Todas las ciudades tienen sus fantasmas, e incluso hay algunas que parecen concebidas para conservarlos a través del tiempo. Venecia, Praga, Troya, Lisboa, Edimburgo, Roma, Verona. Historias de amores desgraciados o personajes singulares, reales o literarios, han convertido un puñado de ciudades del mundo en lugares legendarios donde los viajeros acuden, desde hace siglos, para interrogar a los muertos.
Me cuentan que Madrid, lejos de lo que muchos podrían esperar, también tiene los suyos. Por entre la prisa urbana de la Castellana, la aglomeración de turistas de la Gran Vía, las noches canallas de Malasaña o la tranquilidad residencial del Barrio de Salamanca, existe un itinerario singular trazado por unos amantes que aún perdura a pesar de que hace tiempo dejaron de pisar sus calles.
Estos amantes venían de otros mundos, pero Madrid les había acogido sin recelos, acostumbrada como estaba a ser durante siglos una especie de arca de Noé cargada de animales de todos los pelajes resistiendo bajo el diluvio.
Anclada en la certeza juvenil de que el presente era su único patrimonio, ella tejía a medida que pasaban los meses la coartada perfecta, enfocando las horas con él de manera apasionada y leal. A sus ojos, aquel chico era una especie de dios o de héroe que se parecía sorprendentemente a todos aquellos que habían ido llenando su cabeza, su sexo, su imaginación y su biblioteca. Un imaginario de personajes valientes volcados en uno solo, que, fiel a sus antecesores legendarios, aparecía y desaparecía de su vida a placer, sin mutuo acuerdo ni consenso ni diálogo ni derecho a nada, ni explicaciones, ni futuro. En el guion de su vida en común había palabras que no se podían pronunciar. Ella se acostumbró pronto a aquellos silencios, a la renuncia, a la espera, a la comprensión incluso de lo incomprensible, a la única libertad que tenía: elegir entre aceptar o perderlo para siempre. La certeza de la felicidad borraba cualquier duda, pero no el lamento. Ni la tristeza.
Sin embargo, aquellos seis meses en Madrid transcurrieron como un sueño perfecto y absoluto sin huecos entre ambos; sin excesivos espacios en negro, sin apenas dudas. Fueron tal vez los días más felices de su vida. En esa ciudad caótica, dura, inmensa, abigarrada e impersonal. Quién se lo iba a decir a ella. El Paraíso, como afirmaba, rozando la herejía, aquel santo católico, aristotélico y medieval, está únicamente donde habita la felicidad.
De todos los madriles posibles, a ellos solo les gustaba uno: ese que discurría en la pequeña almendra central organizada por callejuelas singulares que, desde el plano que levantara Texeira, apenas había cambiado. En ese territorio, los amantes trazaron un itinerario particular que hoy apenas nadie recuerda. O casi nadie.
Las mañanas madrileñas comenzaban la tarde antes con una breve instrucción telefónica: “A las 10 en la plaza Mayor”. Clic. Aquellas palabras para ella eran comparables al comienzo de cualquiera de las frases legendarias de su memoria: “Llamadme Ismael”; “Nació con el don de la risa”; “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”; “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”; “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió”. Y etc.
Se preparaba entonces para salir de la biblioteca, como un ratoncito asustado, y caminar de su mano por la aventura.
En las mañanas de invierno, un triángulo isósceles de sol tibio iluminaba aquel bar de la plaza Mayor. Sentados sobre su arista, se acariciaban con la mirada, sin tocarse, como si llevasen siglos separados. El reloj deshacía el hielo de sus Coca-colas, destrozando poco a poco la geometría de luz. “Nunca demasiado tiempo y nunca en el mismo lugar”, solía decirle. Era uno de los principios de la supervivencia: había que moverse de allí.
Cruzaban la plaza despacio hacia el arco de Cuchilleros, de paredes desconchadas y húmedas, con los escalones deshechos, donde por momentos sus huellas se mezclaban con las de los bandoleros embozados que custodiaban, allá por los años cuarenta, las tabernas castizas de la zona.
