Al inicio de los años 80, Jean Roscoff es un joven académico de izquierdas con una carrera prometedora, casi 40 años después, nadie se acuerda de él. Ya jubilado y recién divorciado, intenta hacerse un hueco en el panorama cultural francés escribiendo un libro sobre un poeta estadounidense prácticamente desconocido que murió en un accidente en Francia a principios de los años 60. Tras su publicación en una pequeña editorial, la tranquila vida de Roscoff dará un vuelco cuando lo que parecía un inofensivo ensayo desate una polémica en las redes sociales que lo situará en el punto de mira de la opinión pública.
La caída en desgracia de un ingenuo antihéroe en la era de la cultura woke le sirve a Abel Quentin para construir una brillante radiografía de nuestro tiempo. Una divertidísima y afilada sátira llena de matices sobre la cultura de la cancelación y el choque generacional que ha sido galardonada con el Prix de Flore y el Prix Maison Rouge.
Zenda adelanta el comienzo de El visionario (Libros del Asteroide).
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1. The winner takes it all
(El ganador arrambla con todo)
—«Todos somos hijos de inmigrantes»… ¿Qué significa eso? ¿De verdad crees que puedes sentir una décima parte de lo que siente un inmigrante? ¿No crees que ya era hora de dejar hablar a los «hijos de inmigrantes», de no confiscarles más su propia voz?
Eran las ocho de la tarde y la velada había arrancado con mal pie: cuando pedí un Suze, el camarero me lanzó una mirada interrogante. A todas luces, era la primera vez que oía aquello. Tuve que conformarme con un cóctel con pepino en el que flotaban unas semillitas de sésamo. «Parecen cagarrutas de un ratón enano», comenté de guasa, sin lograr relajar el ambiente. Alrededor de la mesa reinaba una tensión viscosa; es complicado establecer lazos de cordialidad entre seres humanos en cuestión de minutos. Solo Léonie parecía a gusto y bebía ruidosamente un té con pimienta de Sichuan mientras escuchaba nuestra conversación. Aquella chica sencilla y buena no podía concebir que entre dos seres a los que ella quería no naciera automáticamente una amistad recíproca.
Balbucí una disculpa e intenté explicarme recordando que Harlem Désir, el cofundador del movimiento SOS Racismo, tenía orígenes antillanos. En el caso de Julien Dray no lo sabía muy bien, tenía que consultarlo, pero no era ningún disparate que fuera algo así como judío alsaciano. O incluso argelino. Prometí informarme.
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Éramos tres en torno a la mesa: yo, mi hija Léonie y su novia, Jeanne. Aquello ya era una pequeña revolución. Cinco años atrás, yo había instaurado el ritual de la cena dominical a dos con mi hija. No se aceptaban terceras personas. Lo hacía siguiendo el consejo de mi exmujer, Agnès, de «santificar un momento padre-hija». Agnès, que tan valiosos consejos daba, cuya sabiduría yo añoraba cruelmente desde el divorcio ahora que debía seguir mi camino en solitario.
Léonie vivía en Pontoise, en el barrio de Saint-Martin, que desplegaba sus calles estrechas y húmedas alrededor de la estación. Nunca me había invitado a su casa, y yo me había resignado; temía sin duda mis sarcasmos cuando descubriera que tras la mudanza había reconstruido al milímetro la decoración de su nidito butch, con sus pósters de Christine and the Queens y sus efluvios de papel de Armenia. Era espantoso inspirar semejante sentimiento a una hija (en vez de encarnar el refugio, la mirada bajo la que cobijarse). De hecho, los sarcasmos que se me escapaban a veces iban dirigidos sobre todo a mí mismo. Le guardaba rencor a Léonie por parecerse demasiado a mí. Mi hija había heredado mi segura tendencia al fracaso, si bien la suya no iba acompañada de la amargura de la mía, de su siniestra lucidez; ella era alegre como unas castañuelas. Trabajaba en el sector del coaching relacional aplicado al mundo de la empresa, uno de esos empleos que proliferaban como peces piloto (sanguijuelas, diría Marc) en torno a las industrias y servicios de la economía de mercado, aprovechando el auge del tartufiano concepto de «responsabilidad social empresarial». Para las compañías convertidas a la rse, la idea, grosso modo, consistía en convencer al gran público de que eran actores del capitalismo con un rostro humano; de que su glotonería, su cinismo, su brutalidad conocían ciertos límites, y de que les preocupaba el bienestar de sus empleados (incluso, por qué no, su huella de carbono). Para encarnarlo, pagaban (mal) a proveedores externos que enseñaban al personal a comunicarse, a liberar la palabra en el open space. Y a eso se dedicaba Léonie, cada día, en salas de reuniones sobrecalentadas del barrio de La Défense. Más concretamente, la pantomima se basaba en organizar jueguecitos en los que debían participar unos directivos consternados o guasones, y en proyectar diapositivas de PowerPoint que explicaban con muchísima seriedad que «en lenguaje no verbal, una mirada huidiza es un síntoma de desconfianza por parte del interlocutor». A veces dispensaba sus consejos a distancia, por Skype. Total, un trabajo ridículo, y habría sido divertido reírse un poco del asunto con la interesada, como buenos amigos. Pero Léonie era una de esas criaturas incapaces de examinar sus fracasos con mirada sincera; había asegurado que ya no soportaba la vida en París para explicar su traslado al departamento de Val-d’Oise, cuando no era ningún secreto que ya no estaba en condiciones de pagar el desorbitado alquiler de su piso en la zona oriental de la capital; había asegurado que de todos modos la relación con Maeva, su anterior novia, no iba a ninguna parte —cuando esta última la había dejado por una becaria—, que las circunstancias de la ruptura arrojaban una luz nueva sobre el objeto de su gran amor, y que la espantada de la susodicha Maeva con una zorra con aretes y sandalias Les Tropéziennes era en realidad lo mejor que le había pasado en la vida. Igual que había revestido de colores iridiscentes sus desengaños sentimentales, así zanjaba también el relato de todos y cada uno de sus estrepitosos fracasos: «Ha sido lo mejor que podía pasarme en la vida». Cualquiera que la oyera pensaría que hasta el peor trastazo era una grandísima oportunidad.
