El capricho de una reina
Esa mujer era la verdadera reina. El empeño guerrero de su esposo era incuestionable, y ella sabía que le debía obediencia, pero doña Sancha Alfónsez de León era más que una consorte: hija a su vez del gran monarca Alfonso V, ostentaba el título de dómina del Infantado y por si eso fuera poco, para gloria de Hispania y garantía de la estirpe de su esposo, Fernando I, conde de Castilla, autoproclamado imperator, había parido tres varones y dos hembras, y ahí seguía, viva y poderosa, librando la difícil guerra de no morir de infecciones y fiebres. Una señora de armas tomar. En realidad nunca lo amó, y en el lecho y fuera de él siempre recordaba a aquel otro hombre, su pretendiente por Ley Divina, asignado para desposarla casi al tiempo de nacer y por el que sintió desde siempre una pasión singular, casi indecorosa. La noche en la que lo asesinaron en un callejón oscuro y a traición, ella sintió que le desgarraban la vida: el hermoso García Sánchez yacía muerto sobre las piedras ensangrentadas un inolvidable 13 de mayo. Nadie sino Dios podía consolarla, y por eso, convertida en abadesa seglar de San Pelayo, un día tuvo una revelación: abajo, en el sur, al final de la Senda de Plata, en el viejo Camino Real, unos huesos santos esperaban ser rescatados de la tierra del infiel para descansar aquí, en León, la capital de la Hispania cristiana. Era la única manera, le aseguró su confesor, de alcanzar la paz con Dios y con los muertos. Estaba decidido, y así se lo hizo saber a su esposo. Éste, al oír el relato, torció el gesto y se retiró a pensar. Acababa de llegar de una larga campaña que le había llevado hasta Emérita, a las puertas de Al-Ándalus, amedrentando al rey de la taifa de Badajoz, como antes lo hiciera con los reyes moros de Zaragoza y Toledo. Los tres le habían jurado vasallaje y pago de parias. Y eso había hecho que, para su sorpresa, el poderoso rey de Sevilla, Abbad al Mutamid Benabeth, se acercara con la cabeza gacha hasta Emérita cargado de promesas para el victorioso y solicitando paz a cambio de regalos futuros. El rey sonrió, complacido. Pues mira por dónde, ya había llegado ese futuro: Sevilla era el lugar. Vive Dios que sí.
Terciaba el verano, y aquel día hacía calor en León. El rey mandó llamar al obispo Ordoño y le comunicó su decisión y la de su esposa, la reina: “Emprenderéis un viaje por la Ruta de la Plata hasta Sevilla con un encargo divino. ¿Qué huesos santos me recomendáis?”. Ordoño dio un salto de alegría.
—Señor, ya se cuentan por centenares las reliquias que poseemos en el reino, algunas tan valiosas como la mandíbula de Juan el Bautista, primo de Cristo, o las del pequeño Pelayo, sobrino del obispo Hermogio de Tuy, todo un icono del martirio…
—¿Adónde queréis llegar, Ordoño?
—Pues a ser más que Santiago de Compostela, mi señor, y de paso certificar con hechos la vocación de recuperar el imperio de los godos y la unidad hispánica bajo vuestra corona.
—¿Bastarán los huesos de la virgen mozárabe más famosa, la mártir santa Justa?
—Sí y no. Tengo una propuesta más adecuada: traeremos hasta León los restos del doctor de las Españas, san Isidoro de Sevilla. Y que Dios nos perdone tanta ambición, pero es por el bien de su Cristiandad.
Sonrió el rey.
—¿Qué necesitáis para la embajada?
—Setecientos hombres fuertes, sufridos y audaces y un hombre santo.
—Así será.
