Cuando mi amigo Genzo se fue a vivir a Israel, a mediados de los años 90, llevó consigo grandes provisiones de yerba mate, y un único cacharro y bombilla. Los médicos le habían prohibido, como a todos, el tabaco; pero también la sal, las harinas, los palmitos y el alcohol.
—Nunca lo entendí —replicó Genzo—. Creo que debe haber sido algún tipo de broma. Quizás apostó con otro colega que era capaz de hacerme dejar los palmitos.
En Israel vivió en una zona desértica, en la frontera con Siria. Trabajaba en una granja colectiva, pero donde cada familia labraba su propia parcela de tierra. Comercializaban el producto en conjunto, pero cada cuál ganaba según su producción y el valor específico de su mercancía; excepto por algunos gastos comunales, el dinero lo administraba cada cual a su mejor entender. Genzo vivía solo. Su primo Roni lo había convocado, inicialmente, a habitar allí; pero cuando llegó, Roni ya no estaba. Según quienes lo recibieron, Roni se había ido a vivir a Eilat, el otro extremo del país. No había dejado número de teléfono ni referencias. Genzo aceptó su soledad: la traía desde Buenos Aires.
Durante un tiempo, conoció a una muchacha yemenita, con quien compartía la cama y el mate; pero pronto ella le impuso el casamiento o la partida, y Genzo la dejó ir. Desde aquel día, aciago, sólo le quedó el mate. En las cercanías del moshav donde vivía, al menos en esa época, nadie vendía yerba. La compraba en sus visitas semanales a Tel Aviv; muy ocasionalmente en Jerusalem. Por una de esas casualidades milagrosas, la única marca de yerba que vendían era la que a él le gustaba. Por televisión, seguía las vicisitudes de su anciano padre en Argentina. La convertibilidad había resultado inicialmente estimulante, pero luego había sido letal para el negocio textil. Menem aparecía en un reporte internacional de ATC, tomando mate con sus paisanos en Damasco. Un día cualquiera, el padre de la muchacha yemenita fue a ver a Genzo. Le dijo que su hija lloraba por él todas las noches, pero que no regresaría si no era para casarse. La chica no sabía nada de la visita del padre. El hombre le ofreció recibirlo como a un hijo, compartir con él la granja, hasta que pudieran comprar la casa propia, y ayudarlos también con eso. Genzo le agradeció efusivamente, pero no le dio una respuesta. Para sus adentros, sabía que rechazaría la oferta. No era hombre de convivencia, mucho menos de bodas. El padre de la muchacha yemenita se fue con cara de enojado. Caía la luz del viernes y comenzaba el shabat: en el moshav no se movía un alma. La mayoría de las familias se reunían en la cena especial pero, las que no, respetaban el clima general de recogimiento festivo. Genzo se preparó para su único rito del shabat: un mate. No estaba contraindicado, ni por los doctores ni por la Torá. Pero se había quedado sin yerba. Luego de la visita de su frustrado suegro, necesitaba de un mate como de una anestesia antes de una operación. No creía poder sobrevivir a aquella noche de viernes sin un mate. La ansiedad comenzó a carcomerlo. Hubiera viajado a Tel Aviv sin dudar, dos horas, con tal de comprar un paquete nuevecito de yerba La Ortiga; pero no había ningún tipo de transporte. El camionero herético del moshav, que viajaba en shabat, se había marchado por la mañana. “Si no tomo un mate, me muero”, determinó Genzo. Una imagen extemporánea vino a su mente: Menem tomando mate con sus paisanos en Damasco. A la frontera con Siria podía llegar caminando: si lograba alcanzar el paso fronterizo y entrar furtivamente por debajo de los alambres de púa, y pasar desapercibido a los guardias de uno y otro lado, quizás pudiera comprar un paquete de yerba mate, tal vez no La Ortiga, pero sí de otra marca, en territorio sirio. Cavilando al respecto de la probable aventura, se dijo que le alcanzaría con llegar a la primera ciudad siria y tomarse un mate. Tal vez lo descubrieran in situ, o al tratar de regresar, pero si pudiera elevar una plegaria (no podía porque no creía en las plegarias), pediría que le permitieran tomar un mate antes de que todo terminara. El último mate. Bioy había citado el Diccionario del diablo de Ambroise Bierce en su De jardines ajenos: “Rezar. Pedir que las leyes del Universo sean anuladas en atención a un simple ruego que se reconoce como desprovisto de importancia”.
