Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Esta historia comienza una noche de 1984. Ciento veinte universitarios se agolpan en un salón de su Colegio Mayor esperando a una personalidad con la que mantendrán un diálogo informal. Es frecuente ese tipo de eventos. Por allí han pasado docenas de personajes tan dispares como un Fernando Savater estética y filosóficamente provocador, un sesudo Marcelino Oreja instando a España a europeizarse, un arisco Jorge Verstrynge que aún era muy de derechas, un duque de Cádiz de triste figura… Pero ninguno ha levantado la expectación de la visita de esa noche. Ninguno despierta tanta curiosidad, tanto nerviosismo. Nadie antes ha sido capaz de convocar a la totalidad de los residentes del Colegio.
Esa chica se llama Olvido Gara, pero todos la conocen por Alaska, la mayor estrella musical y cultural de España en ese momento, tan famosa que a todos ha pillado por sorpresa que aceptara la poco esperanzada invitación que se le había enviado para acudir a ese Colegio convencional y conservador.
Y uno de esos chicos que queda fascinado con ella soy yo.
Alaska será muchas personas a lo largo de los años. Se irá reinventando como presentadora de televisión posmoderna, diva de la música electrónica, icono gay, tertuliana conservadora, protagonista de reality kitsch, exuberante mujer madura, parte seria de pareja cómica con su arrollador marido y algunas identidades más. Alaska irá mutando y acertará siempre, triunfará en cada una de sus reencarnaciones, porque más allá de sus limitaciones como cantante, su desaforada mitomanía, su medida desvergüenza, su moderado afán de provocación, es sobre todo lo último que en aquel 1984 podíamos imaginar que era: una persona sensata, de educación exquisita, culta y con saber estar, cualidades todas ellas que suenan divertidamente conservadoras para definir a una mujer eternamente moderna.
Alaska en la película de Pedro Almódovar Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón
Pero mi Alaska favorita es aquella que conocí en el 84, cuando ya había dejado de ser la choni de Pepi, Luci, Bom y aún no había iniciado su camino hacia la aceptación masiva presentando La bola de cristal. Aquella Alaska ya tenía en su repertorio himnos del calibre de «Perlas ensangrentadas» y estaba a punto de sacar su Deseo carnal, ese disco de portada legendaria con un toque a lo Helmut Newton en el que insinúa desnudez mientras se aferra a un maromo musculoso, algo que por entonces aún escandalizaba un poco y ahora solo resulta gracioso.
Es difícil, treinta y tantos años después, ser capaz de trasladar lo que la ahora señora de Vaquerizo, en la actualidad el más mediático de la pareja, significaba en aquella España que, por mucho que ya hubiese vivido una Movida ya en declive, aún no era ni tan abierta ni tan moderna como para no mirar con desconfianza a aquella pequeña mujer de rastas desordenadas y ropajes de hechicera. Alaska era lo desconocido, lo peligroso, lo desconcertante, lo que aún no sabíamos gestionar, el símbolo y la realidad de una sociedad donde lo bueno y lo malo convivían en un duelo aún sin decidir: la libertad, la democracia, Kaka de Luxe, Almodóvar con medias de seda, el heavy metal y las revistas porno, toda una nueva iconografía cultural que se había liberado con brío y gracia del aún reciente franquismo y, enfrente, en el lado oscuro, demasiados yonquis, demasiados quinquis, demasiadas drogas y navajas y un VIH que pronto se haría presente como una pandemia castradora. Virtudes y defectos de una sociedad que temía y admiraba por igual al principal referente de aquel tiempo nuevo: una mexicana de acento interesante, mirada pilla, sonrisa valiente y voz grave diciéndonos que no le importaba en absoluto lo que le dijesen, que nunca cambiaría (por más que después cambiara una vez tras otra, sin dejar a la vez de ser ella misma), que para ser feliz solo quería un camión y un hombre de verdad.
Alaska no es mi cantante favorita. Me divierten sus principales éxitos y reconozco el talento compositor de Carlos Berlanga y la hierática lealtad musical de Nacho Canut. Pero no considero que ni Pegamoides ni Dinarama estén, musicalmente, entre los grandes grupos de referencia del pop español más allá de su valor como pioneros. Ni siquiera creo que Alaska sea la más atrevida, la más rompedora o la más vanguardista de las mujeres que se atrevieron con todo por entonces. Ahí está su antigua compañera de batallas, Ana Curra, o la corista y bailarina de los Zombies y Groenlandia, Tesa Arranz, mujeres que aspiraron con mayor vehemencia que ella aquellos aires salvajes (y que pagaron por ello facturas de las que ella se libró).
Pero Alaska es, sin duda, el gran símbolo de la época. Es la imagen, la marca, el epicentro, nuestra Madonna, que quizá no sea la mejor pero es sin duda inigualable, el punto de partida de todo lo que ya había pasado en el 84 pero también de todo lo que vendría después. Por ello, es imprescindible partir de ella si uno quiere recorrer nuestra historia musical. Pero, sobre todo, esta historia más íntima de mi viaje musical cruzando la Vía Láctea, que trataré de contar en la serie de artículos que inicio con este, tenía necesariamente que comenzar por ella. Porque esta historia, efectivamente, comienza esa noche de 1984 en que conocí a Alaska.
El paso del tiempo confunde. Llegan nuevas modas, nuevos rostros, nuevas vanguardias y, como es natural, la madurez nos va cambiando, da igual si es para mejor o para peor. A veces, la memoria es la única forma de hacer justicia. Y, al hacer memoria musical, veo aún a esa Alaska un poco punki, un poco gótica, un poco verbenera, cantando que mueve las piernas y mueve los pies, que mueve la tibia y el peroné y pienso «olé tus cojones, mexicana», que hiciste las maletas, te plantaste aquí y nos conquistaste a todos. Y ya no me refiero a aquellos colegiales que te aplaudimos a rabiar esa noche del 84 sino a todo un país.
Eso es seducir. Ríete tú del deseo carnal.
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