La comitiva partió rumbo al sur un poco antes del alba. El camino, casi paralelo al río Bernesga, garantizaba el frescor en las horas más duras del día. Algunos hombres a caballo, otros cuidando de las mulas cargadas de provisiones, un altar portátil y algunos objetos de valor: nunca se sabe a quién habría que tratar con condescendencia, pues el camino iba a ser largo y las fronteras móviles y peligrosas. A la cabeza, el conde Munio y Ordoño, obispo de Astorga, meditando sobre reliquias, vírgenes y posibilidades de éxito. Unos pasos más atrás, Alvito, obispo de León, el hombre santo. El resto de los soldados marchaba en la retaguardia, entre quienes, si atendemos a rumores, tal vez estuviese el joven alférez Rodrigo Díaz de Vivar, íntimo del príncipe Sancho y acaso objeto de un templado enamoramiento juvenil de la princesa Urraca.
El primer tramo del viaje es tierra conocida, cristiana y segura: Castrotorafe, Zamora, Valorio, Salamanca. Ahí el camino se empina hasta el puerto de Béjar, donde el cierzo les recuerda que el otoño está a las puertas. Arrastrada por el viento frío, la intranquilidad se adueña de los miembros de esta embajada, pues están entrando en la peligrosa tierra de nadie. Cambia de nuevo el viento y cambia el paisaje porque cambia el río: han de cruzar el Tajo caudaloso y seguir, temerosos, hasta la recién conquistada Emérita. A unas pocas jornadas huertas, frutales, verdor y ruidosas acequias tornan de nuevo a un verano dulce. El fragor del poderoso río Betis anuncia el final del camino. A estas alturas del viaje, todo Ál-Andalus está al tanto de la llegada de la comitiva y en la capital les espera, incómodo, el rey Al-Mutamid. La embajada acampa junto al río y espera noticias, que no tardan en llegar. Unos heraldos engalanados de sedas los escoltan hasta la puerta de la Macarena, en el lienzo norte de la muralla, advirtiendo que el rey les espera al día siguiente en el alcázar. Podrán pernoctar en la ciudad, en el grandioso palacio de la Barqueta.
Preocupados, esa noche los obispos velan, rezan y charlan.
—¿Dónde vamos a comenzar la búsqueda de los huesos de la santa Justa, Ordoño?
—Dios nos lo revelará, Alvito.
La entrevista con el rey sevillano fue breve. Todos hablaban en latín, así que el mensaje quedó bien claro: “Tenéis tres días para buscar, más otros tres para preparar el regreso, con cuerpo o sin él. No os pondremos impedimentos”.
Estaba claro que nadie los iba a ayudar. Los obispos y algunos hombres de confianza recorrieron la judería preguntando a los sabios de la ciudad, pero nadie parecía saber nada. Ordoño había desaparecido, se decía que había salido de la ciudad a entrevistarse con un nigromante hebreo. El pobre Alvito, el hombre santo, andaba cabizbajo, preocupado, inquieto, y al segundo día amaneció con unas fiebres que lo tuvieron postrado en la cama los otros dos días siguientes. Se les acababa el plazo, los ánimos estaban tensos, los soldados se desesperaban, Ordoño no regresaba y Alvito parecía morir. Entonces, el obispo de Astorga se presentó en la alcoba del de León, susurrándole algo al oído. Alvito, milagrosamente recuperado de las fiebres, mandó recado de escribir y garabateó unas letras que hizo llegar al conde Munio. Éste reunió a sus hombres: “Dios dispone que no busquemos más a la santa Justa. Es san Isidoro el que vendrá con nos hasta León. Su cuerpo está enterrado al otro lado de la muralla, en una iglesia cercana a la ciudad romana de Itálica”.
