De haber sido verdad lo imaginado por Ludovico Ariosto en Orlando furioso (1516), que cuanto perdemos en la Tierra se encuentra en la Luna, se guardarían allí tantas cosas que hace ahora cincuenta años a Neil Armstrong le hubiera sido imposible dar ese pequeño paso sobre la superficie lunar que fue un gran salto para la humanidad. Pero el comandante del Apollo 11, el 21 de julio de 1969, además de ser el primer ser humano que holló nuestro satélite, fue quien al hacerlo puso fin a uno de los subgéneros tradicionales y más representativos de la ciencia ficción: el de los viajes a la Luna. Desde entonces, apenas se han escrito ficciones sobre un periplo que fue uno de los más frecuentes entre los viajes fantásticos. Qué paradoja.
El ciclo de sus fases ha seguido siendo regular; su prominencia en el cielo, la misma. La Luna, el cuerpo celeste que —junto con el Sol— más ha influido en nuestra especie, desde que en la noche de los tiempos esa humanidad que saltó con Armstrong alzó por primera vez la vista, permanece inmutable: continúa marcando las mareas, el calendario y la duración de nuestros días. Nada impedía seguir escribiendo sobre los posibles selenitas, los misterios de sus cráteres o su famosa cara oculta. Sin embargo, no se hace. Casi todos los enigmas siguen sin despejarse. Pero a la ciencia ficción —que en una definición indefectiblemente aproximada podría considerarse aquel género que narra asuntos posibles en un marco imaginario— el viaje a la Luna dejó de interesarle cuando dejó de ser una quimera y los científicos adelantaron a los poetas.
Protociencia ficción
Mucho antes de que Ariosto imaginara ese singular destino de cuanto vamos perdiendo con la experiencia, en el siglo II de nuestra era para ser exactos, un sofista que recorrió el Mediterráneo durante el reinado de Marco Aurelio, Luciano de Samóstata, inauguró la ciencia ficción con el viaje a la Luna narrado en su Historia verdadera. Autor sirio en lengua griega, sin renunciar al tono jocoso que caracteriza a quien está considerado uno de los primeros humoristas, Luciano lleva a sus viajeros a la Luna mediante una prodigiosa tromba de agua que arrastra hasta allí el barco en que navegan. Ya en el satélite, el padre de la protociencia ficción es el primero en describirnos a los selenitas, quienes hilan el cristal y los metales para confeccionar sus trajes. Su emperador, Endimión —sin duda basado en el Endimión de la mitología griega— lleva a sus caballeros, galopando sobre buitres, a una guerra contra las huestes del Sol. Si no fuera porque el barco que arriba a la Luna parte de un mar terrestre, podría apuntarse que Historia verdadera también fue la primera space opera, es decir, el primer relato cuyo asunto transcurre totalmente fuera de nuestro planeta.
Encendido enemigo de los dogmas, escéptico integral y simpatizante en buena lógica del cinismo —la escuela fundada en la Grecia de la segunda mitad del siglo IV a d. C. por Antístenes, que no el de nuestros días—, Luciano volvió sobre el viaje a la Luna en Icaromenipo. En esta ocasión convirtió en su protagonista a uno de los grandes cínicos, el filósofo Menipo de Gadara, al que lleva a la superficie lunar volando desde el monte Olimpo con un ala de águila y otra de buitre.
Otro de los autores de referencia de la protociencia ficción —que según la historiografía anglosajona es toda la anterior al Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de nuestra dilecta Mary Shelley— es Francis Godwin. Inglés y obispo de Hereford, habría de pasar a la posteridad por un trayecto al satélite, el narrado en El hombre en la Luna o discurso de un viaje allí por Domingo González, el raudo mensajero. De publicación póstuma, esta novela apareció en 1638, un lustro después de la muerte del clérigo. Su protagonista es un antiguo soldado español, el aludido en el título. Dedicado al comercio con las Indias orientales tras abandonar el oficio de las armas, diversas vicisitudes dejan a Domingo solo y abandonado en la isla de Santa Elena. Hombre con muchos recursos, el viejo soldado fabricará una nave que, impulsada por gansos gigantes, le llevará hasta el suelo lunar. A decir de la crítica, González, además de otro precursor de los viajes a la Luna, será un antecedente de Robinson Crusoe.