A mí me gustaba dejarme mimar por esa chica alegre de bondad inexplicable. Léonie formaba parte de las santas de a pie que no brillan por sus milagros o acciones espectaculares, como curar a un hombre aquejado de la enfermedad de los huesos de cristal o hacer que una estatua de la Virgen llore lágrimas de sangre. No había, por tanto, ninguna posibilidad de que el obispo de Pontoise pusiera en marcha un proceso diocesano con vistas a su beatificación. Cinco años atrás, durante mi divorcio, se había puesto de mi parte de un modo sorprendente. Y eso que acababa de cumplir la mayoría de edad y era libre de irse a vivir con el progenitor que prefiriera, o de quitarse de en medio. Era evidente que su vida habría sido más agradable en el ático de su madre, consultora en Bain & Company, pero Léonie había hecho gala de lealtad y se había sacrificado porque sabía que yo pasaba por una mala racha (hablamos de una época oscura en la que escuchaba en bucle mis discos de Motörhead, en semipenumbra, y cada mañana amanecía como quien despierta de una amputación). Léonie no tuvo arrestos para dejarme solo y yo no tuve valor para rechazar aquella limosna. Acepté, egoístamente. Fuimos compañeros de piso durante dos años, hasta que un intercambio universitario la mandó a pasar un año a Copenhague. Tal vez, después de todo, saliera ganando con nuestra convivencia: su madre tenía una irritante tendencia a machacar a Léonie con sus propios sueños, sus exigencias de luchadora workaholic. Agnès le exigía en todo momento que se superara, le pintaba el mundo como una jungla en la que había que pelear con uñas y dientes cada victoria. Una visión bastante acertada, y del todo ansiógena. Yo, en cambio, no encarnaba precisamente la figura asfixiante del patriarca que vela por su clan; ese papel lo había asumido Agnès de manera natural. Mi exmujer padecía mi complicidad con Léonie como era su costumbre: sin rechistar.
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Jeanne, la nueva novia de Léonie, había insistido en escoger el restaurante. Quizá fuera una manera de marcar su territorio, o como mínimo de emprender las hostilidades en un terreno que le diera ventaja (yo creía haber oído a Marc citar alguna vez a un antiguo estratega chino a este respecto, algo en la línea de «quien ignora la naturaleza del terreno será incapaz de hacer avanzar a sus tropas»). Quedamos en el Renaissance, un localito muy moderno en el barrio donde ella trabajaba, cerca de Halle Freyssinet. Jeanne era socia fundadora de una start-up; yo no había pillado la naturaleza exacta de su actividad, solo había entendido que se dedicaba a «soluciones de internet». Era mayor que mi hija y con toda probabilidad gozaba de cierta estabilidad económica. Me alegró saber que Léonie vivía al amparo de una mujer de ideas claras y voluntad de hierro, al menos durante un tiempo. Estaba tranquilo y a la vez inquieto: Léonie se hallaba desvalida, vulnerable con ese amor que ya se percibía voraz, a merced de esa chica de más edad, aguerrida. Tenía que protegerse. Más concretamente, debería exigir ciertas garantías. Yo me había prometido hablarle de temas banales en aquella primera ocasión. Si decidían casarse, convencería a Léonie para que optara por el régimen de gananciales. Yo no lo había hecho con mi exmujer y me arrepentía con amargura cada día de mi vida.
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Autor: Abel Quentin. Traductora: Regina López Muñoz. Título: El visionario. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todos tus libros, Amazon y Fnac.
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