A menudo conviene desconfiar de las apariencias, porque están hechas para engañar y preservar lo que de verdad importa. Por eso, cuando abrimos la discreta puerta del número 4939 del sotoportego de le Acque, junto al ponte dei Baretteri, entre Rialto y San Marcos, nada nos adelanta que vamos a entrar en el último ridotto de Venecia.
El último de estos lugares, el Casino Venier (llamado así en honor a su fundador), acoge desde 1987 la sede de la Alianza Francesa en Venecia, una institución, equivalente a nuestro Instituto Cervantes, que se encarga de difundir la lengua y la cultura francesas por el mundo. Al final, la vida ha acabado poniendo las cosas en su sitio y dejando a un organismo francés al cuidado de un lugar que históricamente sirvió para difundir las ideas procedentes del país galo. Para ver este curioso ridotto hay que contactar con la Alliance Française y organizar una visita con la amable Florence Gandolfi, evitando coincidir con los cursos y exámenes de rigor.
Una vez abierta la puerta exterior, entramos en un pequeño zaguán de descuidadas paredes de ladrillo. Una segunda puerta protege la escalera que da acceso al piso superior. Como parte de un estudiado juego de engaños, nada anticipa lo que encontramos arriba. La decoración corresponde a la de un lujoso salón: suelos de mármol con una compleja geometría (a diferencia del habitual terrazzo veneciano), paredes con espejos que debían multiplicar las luces de los candelabros, techos con frescos y relieves de estuco de diferentes colores. Todo es auténtico y data de la construcción del casino, entre 1750 y 1760, pues el discreto uso del lugar ha ayudado a su conservación. La distribución del espacio nos recuerda la composición de los palacios venecianos, con un salón central en torno al que se organizan el resto de salas. En el muro del fondo del salón central, unas altas celosías de madera llaman la atención. Se trata de los “altavoces” de la época, pues al otro lado de la pared, en una minúscula habitación transformada en biblioteca, se situaban los músicos que animaban las reuniones. Aquel artilugio permitía a los invitados disfrutar de la música mientras se respetaba su anonimato.
La decoración cambia en los otros tres salones (seguramente dedicados al juego y a la conversación) que completan el ridotto: la geometría de los suelos, la forma de las chimeneas, la decoración de muros y techos… Uno de ellos da acceso a un liago, o pequeño balcón cubierto, que permite ver la calle sin ser visto. En el que antaño fuera el comedor, un armario oculta el antiguo pasaplatos, otro ingenioso mecanismo que evitaba todo contacto visual con el servicio y preservaba la intimidad de los parroquianos. Pero entre todos estos “protectores” de las clandestinas actividades que acogía el casino, destaca uno. En el suelo del salón central, un pequeño cuadrado, difícilmente distinguible en medio del geométrico dibujo del pavimento, se puede desplazar. No es una baldosa de mármol más, sino una mirilla secreta: una pieza de madera que, una vez en nuestras manos, nos permite identificar discretamente quién, bajo el sotoportego, ha llamado a la puerta de entrada. Y en el caso de una visita indeseada, los socios del club podían salir por una escalera secreta, que ofrecía una salida directa a otra calle y que, por desgracia, ya no se conserva. Solo queda el armario empotrado que la disimulaba, en la esquina de un salón, y que nos recuerda que las apariencias suelen engañar.
Al final nos perdemos en este juego en el que nada es lo que parece, propio del carnaval veneciano. Quién sabe si, por las noches, cuando nadie mira, vuelven los habituales parroquianos a organizar sus reuniones clandestinas. Si las salas que durante el día reciben a inocentes estudiantes de francés, acogen juegos ilegales, conversaciones irreverentes y todo tipo de actos prohibidos. Si las paredes siguen callando, como lo hicieron durante más de doscientos años. Conscientes de que su silencio cómplice es el mejor aliado de la libertad más descarnada.
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