Otro religioso y naturalista inglés, John Wilkins, también escribió sobre la Luna en The Discovery of a World in the Moon (1640). Más que el relato de un viaje propiamente dicho se trata de una utopía —otro subgénero de la ciencia ficción cuyos orígenes se remontan a la República (380 a. C.) de Platón—, concebida para ilustrar las teorías sobre los planetas de Copérnico y Galileo. El perfeccionamiento del telescopio por parte de este último impulsó el natural interés por la observación del cielo. De ahí a la proliferación de la narrativa sobre los viajes siderales todo vino rodado.
Los utopistas
La construcción de una sociedad utópica en la superficie lunar será el fin último de varios viajes. Sirva como ejemplo La Constitution de la Lune, rêve politique et moral (1793), del francés Louis Abel Beffroy de Reigny. Siempre sospechoso de simpatizar con el Antiguo régimen, sabiéndose en el punto de mira de la Convención, el Primo Jacques, seudónimo tras el que se ocultaba, recurrió a la utopía y a la Luna para no acabar sus días, los de la Revolución francesa, en la guillotina, destino dispuesto para los reaccionarios por la Convención nacional.
Volviendo al Antiguo régimen, si mirásemos a Cyrano de Bergerac más allá del retrato que hizo de él Edmond Rostand en el drama que le dedicó en 1897, sabríamos que el volumen de su nariz no era tan desmesurado como creemos. Tampoco se nos escaparía que, además de poeta, dramaturgo y pensador, el verdadero Cyrano fue otro de los precursores de la expedición lunar en Historia cómica de los estados de la Luna. También de publicación póstuma, se extrajo del manuscrito titulado El otro mundo y fue llevado a la imprenta por su amigo Le Bret en 1657, dos años después de la muerte de su autor. El otro mundo, la novela en su conjunto, está considerada una de las primeras de ciencia ficción. Figura fundamental en los albores del género, la Unión Astronómica Internacional quiso rendir un tributo al poeta francés llamando Cyrano a un cráter lunar.
Más o menos tangencialmente, también hablan del viaje lunar Daniel Defoe en The Consolidator (1704) y Samuel Blunt en A Voyage to Cacklogallinia (1727). El irlandés Murtagh McDermot entra de lleno en el tema en su novela A Trip to the Moon (1728). Es el primero en describir un cañón capaz de proyectar su disparo hasta la Luna. La misma idea que posteriormente será explotada por Verne en De la Tierra a la Luna (1865) y, por ende, por Georges Méliès en su Viaje a la Luna (1902), primera adaptación de Verne al cine. McDermot también es el primero en hablarnos de una pólvora venidera que será capaz de impulsar las naves terrestres hasta la superficie lunar. Sus selenitas no son hostiles. Muy por el contrario, ayudarán a Lucien, el protagonista del irlandés, a construir la nave que le devolverá a la Tierra.
El primer autor estadounidense que exploró el tema fue Washington Irving. Pero, en honor a la verdad, hay que decir que The Conquest by the Moon (1809), más que una aportación al asunto que nos ocupa es una novela satírica sobre la conquista de Norteamérica. En su juego de equivalencias, los terrícolas en la invasión del satélite simbolizan a los europeos en la de América y los selenitas a los nativos norteamericanos.
Ya en el amado siglo XX, una norteamericana, Marjorie Hope Nicolson, ex decana del Smith College —secular universidad femenina de Massachusetts— y toda una experta en la relación entre ciencia y literatura, escribió uno de los estudios más celebrados sobre el ya viejo sueño de la humanidad. Lo tituló Voyages to the Moon y su primera edición data de 1948. Prácticamente, Nicolson se limita al estudio de los viajes a la Luna imaginados en la literatura anterior a la popularización del globo aerostático. Muy en especial a la publicada entre los siglos XVII y XVIII, cuando estas ficciones destacaban entre las favoritas del lector inglés. En cualquier caso, Voyages to the Moon sigue siendo uno de los mejores estudios sobre el particular.