El empinado trayecto los llevaba en continuo descenso a la calle de Toledo, una de sus favoritas. “Me gusta —solía decirle él— porque ésta era antiguamente la Gran Vía popular, llena de comercios y de vida. En el primer tramo se abrían los cafés de postín, como el elegante Café Nacional o el Café de San Isidro, con la “vicaría”, un famoso reservado para los amantes discretos. Ahí te habría llevado yo de haberte conocido en el siglo XIX, mi amor. O a lo mejor te llevé”.
Reían divertidos, pasando por delante de algunos de los comercios tradicionales que resistían, como la zapatería Lobo o la cordelería y alpargatería Hernanz, desviándose un poco hacia la transversal de la calle de Latoneros. La parada frente al escaparate de aquella pequeña tienda de curiosidades era casi obligatoria. Compensaban el hueco que hacía no mucho les había dejado el cartel, “liquidación por cierre”, de la mítica librería de cómic El Aventurero, que, herida de muerte durante años, resistió cuanto pudo hasta que no pudo más. En las gélidas mañanas del interminable invierno madrileño, solían refugiarse allí a curiosear entre las mesas y las cajas rebosantes de historietas, mientras aprovechaban para besarse cuando el librero no miraba.
Al otro lado del escaparate de la tienda de objetos curiosos, entre un montón de cachivaches inservibles, descansaba un precioso Titanic medio hundido, encerrado en una pequeña semiesfera de metacrilato de esas que al agitarlas desencadenaban un diminuto tornado de nieve artificial. “Te lo regalo para que nunca olvides que nacemos marcados por la punta de un iceberg”. Lo decía sin el menor tono trágico, ni de ningún otro tipo, devorando un trozo de pescado rebozado en El Revuelta, aquel mítico bar de Puerta Cerrada. Adoraban ese bar de barra de zinc, bancos de madera y camareros eficientes, cuyo estoico dueño aun cubría el suelo con serrín para absorber la humedad de los días de aguacero, pasándose la normativa local por el arco del triunfo.
A veces continuaban su paseo hasta la plaza de la Cebada, parándose, melancólicos, a comprar golosinas en Caramelos Paco. “¡Lo que yo habría dado por una tienda así en mi infancia!”. Otras bajaban por la calle Segovia hasta El Nuncio, aquel Gijón de extramuros, un decadente café con macetones de enormes palmeras, espejos envejecidos, lámparas de latón dorado y unos sillones de terciopelo empotrados bajo el hueco de los ventanales que acogían a los recién llegados como a viajeros anacrónicos del Orient Express. Allí, una tarde, él descubrió en la castaña cabellera de la joven su primera cana. Ante el asombro de la chica, le dijo, enternecido: “¿No te das cuenta? He sido yo el afortunado cazador. Eso significa que ya no podrás separarte de mí jamás”.
Otras veces, chupando uno de aquellos caramelos de Paco, se adentraban en el barrio de La Latina hasta la plaza de Cascorro, mirando el reloj de reojo, porque si este marcaba las doce pasadas no había excusa para no inaugurar el aperitivo con un vermut de grifo, apoyados en la barra del mítico bar Los Caracoles, esperando que Manolo, el viejo dueño, levantara la vista de la gigantesca olla hirviente y les sirviera en un plato aquel manjar.
