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El vecino de abajo

Foto: Daniel Mordzinski

Hace más años de los que me gustaría, recién cumplidos los veinticinco, estrenaba yo la rotunda ilusión de firmar mi primer contrato laboral serio. El Ayuntamiento de Gijón, mi ciudad natal, me ofrecía, a través de un taller de empleo, la oportunidad de trabajar y recibir formación durante un año, lo cual, en aquellos tiempos aciagos (que, aunque yo no lo sabía entonces, no mejorarían gran cosa en el futuro) era poco menos que un sueño. Junto a otras mujeres de diferentes edades y perfiles (Trabajadoras Sociales, Enfermeras de Psiquiatría, Profesoras, Psicólogas, Pedagogas…) tendríamos que desarrollar las actividades y rutinas de una especie de Centro de Día para chavales, de entre catorce y veintipocos años. Un Centro que llevaba ya varios cursos funcionando de esa manera: con la ilusión de personas rescatadas del paro que recibían doce meses de indulto para ejercer su vocación. No me extenderé mucho más sobre el tema, más allá de decir que fue una experiencia hermosa, y que parte de la culpa la tuvo Luis Sepúlveda.

"Acabamos charlando de libros, de la Semana Negra, de exilios, de historias, de jóvenes desnortados, de sistemas mezquinos e implacables. Ni siquiera consigo recordar cómo se metió Luis en nuestros planes"

Durante meses, ideamos infinidad de talleres. De apoyo escolar, de manualidades, de habilidades sociales, de cocina, de orientación laboral, de juegos deportivos… Nos pareció imprescindible incluir la animación a la lectura, y, yendo un paso más allá, un proyecto de escritura creativa que le fuera en paralelo. Aquellos chicos (con infracciones leves y pequeños delitos, salidos de hogares rotos, arrastrando fracaso escolar, hijos de inmigrantes tratando de encajar, víctimas de abusos o pacientes de Salud Mental) necesitaban, entre otras muchas cosas, la sanación de poder escapar, al menos un rato, soñando otras vidas. La posibilidad de aprender, de viajar, de ensanchar su horizonte. Esa era la idea.

Andábamos en plena programación cuando descubrimos que en aquel edificio viejo (un antiguo colegio de Primaria cedido para tales menesteres por flagrante falta de alumnos), teníamos un vecino. Un tipo misterioso que trasteaba en la planta baja, en un cuartito al que no teníamos acceso y que, según los cotilleos que nos traían los propios chiquillos, estaba lleno de libros. No tardamos en bajar a investigar. Por supuesto, con mi providencial despiste, ni siquiera me percaté de lo que mi avezada compañera descubrió al primer vistazo.

—Es Sepúlveda —me chivó, nada más verlo.

"De quien yo pretendo hablar hoy, y me perdonarán la osadía, es del Luis, del Lucho, cuando tuvo la gentileza de colaborar con unas educadoras novatas en el intento de sembrar el amor a los libros en un grupo de críos"

Nos recibió con una sonrisa, interesándose por el incesante ir y venir de adolescentes gritones que atronaban las escaleras. Le hablamos del Centro y de nuestros planes. Acabamos charlando de libros, de la Semana Negra, de exilios, de historias, de jóvenes desnortados, de sistemas mezquinos e implacables. Ni siquiera consigo recordar cómo se metió Luis en nuestros planes (o cómo le metimos, que quizá fuera eso lo que pasó). El caso es que no dudó en ofrecerse para lo que hiciera falta, y, por si fuera poco, nos reclutó también a Justo Vasco, que se embarcó en el fregado sin dudar.

Estos días tristes de encierros, de lucha y de pérdidas, Luis Sepúlveda se suma a la penosa lista de los que nos dejan. Y, como es natural, son muchos los que le escriben unas palabras de homenaje al escritor, al amigo, al compañero que fue para tantos. Enumeran sus obras, sus logros, su participación en proyectos diversos, siempre implicado en la difusión de la cultura. Hablan quienes le admiraron y, por supuesto, quienes le quisieron, quienes tuvieron el lujo de conocerle bien, de ser parte de su vida. De quien yo pretendo hablar hoy, y me perdonarán la osadía, es del Luis, del Lucho, con el que pude contar aquel año, cuando tuvo la gentileza de colaborar con unas educadoras novatas en el intento de sembrar el amor a los libros en un grupo de críos a los que nada les interesaba menos que leer. Unos críos que bastante tenían con sobrevivir, y a los que nadie les había enseñado que se sobrevive mejor con historias a las que aferrarse.

"Ese fue mi Luis Sepúlveda. El que conservaré siempre en la memoria. El que a lo mejor no llegó a imaginarse nunca el efecto que causó en una banda de guajes convencidos de que no le importaban a nadie"

El Lucho al que quiero recordar es el que llegaba puntual a los debates de los jueves, y se sentaba en un aula desangelada bajo el escrutinio de unos jóvenes llenos de miedos, de carencias, de escudos, de bordería y desconfianza hacia los adultos, y que tardaron cinco minutos en rendirse a él, preguntándonos por qué un escritor famoso se preocupaba por ellos, y encima «de gratis». Y el mejor recuerdo de aquellas tardes, hablando sobre gaviotas, y gatos, y viejos que leían novelas de amor, es el de un quinceañero atolondrado que no dudó en desguazarle cada capítulo al escritor famoso, puntualizándole con detalle qué partes de su obra le habían parecido un coñazo, qué partes «molaban» y cuáles «podían pasar». Recuerdo las miradas de horror que intercambié con mi compañera, las pataditas que le dimos al osado alumno, sin resultado alguno, y el silencio que siguió a sus demoledoras opiniones. Pero, sobre todo, recuerdo la sonrisa ancha de Lucho y su frase memorable:

—¡En la vida me habían hecho una crítica más sincera!

Ese fue mi Luis Sepúlveda. El que conservaré siempre en la memoria. El que a lo mejor no llegó a imaginarse nunca el efecto que causó en una banda de guajes convencidos de que no le importaban a nadie, que hoy son adultos con los que me cruzo en ocasiones y que siguen rememorando aquel Centro y al vecino de abajo, el escritor famoso. Entenderán que tenía que compartirlo.

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