John Donne, Samuel Johnson, Jonathan Swift e incluso Voltaire también cuentan entre esos autores que, más o menos tangencialmente, se interesaron por el viaje lunar en los días de la protociencia ficción.
Los grandes maestros del género
John Clute, autor de la Enciclopedia ilustrada de la ciencia ficción (1995) y toda una eminencia en estas fantasías, considera que Frankenstein también debe incluirse en la protociencia ficción. Para Clute, la ciencia ficción propiamente dicha arranca cuando la auténtica aventura irrumpe en ella y eso lo hace con Julio Verne y sus Viajes extraordinarios, que ya se denominaba la serie en sus primeras ediciones de la editorial Hetzel.
Lástima que nuestro tiempo no sea favorable a Verne. El capitán Nemo y el resto de sus misántropos tienen muy poco que hacer frente al cyberpunk y la inteligencia artificial. En el mejor de los casos, desde las perspectivas de nuestra era digital, a Verne se le considera un buen ejemplo de ese retrofuturismo que llamamos steampunk.
No siempre fue así. Favorito de los adolescentes durante varias generaciones —para los españoles era tan familiar que les resultaba imposible llamarle Jules—, De la tierra a la Luna, la aventura lunar de Verne, sucedió a Viaje al centro de la Tierra (1864), sin duda más conocida en nuestros días. Pero el de Verne será el viaje lunar por excelencia. En realidad, se trata de un díptico cuya segunda entrega, Alrededor de la Luna, llegó a las librerías a comienzos de 1870. En su argumento, el francés parece aludir a los utopistas, quienes desde antiguo venían mandando gente al satélite para fundar allí un mundo mejor que el dejado aquí abajo. Impey Barbicane, el capitán Nicholl y Michel Ardan, “un tipo mejor elaborado que fundido”, los astronautas de Verne, abandonan los Estados Unidos que se acaban de batir en la Guerra de secesión. Barbicane es presidente del Gun-Club, que bien podría ser la tan traída y llevada Asociación Nacional del Rifle de la Norteamérica actual.
Fiel a esa tradición satírica, que como hemos visto se remonta a Luciano de Samóstata, en De la tierra a la Luna no falta ese tono jocoso que horada todo el género. Como en la propuesta de McDermot, los astronautas de Verne viajan en el interior de un proyectil que está dotado con las modernas comodidades de un coche-cama de la época.
Nada más lógico que esa fascinación por las máquinas, complejas, abigarradas, caprichosas, que maravilla al lector de la ciencia ficción decimonónica y al aficionado al steampunk de la actualidad. Empero la fantasía de Verne siempre tiene un asidero en la realidad. Un meteorito, con el que están a punto de colisionar les aleja de su ruta. De modo que se quedarán orbitando, alrededor de la Luna, como indica el título de la segunda entrega. Les será dado ver la cara oculta, pero nunca llegarán a alunizar.
Por último, no podía faltar la proverbial capacidad premonitoria de Verne. El proyectil de sus astronautas es recogido por la armada estadounidense tras amerizar. Sí señor, el regreso a casa del Apollo 11, hace ahora 50 años, fue tan parecido que podría decirse que los ingenieros que lo planearon eran lectores de Julio Verne.
Si nuestro tiempo es más proclive a H. G. Wells que a Verne es debido a que en Wells —el otro pilar de la ciencia ficción actual— hay una crítica social de la que carece la obra de su colega francés. Expresa sin ambages en La máquina del tiempo (1895), en aquellas páginas, ambientadas en el año 802.701, los embrutecidos morlocks, que habitan en el subsuelo, son una degeneración —hasta la antropofagia— del proletariado de las postrimerías de la Revolución Industrial. Sobre ellos, en la plácida superficie de esa Tierra del futuro, los hedonistas eloi —descendientes y también degeneración de la burguesía—, quienes en la estulticia que les procura su eterna desocupación ni siquiera son capaces de defenderse del apetito de los morlocks más allá de la huida. Demasiado simbólico todo para ser una mera aventura.