Los días de lluvia se refugiaban, felices, en las librerías de viejo del Rastro. Los de sol preferían pasear por la calle Mayor rumbo al dédalo de callejuelas en torno a la castiza calle de la Victoria. “Hoy tengo que hacer varios recados, ¿me acompañas?”. Ella obedecía eficiente e ilusionada como un joven grumete obedece a su almirante en una importante misión, pues él tenía la singular capacidad de transformar aquellas calles en una aventura fascinante. Pequeñas tabernas taurinas; tipos salidos de los años 50 vendiendo entradas de sombra para asistir a la Ventas; viejos cafés de poetas trasnochados; comercios de abastos donde comprar peladillas y mantecadas; aquella magnífica cuchillería en la que él le consiguió su primera Victorinox (“un buen soldado, pequeña, siempre debe llevar una en el bolsillo”); diminutas tascas envueltas en un intenso olor a papas bravas y oreja frita; elegantes tiendas de accesorios sacados de un pasado maravilloso que ya no volvería jamás, como las centenarias capas Seseña, en la cercana calle de la Cruz, los abanicos y bastones de Casa Diego, en la Puerta del Sol, o la elegantísima Guantes Luque, en Espoz y Mina, en la que siempre se paraban a mirar el escaparate que protegía la delicada mercancía con un enorme celofán amarillo. Aquella solución casera aumentaba, si cabe, la sensación de melancólica decadencia, a modo de filtro sepia de la memoria.
“Te voy a regalar unos guantes largos de piel. Rojos. Han de ser rojos, para que me abraces con ellos en la habitación de un hotel mientras bailamos un tango”.
“Tú de smoking y yo sólo con los guantes rojos. Y unos zapatos de tacón a juego.
Entraron cogidos de la mano. Él ofrecía la de la chica al dueño, que sonreía solícito al otro lado del mostrador. “Ponga el codo en el cojín, señorita. Estos guantes son delicados, y como todo lo que es valioso, para que perdure hay que tratarlo con mimo”. Ahuecaba los dedos del guante con ayuda de un utensilio alargado de marfil mientras les contaba, charlatán, los secretos de trastienda: “El negocio de mis abuelas milagrosamente sobrevive desde los años 20, aunque su década de esplendor fueron los 40. ¡Qué ciudad debió de ser aquel Madrid! Fíjense en el logo de nuestra marca: dos perros peleando por un guante. Lo diseñó Enrique Herreros, el audaz ilustrador de la mítica revista La Codorniz. Era íntimo de mi abuelo. Intelectuales y artistas del brazo de esculturales cabareteras enguantadas en las madrugadas de aquellas noches y estas calles. La verdad es que me siento orgulloso de mi gremio. ¿Saben? De aquí salen todavía los guantes que se utilizan en muchas películas y obras de teatro; hasta Hollywood han llegado. Pero me temo que estamos sentenciados. El oficio de guantero está a punto de desaparecer”.
Los tres miraban en silencio el guante rojo sangre enfundado en la mano de la chica. Había algo de final desesperado en aquella imagen, como un injerto anacrónico de un verso de Apollinaire.
El plato de guisantes con jamón y huevos rotos era una de las exquisitas opciones que ofrecía el restaurante Viña P, de la plaza de Santa Ana a la hora del almuerzo. Les gustaba aquel lugar por la comida, claro, pero sobre todo por la clientela: caballeros de pelo engominado, chaqueta cruzada sobre camisa azul abierta hasta el segundo botón y sello de oro en el dedo meñique, gabardina en invierno, panamá en verano, el periódico en una mano y el bastón en la otra, sentados en sus mesas ya asignadas de años de almuerzos en solitario. Sobre el mantel tan inmaculadamente blanco como las chaquetas de los camareros, la cestilla del pan y una abultada carta encuadernada en piel, todo tan fiel al estereotipo que a veces ellos, observando desde un rincón y un poco emborronados por el vino tinto, bromeaban con la idea de que realmente se tratase de actores clandestinos contratados por el ayuntamiento para mantener vivo el espíritu castizo de Madrid.
