El Real Madrid levanta la Duodécima. Imagen de realmadrid.com
El último gol del Real Madrid lo enchufó Asensio el 3 de junio de 2017, en Cardiff, en el minuto 90 del partido contra la Juventus de Turín. Los demás goles no cuentan desde entonces. Para mí, claro. Después de ese partido, después de que Sergio Ramos levantara la Duodécima Copa de Europa, nada me importa. Ni la pretemporada, ni los primeros partidos europeos, ni la liga actual con el clásico contra el Barça o el derbi contra el Atlético, ni el mundialito.
El 31 de diciembre el club proclamó que 2017 fue el mejor año de su magnífica historia porque «la Liga, la Champions, la Supercopa de Europa, la Supercopa de España y el Mundial de Clubes se incorporaron a las vitrinas del Santiago Bernabéu». Ya, seguro que no les faltaba razón. Pero desde junio no estoy harto pero sí saciado de fútbol: no me cabe más. Ni siquiera ahora, estas semanas en las que el Madrid se ha despeñado, y que a los futboleros suelen darnos más juego (las derrotas interesan tanto o más que las victorias, sólo aburren los empates a nada). Y no sé cuándo recobraré el apetito futbolero. Quizá en el Mundial, quién sabe. O tal vez en el cruce contra el París Saint-Germain de Emery y Neymar.
Estas líneas también vienen a cuento de una novela. Desde hace demasiado tiempo, cuando me preguntan qué estoy leyendo suelto que Últimas tardes con Teresa, subo a los altares a Juan Marsé y cambio de tercio. Prefiero no mencionar otros títulos, a menudo una novedad que me dura cuarenta o cincuenta páginas, una única sentada, y que no retomo.
El problema, claro, es mío. Ni de los partidos ni de los libros. De repente, un buen día te apetece más releer que leer. Y añoras los goles que marcaban el Buitre o Raúl o los que metías en el colegio (muy pocos, que conste, en EGB jugaba de defensa a lo Alexanko). Y buceas en la memoria y en la biblioteca en busca de los libros que te marcaron, como los de Marsé, aunque algunos de ellos, quizá los que devoraste con más ansia —los Coyotes, por ejemplo, del gran José Mallorquí— ya no sean para ti.
En la primera de las Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro exclama: «¡Cuántos libros, Dios, y que poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible…»
Pretendo recuperar el apetito libresco y merengue. Para solucionar el problema de una tacada, hace unos días le quité el polvo a Fiebre en las gradas, pero Nick Hornby es hincha del Arsenal, no del Real Madrid, así que este siglo su entretenida autobiografía futbolera me dejó en fuera de juego.
Con cierta aprensión, ayer fui a una librería. Ribeyro no sólo encontraba cadáveres en su biblioteca. En esa prosa inicial, escribe: «Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido». Sin embargo, salí de allí contento, con Relatos, de Patricia Highsmith, un compendium recién publicado por Anagrama que me acompañará, espero, mucho tiempo. Se abre con un prólogo de Graham Greene que comienza así: «Patricia Highsmith es una novelista policíaca cuyos libros pueden releerse muchas veces». ¡Gol! (Porque busco releer, más que leer.)
El fútbol, en cambio, no admite relecturas (hablo sólo de mí, que conste, esto va de gustos y placeres). En el fragor de un partido, o justo cuando ha terminado, las repeticiones de las mejores jugadas o de las más polémicas siempre interesan, pero un partido en diferido, cuando ya conoces el resultado, es un bodrio. Si un día zapeando —verbo en peligro de extinción, porque ahora casi siempre vemos la tele a tiro hecho— encontrara la final de Cardiff, cambiaría de canal muy pronto. El último gol de Asensio ya no me interesa.
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