Se puso su jogging negro, ajustado en ambos extremos y, silbando una tonada hebrea, caminó rumbo a la frontera, como el personaje de Nino Bravo. Llevaba la bombilla pegada al tobillo, dentro de la media; y el cacharro en una faltriquera, bajo el jogging superior. Llegó a la nieve, entrevió los alambres de púa, busco un paso donde menudearan los guardias. Lo encontró. Se sorprendió de lo fácil que resultaba cruzar de un lado a otro. ¡Estaba en Siria! No sabía en qué ciudad, pero allí estaban los letreros en árabe, las gentes, los narguiles, los puestos de kebab. Y un minimercado: sí, un paquete de yerba La Ortiga. Un pequeño milagro. Se alejó del local como si hubiera hecho algo sospechoso, y estaba por silbar para disimular, cuando descubrió que si repetía la melodía hebrea, acabaría como el personaje de Nino Bravo.
¿Dónde pediría el agua caliente? Ese detalle no lo había calibrado. Pero divisó un bar abierto, habitado sólo por hombres. Bebían un extraño líquido brumoso color leche. Había comprado la yerba con dólares; se los habían aceptado sin preguntas. Desenfundó con cautela la bombilla y el cacharro. Mostró los implementos al dueño del bar, y un billete de cinco dólares: el hombre le trajo de inmediato la jarra con agua caliente. Y un tarrito de azúcar. El dólar era un eficaz esperanto.
Sin más prolegómenos, se armó el mate y sorbió. El impacto del mate recién hecho, espumoso y caliente, le redimió el alma. El riesgo había valido la pena. Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada especulaba que se escuchan más llantos por las plegarias atendidas que por las desatendidas. Pero Genzo no había elevado ninguna plegaria, y aquel sorbido se lo había ganado a pulso, sin más concurso que el de su voluntad y temeridad. Tocaba el regreso.
Desde antes de la incursión, sospechó que el regreso a Israel sería aún más difícil. Pero había decidido, de encontrarse con un soldado israelí fronterizo, alzar los brazos y decir que se había perdido. Con un poco de suerte, quizás le aplicaran una pena leve. Pero no se resignaba a abandonar el restante paquete de yerba. El modo más cómodo de transportar la yerba era regarla en la faltriquera, sin el paquete, achatada contra el abdomen. Si lo capturaban con la yerba suelta, en un embute, intentando cruzar ilegal y subrepticiamente la frontera, indudablemente lo confundirían con un narcotraficante. No había otra opción. Del lado sirio podrían llegar a matarlo sin preguntarle quién era; y del lado israelí, arrojarlo a una prisión y enfrentar un juicio por años. Pero… ¿cómo dejar un paquete casi sin usar de yerba La Ortiga? ¿Qué haría el resto del sábado, si no?.
No menos milagrosamente que el paquete de yerba, encontró el punto exacto por el que había entrado clandestino a Siria, y ahora podía regresar a Israel. Pero, como también decía Bioy: los milagros no se recuperan. Un rayo puede caer dos veces en un mismo lugar, antes que un milagro repetirse, pensó Genzo. Del lado israelí de la frontera, apenas pasando el punto de cruce, un soldado hebreo le dio la voz de alto. A Genzo le llamó la atención el acento. Alzó ambos brazos. Por un instante, absorto, lo apenó la certeza de que le arrebatarían la yerba. Luego recuperó la conciencia: las consecuencias podían ser mucho más graves. El soldado le clavó la luz de la linterna en el rostro. Se tomó un buen rato antes de dar la siguiente orden. Pero en vez de gritar, el soldado le dijo estupefacto:
—¿Genzo?
Era su primo Roni.
En el puesto cercano encontraron una jarrita de cobre, la del café turco, hábil también para preparar el mate. Mirando las estrellas, el cielo cobre como la jarra, y rosado, recibiendo el largo sábado, Genzo anunció a Roni que probablemente se casara con una muchacha yemenita.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
Me encantó Marcelo!!!