Mi padre no tuvo que insistir demasiado, pese a ser las cuatro de la mañana. Me levanté de un salto. Encendí la televisión. Ajusté el volumen para no despertar a mi madre y a mi hermana. Corrí hacia la cocina para prepararme un enorme tazón de leche con Nesquik. Él se sentó en su lado del sofá, yo en el mío. Mi padre iba a ver a la selección española de baloncesto jugar su histórica final; yo estaba preparado para soñar con Michael Jordan.
Ignorantes
La noche anterior discutimos acaloradamente. Estábamos en una terraza con unos cuantos de sus amigos. Empezaron a hablar del partido, de la final de baloncesto de los Juegos Olímpicos de 1984 que se celebraba en la ciudad de Los Ángeles. Después del Mundial de Cali 82 —en el que quedamos cuartos, por detrás de la Unión Soviética de Valters y Homicius, los USA de Rivers y Pinone y la Yugoslavia de Delibašić y Kićanović— y de la hazaña del año anterior en Nantes —cuando Epi derrotó a la todopoderosa URSS (en la que empezaba a tener minutos un jugador que cambiaría el basket europeo, Arvidas Sabonis) con un «canastón» en semifinales— muchos habían descubierto el basket en nuestro país, y se creían con derecho a opinar; aunque ninguno de ellos tenía ni idea de basket. Y eso me ofendía, mucho.
Me había esforzado un montón por aprender a jugar. Aunque ahora suene raro, por aquel entonces no todos los chicos de mi clase sabían hacerlo. Yo le dedicaba horas y horas en esos años. No había forma de ver un partido de la NBA y todavía faltaban unos meses para que ocurriera algo maravilloso: el primer número de la revista Gigantes. Pero yo me tragaba todos los encuentros de la liga y sobre todo los campeonatos internacionales: Eurobasket, Mundial y Olimpiadas. Soñaba con los Tarakanov, Dalipagić y Gallis.
Estaban envalentonados por el partidazo de semifinales, disputado contra la Yugoslavia del otro astro que iluminaría Europa durante las décadas siguientes, Drazen Petrović. Al final les ganamos de trece puntos; luego vendrían Los Nikis a cantar eso de El imperio contraataca, que muchos pensaron que era de verdad, y hasta pusieron la canción en sus mítines políticos. Espoleados por el “rojo y amarillo” —y una buena ración de cervezas y de «Paterninas»— los compadres de mi viejo daban como posible una victoria de España ante los Estados Unidos. Veían el oro al alcance de su mano. Indignado, les expliqué que en el equipo de USA estaban Patrick Ewing, Sam Perkins, Alvin Robertson, Chris Mullin y, sobre todo, el gran Michael Jordan, el que iba a ser el mejor jugador de todos los tiempos. Ellos se rieron y preguntaron que quiénes eran esos, que Fernando Romay era mejor que todos ellos. Me levanté de la silla, les llamé ignorantes y me marché a casa llorando de la rabia. Por poco me quedo castigado sin ver la final de Los Ángeles 84.
The Last Dance, el último baile de Michael Jordan
Treinta y seis años después, estoy en el sofá de mi casa —confinado— viendo Netflix con mi hija. Después de un capítulo de Haters Back Off me toca elegir a mí. Es el turno de The Last Dance. Ahí está mi gran ídolo. El primer capítulo arranca con Michael Jordan sentado, de espaldas a la cámara —a nosotros, al mundo—, mirando a través de una ventana: al infinito. Quizá intenta regresar a un pasado que ya no puede recuperar; preparado para viajar a un tiempo en el que fue feliz volando, matando y anotando cada noche más que sus rivales, mucho más que todos ellos juntos.
El documental The Last Dance recompone cómo fue la temporada 1997-98. Un momento complicado para los Chicago Bulls, después de haber ganado cinco anillos de la NBA. Los Bulls aceptaron que durante esos meses las cámaras se colasen en vestuarios, entrenamientos y oficinas; que lo grabasen todo para emitirlo más de veinte años después.
Este proyecto estuvo a punto de salir antes a la luz de la mano de un director de cine, fanático del baloncesto, Spike Lee. Pero han tenido que pasar más de dos décadas para poder vivir ese momento cenital —y crepuscular también— de un equipo legendario, que marcó la transición entre el basket de los duelos cainitas entre Lakers y Celtics y el baloncesto moderno, más musculoso primero, y volcado en los tiros triples después.
The Last Dance no es un título casual. Phil Jackson, el preparador de Chicago durante los años victoriosos de la franquicia, es quizá el mejor entrenador de todos los tiempos en la competición —con once títulos conseguidos entre Bulls y Lakers—, pero además es uno de los personajes más peculiares que ha dado la historia del deporte. El «Maestro Zen», como era conocido por su pupilos, tenía unas curiosas técnicas de motivación. Entre ellas estaba denominar temáticamente a cada campaña. Esa temporada tenía un título premonitorio: «The Last Dance».
