Los malos no te hacen bueno. Pero te dan fueros para ser provisoriamente inmune a las secuelas de tus propias trastadas y vilezas. El miedo cívico y social a los malos te conecta a un pulmotor de tiempo y te inocula una poción considerable de tolerancia oxigenada; te arropa cuando cometés errores gruesos y pecados vergonzosos, e incluso te sostiene cuando bailás sobre el abismo. Es la hormona política del mal menor, que circula por el sistema sanguíneo del votante un buen rato, y que parcialmente lo ciega o anestesia. Aunque, claro está, tarde o temprano esa dulce sustancia de la negación también se diluye y deja paso a la manifestación más cruda de la enfermedad latente; el mar se retira entonces y los escombros de la chantada y la mala fe quedan expuestos a cielo abierto. Es cuando ni los malos salvan a los buenos de su propia crueldad e inepcia. Ocurre en estas épocas dicotómicas y maniqueas, y le pasa a cualquier gobierno de facción, y me temo que seguirá sucediendo en el futuro, puesto que no se trata de un síndrome político, sino de un acto reflejo de la condición humana. La izquierda tirapiedras y los trogloditas del estatismo feudal y la emisión descontrolada son hoy los eficaces espantapájaros del camposanto argento: cuanto más asomen y actúen, más crédito recibirá su maltrecho enemigo. Esa comparación, ese contraste básico, es el gran chaleco antibalas con el que todavía cuenta Javier Milei. Pero el blindaje de estas últimas semanas empezó a derretirse por distintas razones y, aunque todavía no son mortíferas, las balas comenzaron a picar cerca y a perforar superficialmente la coraza.
Todo se inició con una insólita y prematura autoindulgencia estival, cuando en el Triángulo de Hierro llegaron a creer en serio que el León estaba para el Nobel, cuando dieron por terminada la faena macroeconómica y, un poco aburridos de tanto éxito y de tanta bonanza, concluyeron que la batalla contra la “cultura woke” le daría una nueva épica al oficialismo, y con ella mantendrían el interés de la opinión pública y la iniciativa. El infeliz discurso de Davos fue hijo de aquella conjetura. Y se ha probado que ese asunto no está en la agenda inmediata de la mayoría del electorado, y que a pesar de que el wokismo asfixió con su adoctrinamiento y sus extremos, una cosa es la sensatez recuperada y otra muy distinta, una campaña reaccionaria que pone los pelos de punta.
Sobre llovido mojado: el Presidente quedó envuelto en una estafa cripto de resonancia global. Y el episodio mostró otros dos defectos: su negligencia en un territorio que presuntamente dominaba, y el carácter actuado y artificial que le imponía a su discurso el rey de la espontaneidad televisiva. El punto más inquietante, sin embargo, tiene que ver con que la retaguardia económica no estaba ni de lejos garantizada: de pronto la inflación es más rebelde de lo que se suponía (sostenida en el tiempo va deteriorando la vida de todos) y el atraso cambiario huele a la “plata dulce” viajera y al “deme dos” de antaño. Cada vez que hubo fiesta después hubo velorio. A eso se suma un repentino apuro por un rescate multimillonario del Fondo Monetario Internacional y un súbito desgobierno del dólar, con el consabido y peligroso goteo incesante de las exiguas reservas —se perdieron más de mil millones en cinco días—, algo que se parece a un tanque perforado de combustible aeronáutico: habrá que ver si se emparcha de alguna manera y si el avión puede seguir volando, o si el piloto puede reabastecerse en vuelo y aterrizarlo sin dramas. Los cimientos del mejor plan de estabilización de la historia de la Humanidad y de todas las galaxias circundantes eran previsiblemente endebles, los libertarios fanfarrones practicaron un triunfalismo sin sostén (vamos ganando) y al final terminaron creyéndose su propia desmesura. Las advertencias de buena fe provenían de “econochantas” y “mandriles”, y los acólitos del iluminado ya se disponían a dar la vuelta al mundo llevando la fórmula secreta de la prosperidad. El nuevo milagro argentino. Una cosa son los aciertos reales o relativos y otra el desvarío, camaradas; la conjunción de esos dos elementos forma una patología denominada “delirios de grandeza”. La humildad es buena consejera, pero es una vacuna que nadie quiere aplicarse en el petit comité.
También analistas políticos le advirtieron al Gobierno, con lucidez y buenas intenciones, que sin generar alianzas perennes de gobernabilidad cada sesión clave en la Cámara de Diputados sería una ruleta rusa. Que dos o tres veces el proyectil no te haya tocado no significa que el juego no sea espeluznante, altamente riesgoso y acaso innecesario: pregunten si no a los inversores extranjeros. Valdría la pena elaborar una ucronía para demostrar la catástrofe financiera que podría haber ocurrido si la cámara baja no hubiese avalado el acuerdo. Todavía hay necios que se jactan de la “muñeca mágica” que poseen y reivindican los resultados obtenidos por el cachivache de La Debilidad Avanza en el Parlamento, donde si no fuera por aliados republicanos que los libertarios humillan en las redes y en los medios, el general Ancap no podría gobernar ni sus caniles. El exitoso operativo de seguridad del último miércoles sólo confirma el mal desempeño del dispositivo organizado la semana anterior, y a medida que pasan los días vamos viendo cómo se revolearon informaciones sin chequear y denuncias flojas de papeles desde el Poder Ejecutivo para defenderse de las críticas. Estamos acostumbrados: en Balcarce 50 funciona una gran productora de contenidos, una hilandería de comunicación política, que les provee día y noche a periodistas amigos datos de dudosa veracidad en tiempo real. Pero calma: toda esta antología de inconsistencias, chapucerías, contrasentidos, bulos y vanaglorias no alcanza para que los mercados les bajen el pulgar ni para que los libertarios pierdan la elección de medio término, y sus errores y horrores quedan de hecho relativizados cuando los turbios magnates de la CGT lanzan un paro inexplicable, cuando un probado incompetente como Axel Kicillof es la “opción más visible del peronismo”, cuando nos enteramos de las oscuras conspiraciones de Sergio Massa o cada vez que la arquitecta egipcia envía por X los cargantes papiros de Che Milei. Pero los malos no te hacen bueno. Nunca. Que conste en actas.
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Es verdad, los malos no te hacen bueno. A algunas los hace más malos aún. “Ese negro tiene un caballo” dice el criado negro interpretado por Samuel L Jackson en Django desencadenado. “¿Y tú, también quieres un caballo?” le dice el personaje del amo, interpretado por Di Caprio. “¿Y yo pa’ que coño quiero un caballo?”, “lo que quiero es que él no lo tenga”.
En España hay un refrán: “No hay peor cosa que un pobre harto de pan”. Miles de pobres hartos de pan eligieron a Milei, a a Trump, aquí en las Españas amenazan con elegir a Díaz Ayuso. Líderes con algo en común: encefalograma plano y malísmo, mucho malísmo (Aquí en España el malísmo era llamado antes hijoputismo, pero claro, está la corrección política y lingüística).
Miles de Samueles Eles Jacksons que no quieren que el vecino tenga un caballo, claman por los malos en el gobierno. Qué se jodan los pobres, que diría Andrea Fabra.
Es verdad, los malos nos hacen más malos…