La embajada se dirigió al lugar indicado, donde el santo Isidoro fue desenterrado incorrupto en mitad de un embriagador olor a flores de naranjo, menta y rosas. El obispo Ordoño sonrió y Alvito pareció revivir para al poco volver a caer en el sopor de la fiebre y por fin el descanso eterno. Rezaron todos por su alma, organizaron los dos carros funerarios, y en silencio pusieron rumbo al norte. A las afueras de la ciudad de Sevilla les esperaba el rey Al-Mutamid junto a dos heraldos montando corceles blancos. Hizo un poderoso gesto con la mano y se dirigió al obispo Ordoño, pronunciando aquellas famosas palabras: Et, si Isidorum uobis tribuo, cum quo hic ego remaneo? (“Y si os doy a Isidoro, ¿con quién me quedo yo aquí?”). Aquello resultaba indescifrable. Los soldados, precavidos, miraban alrededor, las mandíbulas apretadas, esperando una emboscada con una mano en las riendas y la otra en el pomo de sus espadas. Sin embargo, y para sorpresa de todos, el rey moro bajó del caballo y acercándose al féretro del santo, “le echó encima un tapiz de seda tejida con admirable trabajo, y arrancando grandes suspiros del fondo de su pecho dijo: «Ya te vas de aquí, oh Isidoro, varón venerando. Con todo tú mismo te has dado cuenta de cómo está tu situación y la mía. Por ello te ruego siempre te acuerdes de mí».
Al menos así lo cuentan las crónicas. Todo lo demás es confusión. Poco se sabe el camino de regreso, porque los cronistas se contradicen, los pueblos por los que pasa la comitiva se multiplican, los milagros adquieren calidad de leyenda, los testimonios se replican, simultáneos, en varios lugares distantes… Parecía lógico suponer que el camino de vuelta tendría el mismo recorrido que el utilizado para la ida, la famosa Vía de la Plata. Sin embargo, la literatura de esta traslatio Isidori levanta un remolino de arena sobre la verdad y sobre el tiempo (dos complejos, sutiles, conceptos), y así encontramos a la comitiva tan pronto en Coímbra como en Madrid, Ávila o Salamanca. La grandeza de san Isidoro y sus milagros se expande por doquier, de modo que todas las ciudades e incluso los pueblos pugnan por demostrar que por sus tierras pasó, en algún momento, la santa reliquia.
Quizás de todos, el milagro más hermoso sea el acaecido en Tierra de Campos, pues aún hoy, siglos después, se sigue celebrando su memoria: en los pueblos de Villafrechos y Pozuelo de la Orden de Santiago, quince días después de cada Jueves Santo tiene lugar el denominado “Voto de la Villa” en recuerdo del paso del cuerpo de san Isidoro, puesto que a una invocación de los vecinos de estos pueblos, la lluvia vino a bendecir sus campos, resecos desde hacía demasiado tiempo.
San Isidoro de León
Por fin, León, donde la gente llegada de los lugares más diversos del Reino, se hacinaba en las calles por las que transitaban las benditas reliquias hasta la iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo, que pronto cambiaría de nombre para adoptar, a partir del día siguiente, el del santo sevillano. El rey Fernando y sus hijos, don Sancho, don Alfonso y don García, portaban descalzos el santo cuerpo, como aquellos antiguos sacerdotes judíos el Arca de la Alianza. Él mismo venía envuelto en blancos linos y guardado en un cofre de madera recubierto de rica plata repujada.
El lugar elegido para el eterno descanso de los restos de San Isidoro no solo seguirá ampliándose a lo largo de los siglos, transformado en iglesia magnífica y colegiata que albergará a los canónigos regulares que se ocuparán de ella, sino que surgirá un famosísimo scriptorium del que saldrán documentos únicos. Alrededor de esta singular Basílica Colegiata, que es también Iglesia Palatina y lugar de descanso de reyes, es decir, Panteón Real, se desarrollarán con el paso de los siglos las artes menores hasta límites nunca alcanzados en la Hispania cristiana.
Y durante todo ese tiempo, los descendientes regios, así como las grandes familias de la corte, rivalizarán en la entrega de obsequios que compondrán un verdadero tesoro preservado, a pesar de invasiones y guerras, en la colegiata de San Isidoro de León, de la que no podemos marcharnos sin antes dedicar una genuflexión de respeto y admiración a la reliquia más importante del mundo, custodiada igualmente entre estos muros: el conocido como “Cáliz de doña Urraca”, protegido durante siglos por “las Leonas del Grial”. Pero eso es otra historia.
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