Renunciar a los postres caseros del Viña P era una traición, pero los amantes ya pensaban en otra cosa. Se miraban y sabían que les estorbaba la gente, las calles, la ropa y, como en un corrido de José Alfredo, buscaban la intimidad que desde hacía unas semanas les ofrecía aquella pequeña buhardilla que habían alquilado junto al hermoso jardincillo del príncipe de Anglona, plagado de rosas en verano y gatos huérfanos en invierno. En aquellos 30 metros cuadrados se refugiaban cada vez que podían escaparse de sus otros mundos. Se devoraban las ganas y el cuerpo durante horas entre los fantasmas y poetas suicidas vecinos del cercano Viaducto que acudían a rondar el ventanuco, porque aquellos cuerpos enredados y desnudos destilaban una luz singular cargada de belleza y de calor. Aquellos amantes se parecían a lo mejor de la felicidad que ellos apenas tuvieron y casi no recordaban. Aquella carne era la única, verdadera vida.
La buhardilla nunca fue su casa, y él, que tanta facilidad tenía para defender algunos forzados plurales en su otra vida, solo lo utilizo con ella una única vez. De su mochila iba sacando objetos: “Una Biblia, un Corán y un Quijote nunca deben faltar en la biblioteca, pequeña. Un bote de alcohol y algodón en el baño, un ajedrez imantado portátil y una Aitor afilada en el cajón. Ya tenemos todo lo necesario para que este lugar sea nuestro hogar, amor mío.
Pero nuestro hogar, como aquellos suaves guantes de piel, estaba sentenciado a muerte.
Los días más afortunados se prolongaban hasta la noche. Caminaban despacio, satisfechos, saciados, enamorados, hasta uno de sus lugares predilectos de aquel Madrid; el restaurante El Schotis. Aquel sitio era muy especial para ellos porque allí se habían conocido, convirtiéndolo durante semanas en su lugar de encuentro privado: una especie de trinchera donde siempre encontraban refugio del frío, la soledad, la añoranza, el cansancio, el hambre o la tristeza de tener que decirse interminablemente adiós.
Inaugurado en aquellos cinematográficos años 60, El Schotis se erigió como uno de los estandartes del Madrid de los Austrias. Fue el primero de la Cava Baja donde se utilizó mantel, y sus carnes de primera calidad, sus famosos cocidos y los fabulosos pescados frescos, así como la profesionalidad de sus camareros, consolidaron una clientela de prestigio. Desde el presidente Kennedy a Bill Clinton, pasando por célebres actores como Charles Chaplin, muchos habían pasado por allí y habían querido repetir. No en vano el responsable del restaurante durante catorce años había sido nada menos que Lucio Blázquez, el famoso mesonero del mítico Casa Lucio, que fundó al dejar El Schotis.
La decadencia se notaba. La barra solía poblarse de parroquianos a medio día, pero el comedor casi siempre estaba vacío. A los amantes les agradaba aquella soledad, pero sabían que El Schotis estaba herido de muerte. Por eso no había ni una sola vez que no disfrutaran intensamente de la comida y de la compañía de los amables camareros o admiraran la belleza de las pinturas de Eduardo Vicente, tan castizas, con escenas del baile de la Bombilla y las corralas pintadas al fresco sobre los muros del comedor. Incluso una vez él insistió tanto que ella renunció a su timidez, aceptando hacerse una foto con aquellas pinturas de fondo.
Las farolas iluminaban la acera y el cartel de Se Vende brillaba como si tuviese luz propia. Parados delante de la cortina metálica, no sabían qué decir. No cenaron aquella noche. Ni ninguna otra noche. El verano marcaba una nueva distancia. Un viaje, un barco, el mar, la disculpa de tener un compromiso que “ya estaba ahí antes de que tú aparecieras, pequeña”, y luego el silencio.
La dueña de la buhardilla sintió perder a aquellos inquilinos que pagaban puntualmente y apenas aparecían por allí. Eran limpios y discretos y nunca habían usado la cocina, que brillaba como recién comprada. Intentó localizar, sin éxito, a la chica para decirle que había olvidado algunas cosas, aunque realmente eran de poco valor y no insistió más. Todo cabía en una bolsa de basura mediana. ¿Quién iba a querer tres libros subrayados, un ajedrez de plástico, un bote de alcohol y una navaja?
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