Susan Fenimore Cooper no necesitó marcharse a la laguna de Walden para enfrentar sola a “los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar”. Le bastó con frecuentar los alrededores de su casa en Nueva Inglaterra y observar la diversidad vital que la envolvía, la vegetal, la animal y hasta la humana. Durante la primavera y el verano de 1848 anotó todo lo que oía, todo lo que olía y, por supuesto, todo lo que veía en esos paseos a pie, en coche o en barca. Salía en busca de plantas y animales y unas veces se encontraba con lo que esperaba, con lo que le decían que se iba a topar los libros de su padre —el autor de El último mohicano—, o con lo que le había enseñado su propia experiencia como observadora año tras año; y otras veces, no.
Nada de ello dejó de registrar en sus escritos. Sus anotaciones evidencian fascinación tanto por las manifestaciones esperables de pájaros y flores, lo previsible de sus costumbres, en el caso de los primeros, y de su desarrollo, en el caso de las segundas, como emoción por lo insólito en todos ellos. Sus escritos nos muestran una muchedumbre inagotable, una pléyade infinita de hierbas e insectos, haciendo sus vidas, imperturbables y obstinados, a los pies de su casa. Es una imagen muy distinta a la de vacío y soledad que, a primera vista, y especialmente en los tiempos que corren, nos llevamos del campo cuando, inopinadamente, reparamos en él.
Estamos, por lo tanto, ante uno de los ejercicios más puros de escritura de la naturaleza, en tantas ocasiones engordada por la búsqueda de una religiosidad nueva. Diario rural se publicó por primera vez dos años antes que Walden. Cabe preguntarse, tal y como hace la prologuista en este primer volumen de los diarios, qué hubiera pasado en la evolución de este género si no lo hubiera escrito una mujer y si, por lo tanto, hubiese entrado siquiera en el canon. Porque, además de escapar a la vocación mística de muchos de los textos clásicos —más allá de un par de menciones enmarcables en la mentalidad de la época—, huye también la mirada de Fenimore Cooper de la inclinación misantrópica presente en la mayoría de estos escritores.
Así lo sugiere para empezar el uso reiterado del plural a la hora de describir sus excursiones y hallazgos. De esta forma, uno no puede por menos que imaginársela rodeada de parientes y amigos por los caminos de Nueva Inglaterra. Y también nos lo revela la discreta irrupción en sus entradas diarias de los granjeros y granjeras que sin duda por allí andaban. A ellos nos los muestra Fenimore Cooper en el interior de sus casas, en las diferentes labores del campo y en las observaciones que también ellos hacen de los distintos fenómenos de la naturaleza. Walden, parece querer decirnos la autora, está ahí, a las puertas de casa, si una se fija bien y tiene voluntad de observar. Walden, más que un lugar, es una mirada, o debe ser una mirada, una disposición de ánimo consagrada a la contemplación de las cosas pequeñas, las más cotidianas, las que más a menudo nos pasan desapercibidas porque parece que siempre han estado ahí y de la misma forma. Sin embargo, dice Fenimore Cooper: “¡Qué agradable es ver las mismas flores un año tras otro! Si las flores fuesen propensas a cambiar —si se hiciesen caprichosas e irregulares— quizá despertarían más sorpresas y mayor curiosidad, pero las querríamos menos […]. Por muchos caprichos errantes que se tengan, existe una virtud en la constancia que recompensa todo lo que el voluble cambio pueda ofrecer”.
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Autora: Susan Fenimore Cooper. Título: Diario rural: Primavera-Verano. Editorial: Pepitas de Calabaza. Venta: Amazon
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