La memoria debería ser algo tan sagrado y cuidado como un valle de cerezos. Pero la condición humana nos lleva a la melancolía, no sólo por impulsos que se gestan en nuestro interior, sino también obligados por las consecuencias de los actos de los demás. Esta condición humana llega a extremos que no deberíamos haber conocido, como cuando se trata de las decisiones de un líder que afectan obligadamente a todos los que le rodean. No cabe entrar a valorar grados de culpa ni efectos rebote, ni siquiera entrar a matizar los aspectos de la presión de los más alejados, porque alguien intentó que se viviera bajo la presión de una leyenda, y eso afecta al relato. Al final, cuando Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983) entra a hablarnos de su pasado, nos encontramos con las miserias que hemos conocido a través de tantas voces. Será esa dualidad que navega entre la desmitificación, que supone a veces enfrentarse a demasiada suciedad, y el apego al pasado, que es nuestra propia leyenda, la del valle de los cerezos, lo que dé a este libro de memorias y tono magnético. Uno quiso ser niño y se encuentra con que se vio obligado a ser otro niño cuyas características no respondían exactamente a las que se supone debe tener la infancia. Y así sucederá también con la juventud y hasta con la vida laboral, que en este caso es la de alguien dedicado a la dirección cinematográfica.
No saber si se fue feliz nos habla de una construcción de la personalidad en desarrollo. Para definirse, Lechuga ha puesto tiempo y tierra de por medio, y se entrega a una escritura en párrafos cortos, porque los recuerdos no vienen concatenándose como en una novela decimonónica. Lechuga es sincero, muy sincero, porque nos va sugiriendo que lo que uno puede de verdad conocer es lo más próximo. Y que a esa distancia, a la que llega nuestra aura, pueden encontrarse las razones que justifican toda una vida y nos indican que estamos eludiendo cualquier interpretación maniquea, pues lo que tenemos delante es un testimonio. No sabe bien si el niño que está creciendo en el hogar es el mismo que el que está creciendo en la calle. De esta etapa de relato de crecimiento saldrá, eso sí, alguien preocupado por el cine y por la justicia.
Pero el asunto que más presencia va adquiriendo a medida que se avanza en la lectura es un miedo bastante físico: «En el totalitarismo, todo el mundo tiene mucho miedo, porque como en una mafia controlada, todo el mundo se siente en deuda y todo el mundo está embarrado». Uno se ve obligado a cuestionarse hasta su propio espíritu crítico. Hay una maldición entre los espíritus creativos, que se ven empujados a cierta clandestinidad para no ponerse en peligro, lo cual lleva a un tráfico ilegal de libros y películas, y también de remedios de santería, como los que practicaba su abuela, casada con un embajador del régimen cubano. Para poder existir, muchas cosas no deben apartarse de las sombras, como la homosexualidad, que también atraviesa las páginas que ocupan estas memorias. Por aquí transita Gabriel García Márquez, el espíritu de un vecindario, una madre epiléptica y el aplomo de la censura. Aquí está muy presente la disfunción entre vida pública y vida privada, que es una congestión propia de quien vive atrapado: «Fidel había logrado lo que más quería: separar a la familia cubana», afirma, para añadir, unas páginas más adelante, la expresión que mejor define este libro testimonial: «Tu deseo no le importaba a nadie. No eras la prioridad». Luego vino el enfrentamiento con la administración, a cuenta de una película que se sostenía sobre una relación diferente, y la muerte de Fidel, que tuvo cierto efecto de cafetera en ebullición. Sobre este país y estos años, no dejamos de leer testimonios, y todos parecen conservar el valor más importante, que es el contenido de la humanidad o, lo que es lo mismo, el deseo de pasear por un valle de cerezos.
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Autor: Carlos D. Lechuga. Título: Esta es tu casa, Fidel. Editorial: De Conatus. Venta: Todos tus libros.
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