Foto: Daniel Mordzinski
El viajero que vuelve a Madrid siempre se reconoce en la ciudad que le acogió hace tantos años. Aquí permanecen el cielo azul y el trasiego de los que van de un sitio a otro o esperan ante el semáforo, cruzándose con bolsas o con el móvil en la mano, sobresaltados por el pitido de un conductor inquieto.
A su paso por Recoletos el viajero escudriña cada rincón con regocijo y recuerda a la baronesa Thyssen, rebelde ante los planes del Ayuntamiento de remodelación de ese Paseo que se llevaría por delante aquellos árboles centenarios. Como una moderna sansebastiana se había encadenado a uno de ellos para parar el desaguisado municipal. La misma baronesa que gustaba de llegar en Rolls Royce a las inauguraciones de su museo, siempre rodeada de fieles, fue encadenada por sus guardaespaldas a un viejo roble, con las mejillas aún con más arrebol del habitual.
Por este mismo tramo camina el viajero a la sombra de árboles entre cuyas altas ramas sobresalen, a la derecha el Palace y a la izquierda el Ritz, y poco más adelante el Museo del Prado sobre el que cuelgan dos memorables edificios: la Real Academia Española y los Jerónimos. Entre tanta magnificencia se adentra en el museo y vuelve a sentir algo que no sabe describir ni tampoco lo necesita. También el Prado está más solitario, como corresponde a los tiempos, pero no sufre por eso, porque de sus paredes hace mucho tiempo que cuelgan desgracias, muertes, guerras y persecuciones, aunque también fortuna y riquezas. Todo en una convivencia de silenciosa armonía, a veces melancólica, como la mirada que nos trasladan algunos de los artistas: Velázquez y sus dos pequeños cuadros de Villa Médicis, o Goya y su retrato de Jovellanos, “Jovino el melancólico”, como lo conocían sus más allegados.
Es inevitable que el viajero haga una visita a Velázquez. Se detiene primero ante la gran puerta de la sala 12 para admirar desde lejos Las meninas. Luego se va acercando hasta pararse a pocos metros y buscar por enésima vez los matices de su intrahistoria. Hay alguien de espaldas a su derecha que se está fijando en Felipe IV a caballo. Le explica a alguien un detalle sobre las pinturas de caballos de Velázquez. “Mira las patas traseras”, dice, “¿ves que hay una tercera pata borrada?” (A eso se le llama en pintura pentimento, pienso yo). “Es un pentimento”, dice él, “un arrepentimiento, una enmienda o corrección que se ve en algunas composiciones. En este caso en una de las patas traseras que Velázquez corrigió porque no estaba bien encajada en su sitio”.
Y al irse los dos amigos se da cuenta de que el que hablaba era Aute, un pintor magnífico, que desaparece por la puerta grande de la sala 12 como un ángel batiendo sus enormes alas. Quedan sus palabras sonando en mis oídos y un ligero aroma antiguo a tabaco.
El viajero deambula lento entre el Greco, Tiziano, Poussin, Rubens, Ribera, Tiépolo… Nota que sus piernas flaquean porque ya no hay bancos en los que descansar, y se encamina a la librería del museo, muy cerca ya de la salida, para comprar un libro, Goya (Acantilado), de Ivo Andrić, el Premio Nobel bosnio, autor de la impresionante Un puente sobre el Drina, que vivió unos años en Madrid como diplomático (hay placa en la calle Goya). Andrić cuenta, muy breve, la vida de Goya para luego imaginarse una conversación con el pintor. Cuánta sabiduría y cuántos siglos de cultura caben en este artefacto perfecto que es un libro.
Pero antes de salir y caminar bajo el cielo velazqueño, el viajero compra una pequeña lupa con la ilustración de la cabeza del Perro semihundido, de Goya, y un bolígrafo con el adorno de una pluma de pavo real. ¿Por qué ha comprado semejante objeto? La pluma le recordó el cuento de Julio Cortázar “Los venenos”, del libro Final del juego, en donde todos los cuentos desprenden un aire mágico, y memorizó:
“Yo creo que no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las manchas que se hacen en el agua de los charcos, pero no se podía comparar, era muchísimo más linda, de un verde brillante como esos bichos que viven en los damascos y tienen dos antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En medio de la parte más ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro, algo como no se ha visto nunca”.
Los mismos colores, el mismo ojo azul y violeta, la misma atracción que ejerce la literatura entre los lectores que han vivido y viven atrapados en sus dominios.
Y el viajero sale a la calle de Felipe IV (ya sin caballo), a la espera de que le pasen más y mejores aventuras.
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