La idea de escribir El viaje romántico surgió tras un acalorado debate en un aula universitaria de Barcelona. Si bien llevaba tiempo incubando el racional del libro, la convicción de desmitificar aquello en torno a que el mundo era insoportablemente homogéneo comenzó a convertirse en una extraña obsesión. Como si el cauce del Sava se pareciera en algo al Danubio, los Cárpatos tuvieran el carácter hegemónico de los Alpes o el Levante embistiera con la misma furia que la Tramontana.
Bandidaje aparte, el libro, en buena medida, está escrito a modo de homenaje hacia dos figuras omnipresentes en mi formación intelectual y viajera: Jacinto Antón, responsable de mi devoción por el conde László Almásy, Lawrence de Arabia y el Lord Jim de Joseph Conrad, y Gabriel García Márquez, quien con sus Doce cuentos peregrinos despertó en mí la curiosidad por recorrer en un auto con placas diplomáticas los Pirineos Atlánticos junto a la encantadora Nena Daconte y encontrarme en alguna de esas coquetas callejuelas del barrio romano de Trastevere con el infatigable Margarito Duarte. Fue también Jacinto, por cierto, el culpable de que adoptara el lema de mirar al mundo con ojos románticos como grito de guerra espartano y de ese humor tan melancólico que se asoma con cierta timidez y excesiva torpeza en algunos relatos.
Debo decir que no se trata de un libro de crónicas de viaje al uso. El periodismo narrativo me parece un ejercicio bastante escrupuloso como para atribuirle a este compendio de postales enfebrecidas una virtud que no tienen ni ambicionan tener. Siempre me ha parecido irresponsable tratar de imponer narrativas en torno a lugares. En realidad nunca pasó por mi cabeza construir relatos inflexibles y dogmáticos, sino más bien sensibilizar miradas. Buscar, de alguna manera, acortar la brecha entre el esfuerzo intelectual y el gesto artesanal. Se mira por las mismas razones por las que se escribe, se lee o se viaja: para reconocerse. Mirar, se sabe, es una actividad resignada e inmutable. Cuando alguien mira es que otro ha dejado de mirar.
Me formé como viajero y lector en paralelo, por eso siempre me ha parecido ineludible reivindicar el viaje a partir de la literatura. En un inicio me refugiaba en la literatura de viajes, pero muy pronto concluí que era ridículo consagrarme en exclusiva a escritores abiertamente nómadas. Ahora me parece una obviedad, pero entonces descubrí que el viaje, como metáfora y como desplazamiento físico, embebía de toda clase de géneros, autores y expresiones artísticas. ¿Existe, por ejemplo, alguien más extraterritorial que Borges? Latinoamericano, anglófilo, entusiasta de la Escandinavia medieval, orientalista converso, poeta universal, enterrado al pie de un árbol centenario en Ginebra, la ciudad de los desconocidos ilustres. Por mucho que recele la industria, no hace falta encorsetar artistas y escritores en determinados movimientos. Se interpreten como lecturas de formación o como coordenadas de viaje, las fuentes de inspiración son infinitas.
¿Era un libro necesario? No. ¿Era un libro que no podía ser otra cosa que un libro? De ninguna manera. Pero ya lo decía César Aira, cuando se propuso clonar a Carlos Fuentes en El congreso de la literatura: «Cada mente se conforma de acuerdo con sus experiencias y memorias y saberes, con la suma total, y la acumulación personalísima de todos los datos que la han hecho ser lo que es la hacen única. Cada hombre es dueño de una mente con poderes que pueden ser grandes o pequeños pero que siempre son únicos, propios de él. Y lo hacen capaz de una “hazaña”, banal o grandiosa, que sólo él habría podido realizar». De modo que el libro se convirtió en mi hazaña. Condenada a la banalidad, pero eso es lo de menos. Perder es lo normal, decía Axel Torres. A partir de ahí todo se construye. Estoy plenamente seguro que a nadie le conmovió tanto sentirse vivo y enterrado en la Troya homérica, ungido en bloqueador solar para emular la carrera de Alejandro Magno en busca del sepulcro de Aquiles. Tampoco imagino a nadie profanando el templo de Poseidón en el Cabo Sunión para congraciarse con la leyenda de Lord Byron, un helenófilo sin parangón. Y casi diría que es científicamente imposible que alguien haya renunciado a posar en el estrecho desfiladero de Petra, a las puertas del tesoro del faraón, para sumergirse en la búsqueda de la roca tallada con el rostro de Lawrence de Arabia en el majestuoso desierto jordano de Wadi Rum. A la luz de los acontecimientos, nadie es capaz de escribir el mismo libro que yo. Se pueden escribir libros mejores o peores, pero ninguno como el mío. Es la mejor parte de leer mucho: siempre encuentras una coartada para justificar tu falta de talento.
Concebí estas líneas hace tiempo, confinado, haciéndole compañía a mi abuela octogenaria en un solitario pueblecillo rulfiano del occidente mexicano, sometido por el calor infernal del primer día de un abril apocalíptico. A la espera de sobrevivir al cataclismo con la menor cantidad de cicatrices posibles, si algún tirano de cualquier parte del mundo osa valerse del pánico colectivo para perpetuar el cierre de sus fronteras y el concepto de viaje afronta, para bien o para mal, su enésimo proceso reformista, que sirva este modestísimo compendio de relatos viajeros como testimonio de lo que algún día fuimos. Lo escribió Neruda: Nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos.
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Autor: Ricardo López Si. Título: El viaje romántico. Editorial: UOC. Colección Cuadernos Livingstone. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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