Zumo de naranja y Seven Up
Hace unos meses tuve que preparar unas charlas de marketing digital. El público era un poco diferente al que suelo tener en estos casos: eran alumnos de instituto. Me intentaba poner en su lugar y me imaginaba lo áspero y aburrido que podía resultar que con quince años me hablasen de ROI, funnel de conversión y benchmarking. Decidí recurrir a Michael. Les conté su historia; y les encantó. Y es que Jordan fue el gran revolucionario del marketing en los años 80 y continuó siéndolo durante muchos años más. Fue el primer afroamericano en convertirse en el gran icono del patrocinio, en el deseado por las grandes marcas y el preferido de los consumidores —negros, blancos, amarillos y de todos los colores—. Lo logró primero con Nike y luego con otros productos. Cuando Michael irrumpió en la liga de las estrellas, el mercado de las zapatillas y la ropa deportiva estaba copado por Adidas y Converse. La marca de Oregón decidió que quería introducirse en la NBA, y que la mejor forma de hacerlo era con el alero de la Universidad de North Carolina. Él aceptó, pero desde el principio puso sus normas. Jordan creó una imagen que hizo que la empresa se disparase en bolsa, vendiese un montón de zapatillas «Air» en todo el mundo y convirtiese el Jumpman —el logo usado para promocionar las sneakers de baloncesto del 23— en el gran icono del deporte de las últimas décadas.
The Last Dance nos muestra cómo fue esa temporada, pero también nos enseña los orígenes del mito. Los tiempos del zumo de naranja y el Seven Up, cuando Michael era un buen chico que se asustaba al descubrir que en las habitaciones de sus compañeros de equipo había alcohol, coca y prostitutas. Jordan ejemplifica en esos primeros años en la franquicia de Illinois los sueños de todos los que algún día quisieron ser parte de «The Game». ¿Cómo no identificarse con ese rookie hambriento de títulos? ¿Quién no hubiese querido vivir lo que el vivió? Me viene a la cabeza el Kolia de Leandro Pérez; me acuerdo de las críticas a Fernando Martín cuando hizo historia viajando hasta Portland; y sonrío al rememorar la imagen de Pau Gasol debutando en los Grizzlies.
La serie arrancó el dieciocho de abril y terminará el once de mayo. Son un total de ocho capítulos que empiezan centrados en Michael Jordan y que luego han ido mostrándonos a sus compañeros en esos Bulls de leyenda: Scottie Pippen —el mejor socio de Michael, con una gran historia de superación a las espaldas, siempre ninguneado a la hora de cobrar un salario acorde a su rendimiento en la cancha—, Dennis Rodman —un mito, un jugador destinado a ser un alero ramplón y que consiguió ser «el rey del rebote» y ganar cinco anillos, dos con los Pistons y tres con los Bulls— y Steve Kerr —un auténtico talento para los tiros de tres puntos, que consiguió cinco campeonatos como jugador y lleva tres como entrenador en San Francisco—. En estos episodios hay de todo: drama y humor, un montón de momentos para la nostalgia y el recuerdo, buenos y malos. Y cuando digo malos no hablo solo de los amenazantes «Bad Boys» —los jugadores de los Detroit Pistons, que también salen por aquí—, me refiero sobre todo al inclasificable Jerry Krause. Un hombre que daría para una gran película. El ambicioso manager general de aquella época. Una persona con un complejo de inferioridad tan acusado que le llevó a pensar que él era más importante que Scottie Pippen y Phil Jackson, e incluso que el propio Michael Jordan. Su ego no cabía en el United Center, y en buena medida esa fue la causa de que ese «baile» fuese el último que han visto los aficionados de los Bulls.
Esta serie ha cumplido con creces todas las expectativas de los hinchas de la franquicia. También las de los seguidores más acérrimos del número 23. Pero además es un gran documento audiovisual que pueden consumir incluso los que no son aficionados al deporte de la canasta. Michael Jordan se presenta como un Ragnar Lothbrok cansado y abatido, que repasa éxitos y fracasos, hazañas y traiciones, con la desilusión del gran héroe que ya no puede volver a entrar en la batalla, para quien ya nada ha vuelto a ser igual desde que abandonó las canchas de juego.
Gracias por tanto, Michael.
Vídeo: trailer de The Last Dance
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Título: The Last Dance
Creador: Michael Tollin
Director: Jason Hehir
Reparto: Michael Jordan, Phil Jackson, Scottie Pippen, Dennis Rodman, Steve Kerr, Jerry Krause
Temporadas: 1
Capítulos: 8
Dónde verla: Netflix
Cuándo verla: Disponible desde el 19 de abril de 2020. Termina el 11 de mayo.
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