Adonáis, un documento fílmico bastante doméstico, pero que se muestra único porque nos permite contar con las imágenes en movimiento de alguno de los más destacados poetas del 27. El cinematógrafo tiene la propiedad de resucitar el pasado, de devolvernos casi intactos a nuestros seres queridos, de retener por siempre las imágenes cristalinas que imparablemente se lleva el río de Heráclito. La emoción sentida por Jorge Guillén al ver aquellas imágenes que le devolvían incólumes a sus amigos —especialmente a Pedro Salinas—, a salvo de la implacable usura del tiempo, debió de ser muy intensa (y quiero creer que muy parecida a la mía), porque el pucelano se sintió movido a escribir un poema, su último poema, titulado «Misterioso»: «Pasa el vídeo misterioso / vuelve el pasado en movimiento, / y el instante insignificante / llega enseguida a conmovernos. / ¿Y por qué? Porque significa».
Pues bien, salvando las distancias, todas las que ustedes quieran, una de esas amistades artísticas a las que más arriba me refiero se produjo en Langreo a finales de los años setenta entre un pintor y un grupo de poetas: Helios Pandiella, Alberto Vega, Miguel Munárriz, Noelí Puente y el que suscribe. Eran años de claroscuros, de esperanzas para todos y de descubrimientos tardíos. La noche langreana —como en otras ciudades españolas— era cobijo de inquietudes y desvelos, de sueños e iluminaciones, también de vetustos fantasmas y de viejos fantasmones. Nosotros no fuimos ajenos a esa noche interminable que entonces desvelaba a la juventud; de hecho, en ella fraguamos nuestra amistad, tal vez porque entre cerveza y Trotsky, Vega evocase a Baudelaire o porque, al disipar el humo de un cigarrillo, Helios convocase a Magritte y Miguel nos contase la última historia de Horacio Quiroga.
Y es que hay amistades que son transformadoras «porque significa[n]». Pronto el pincel de Helios Pandiella empezó a llenarse con nuestras ensoñaciones para emprender juntos un camino que nos hizo inseparables en la vida y en el arte, y que contribuyó a poner a Langreo en el minuto exacto del tiempo artístico del momento. Basta leer un libro de Alberto o de Miguel o contemplar un cuadro de Helios para comprobarlo, para percibir la esencia de un periodo transcendido que aún nos espera «al final del recodo del camino», porque la «belleza subsiste siempre en el recuerdo».
Omar Lamas ha venido a recordárnoslo siguiendo con su cámara las migas de pan que Alberto Vega ha dejado en sus versos —uno de los poetas más valiosos de nuestra generación, lamentablemente todavía por descubrir—, y que le han llevado a cada uno de nosotros.
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