Domingo Villar (Vigo, 1971) pertenece a ese elenco de autores españoles de novela negra que están sobresaliendo en los últimos años: Carlos Zanón, Dolores Redondo, Antonio Mercero, Víctor del Árbol, Leandro Pérez, César Pérez Gellida, Santiago Díaz, Benito Olmo, Rosa Ribas o Lorenzo Silva, uno de mis escritores preferidos. Cuando elaboras una lista siempre es complicado decidir, porque alguno injustamente se quedará fuera, aunque todos los citados forman con Domingo Villar la más audaz nómina de cultivadores de la novela negra patria del siglo XXI.
Este escritor gallego afincado en Madrid firma El último barco, tercera y última entrega de la serie protagonizada por el inspector Leo Caldas, después de Ojos de agua (2006) y la aclamada La playa de los ahogados (2009), todas publicadas por la editorial Siruela. Ojo al dato, El último barco aparece trece años después del nacimiento de la saga y diez después de la publicación de la segunda. “Un número razonable”, afirmó en la capital gaditana cuando participó en el ciclo Presencias literarias que organiza la Universidad de Cádiz. Porque a este hombre le obsesiona el respeto al lector, y eso se nota en sus novelas, donde demuestra su interés por ofrecer un producto perfectamente acabado, a pesar de contar con 700 páginas. Algo de agradecer en estos tiempos de precipitados anhelos de ventas por parte de un mercado vorazmente hambriento.
Villar comentó en esa charla en las aulas universitarias gaditanas que eligió la novela negra porque “he disfrutado mucho del género como lector y porque con la excusa de una investigación policiaca puedo hablar de cualquier cosa y pensar en la vida”. Así lo hace en El último barco, donde vuelve a retratar certeramente ese ambiente brumoso, de gentes apacibles, de su Galicia natal. Y dibuja una vez más personajes y ambientes extraordinarios que confieren personalidad e interés a sus historias por parte de alguien que viene para contarnos el mundo desde la perspectiva imperecedera de los arquetipos y el mito.
El novelista gallego realiza otra vez un canto de devoción a Vigo, su ciudad natal (p. 61): “Leo Caldas barrió su ciudad con la mirada. Distinguió los mástiles de los veleros alineados ante la falda oscura del monte de la Guía, los depósitos del puerto de mercancías, la silueta del antiguo hospital, el ayuntamiento recortado en el monte de Castro, las naves de la lonja y los frigoríficos, y las grúas de los astilleros huérfanos de barcos en construcción (…). La ciudad parecía más hermosa y extensa desde allí”. Se nota que le agrada recorrer esa geografía de la añoranza, proyectándola sobre el plano narrativo para siluetar un amor a su tierra que tiene tanto de melancólico como de alegría. La morriña, sin duda, puede ser muy estimulante.
La trama empieza en una mañana de otoño mientras la costa gallega se recupera de los estragos de un temporal. El inspector Leo Caldas recibe la visita de un eminente cirujano alarmado por la ausencia de su hija, Mónica Andrade, que no se presentó a una comida familiar el fin de semana ni acudió el lunes a impartir su clase de cerámica en la Escuela de Artes y Oficios. La desaparecida vive en una casita de Tirán, entre Cangas y Moaña, y cruzaba la ría para trabajar. A partir de este momento, Caldas y su impetuoso ayudante maño, Rafael Estévez, bajo la vigilancia del comisario Soto, cuya esposa fue operada por el doctor Andrade, empiezan a buscar a la desaparecida.
Una novela en la que pasan muchas cosas aunque no lo parece y en la que salen muchos personajes curiosos. Una trama tranquila, marca de la casa, con capítulos muy cortos y acción contenida salvo en el trepidante final. Que todo ello se convierta en materia literaria creíble y adictiva es el mérito fundamental de un escritor cuyos temas no resultan ajenos al lector. Por todo, Villar ha alcanzado una madurez narrativa superior a la de sus obras anteriores, donde a veces el escritor sobresalía por encima del novelista. Quisiera resaltar también su lucidez, no exenta de severidad ni de agudeza, con un Leo Caldas muy en el modelo de Pepe Carvalho.
Mi única pega de la novela la pongo en un exceso de acotaciones (dijo, contestó, respondió, admitió) en los diálogos. Según mi subjetivo punto de vista, muchas sobran por obvias. Cuestión de gustos. Por lo demás, un trabajo artesanal en el que cada coma, cada frase y cada párrafo cumplen su función.
La novela se ha publicado a la vez en español y en gallego. Y como homenaje al idioma, como en las dos ocasiones anteriores, una entrada del diccionario inicia cada capítulo. Unas tomadas de la RAE, otras del diccionario ideológico de Julio Casares o el de María Moliner, y otras elaboradas por el propio autor, como aclara al final del libro.
Nadie discute que el sector editorial padece una constante crisis casi desde sus comienzos, pero las posibilidades de superarla tienen mucho que ver con novelas como El último barco, la última creación de un maestro en el arte de contar historias.
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Autor: Domingo Villar. Título: El último barco. Editorial: Siruela. Venta: Fnac
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