Ése también es el caso de Los primeros hombres en la Luna, la propuesta lunar de Wells. Llegada a las librerías en 1901, su asunto gira en torno a la peripecia de Mr Bedford, un industrial venido a menos, y el doctor Cavor, el científico inventor de la “cavorita”, sustancia portentosa que procura la ingravidez con la que ascienden hasta la Luna. En el subsuelo del satélite encontrarán una civilización selenita. En efecto, su hábitat es muy semejante al de los morlocks, pero los selenitas son insectos, sin más rasgo humano que su capacidad para la organización. La sociedad selenita es muy semejante a la de las hormigas. Dividida en obreros, guardianes y pensadores, hay fragmentos en los que el didactismo de Wells no dista mucho del de un cantautor comprometido.
Sabiendo a Wells un miembro prominente de la sociedad Fabiana —organización socialista que fuera el origen del Partido Laborista del Reino Unido— muchos de los lectores de Los primeros hombres en la Luna se sienten descolocados ante cierta impronta clasista del relato. Otros, los más, ven en sus páginas una crítica al colonialismo, el crimen al que, por aquel entonces, se entregaban las grandes potencias con avidez. Lo que está claro es que, con Wells, además de la lucha de clases, la entomofobia y la hostilidad hacia los extraterrestres —llamadas a ser dos constantes del género durante décadas— entran en la ciencia ficción.
Hergé, la anticipación de la realidad
En otro orden de cosas, también habrá que dar noticia de El estanque en la Luna, de Abraham Merritt, un serial publicado entre 1918 y 1919 que se hace notar por su erotismo. En 1926, Edgar R. Burroughs publico los dos primeros títulos de su serie lunar: La doncella de la Luna y Los hombres de la Luna. Bien es cierto que el cine ya había tomado la delantera a la novela en lo que el viaje a la Luna se refiere. Con todo, surgen títulos tan interesantes como The Moon era (1932), de Jack Williamson. Las hoy míticas revistas pulp estadounidenses tienen en el viaje a la Luna uno de sus temas favoritos. Amazing Stories, una de las preferidas de los lectores publica por entregas los títulos de Wells y Verne.
Los cincuenta años transcurridos desde el gran paso de Armstrong nos dan una buena perspectiva. Entre todas las ficciones citadas en las líneas precedentes no hubo ninguna que previese la realidad, lo que habría de ser el alunizaje propiamente dicho, como una aventura de Tintín, el díptico lunar del gran Hergé. Concebida en dos partes, como la propuesta de Verne, la primera comenzó a publicarse en la revista Tintín en 1950. Es decir, casi veinte años antes de que el Apollo 11 culminara felizmente su misión.
Cuando apareció el segundo álbum, la palabra “alunizaje” aún estaba por acuñar. De modo que el título de la traducción de Zendrera Zariquiey, la primera al español, es Aterrizaje en la Luna. Ya a comienzos de siglo, Casterman puso a la venta otra, en formato reducido, que tituló Hemos pisado la Luna. En cualquier caso, como sostiene Claude le Gallo, uno de los grandes expertos en la historieta franco-belga: “El gran interés de esta aventura de Tintín estriba en que ha sabido familiarizar a los jóvenes lectores (y a los menos jóvenes) con un nuevo universo: el de la investigación atómica y espacial. Gracias al poder de la imagen, unido al de un texto admirablemente construido, Hergé ha hecho mucho más por divulgar estas disciplinas que muchos libros de divulgación”.
Y concluye le Gallo: “El mayor éxito de la obra de Hergé es el haber sabido tratar cuidadosamente el aspecto humano de la conquista de la Luna mucho tiempo antes de que fuese una realidad. La angustia de la partida de los astronautas, los diálogos con la Tierra, los preparativos del alunizaje, la emoción de los primeros pasos por la Luna…”
Sí señor, el 21 de julio de 1969 el alunizaje de Tintín se confundió en la memoria de sus lectores con el de Armstrong. Los científicos acababan de adelantar a los poetas. Sobre el viaje que imaginó Ariosto, poco quedaba por decir. Marte desplazó a nuestro satélite en los viajes de la ciencia ficción. A la Luna ha vuelto el estadounidense Andy Weir, quien localizó allí su Artemisa (2017), un thriller ambientado en una supuesta primera ciudad lunar. Pero pocos más.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: