Desde mi balcón veo gente. Hombres y mujeres que sacan a pasear su desesperación. Algunos arañan los contenedores buscando algo que puedan inhalar, aun sabiendo que la basura no coloca ni corrige lo que lleva años roto. Veo madres abandonadas en su silencio comatoso, mientras un crío se derrite de llanto e ira en su carrito. Veo, también, padres ausentes, que rebañan su nombre en el caldo tibio de una ensaladilla con infusión de salmonela. Veo gente que funde su silencio apretando una pantalla. También policías a caballo que cruzan la plaza del Ángel, abriéndose paso con ese sonido extinto de herradura que golpea la piedra de la calzada.
Desde mi balcón veo sujetos que se ablandan como panes en su silencio de hombre sin hombría y también a chicas jóvenes que se dejan azotar el culo por novios que mañana no tendrán nombre. Mujeres muy jóvenes que pensarán que el feminismo es la capital de otro continente y que el Pequod es un medicamento para la resaca. Da igual, ellas llevan el arpón en el costado, aunque les tome una vida entera descubrirlo. Desde mi balcón veo las costras de los demás, mientras leo Ana Karenina, esa enciclopedia que deposita, en un mismo surco, a campesinos y nobles, así como las formas de guadañar que comparten los hambrientos. El temblor de una sociedad a punto de reventar, en todas y cada una de sus infidelidades. ¿Serán los siglos impares los que envenenan de sí mismos? Bailan el XIX y el XXI, dándose pisotones de insatisfacción.
Me gustan los balcones como a Marilyn Monroe los puentes: porque son un bello lugar desde donde arrojarse. En mi vértigo, me estampo contra los otros. Ellos no saben que los miro y a mí no me importa mirarlos. Ahora que puedo, que dispongo de algún tiempo para fundirlo en esta práctica absurda del espía, sobrevuelo el arroz requemado de los paelladores industriales que sirven a los menos avispados por veinte euros. Fuentes de arroz endurecido y grasiento que la gente come para no dirigirse la palabra, porque masticar es la mejor manera de no hablar.
Me gusta mi balcón como me gusta leer novelas en los vagones del metro. Me transfieren una vida estropeada y al mismo tiempo funcional. Gente que consulta sus teléfonos en grupo. Gente que se fotografía sola en medio de la nada. Hombres y mujeres que beben su litrona doméstica. Ese lugar en el que arrastran maletas que viajan kilómetros para escuchar el mismo número callejero del acordeón o tragar la brea del reggaetón que se esparce como una mancha. Todos esperábamos algo mejor y sin embargo aquí estamos, asándonos en las sobras del verano.
Nada de lo que observo está mal, tampoco sé si sea del todo bueno. Trepada en mi silla, los observo. Apunto sus desesperaciones con el eco de quien siente algo propio en su vacío. Hay gente que se junta para sentirse sola en multitud y también los seglares que llevan su soledad sin aspavientos. Están los que se pegan con otros a las tres de la mañana —porque de tanta frustración los puños enloquecen— y los que se dejan zurrar en un portal, como aquella chica a la que vi, abofeteada por un hombre que la trataba como a una moqueta. El verano es democrático en su ración de infierno. Confiere asueto y celebración, si la hay. Esa pausa que conceden los días para recordarte que no fuiste capaz de elegir nada mejor.
Vivo de contar lo que otros opinan y hacen y, sin embargo, ni a uno de esos hombres o mujeres a los que observo les he preguntado nunca nada. A fin de cuentas, qué es una comilla cuando un trozo de manzana se reblandece en una sangría de bote y un bebé llora como una bomba que nadie es capaz de desactivar. Me asomo al balcón, frívola y pagada de mí misma. Escucho Tosca mientras me pregunto por qué los rusos del XIX hicieron de los caballos su mejor víctima. Nadie como ellos ha narrado con tanta furia la muerte violenta de sus bestias. El azotado corcel de Crimen y castigo, la yegua de Vronski que escribió Tolstoi en la novela que ahora leo y que perfeccionó en Historia de un caballo. ¿Qué aramos? ¿A quiénes damos muerte? ¿Qué acabará en nosotros cuando el verano se haya marchado?
Hay gente que se arroja al vacío, almas que optan por las vías del tren o el arsénico de Bovary. Los hay como estos, los rebañadores de paelladores que se enfriarán con el silencio de la noche. Son esas cosas, lector, que vemos las gárgolas. Esa gente que lee novelas trepada en los balcones. El verano democratiza. Exhibe lo que languidece. Aquello que caerá de las ramas al llegar el otoño. El verano es literario porque es crepuscular. Porque celebra la extinción, inventándose otra. El pacto más grande que alguien haya podido firmar en el reino de la ficción: creemos que las cosas irán mejor por el solo hecho de cambiar de lugar.
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