1901. Comienza el siglo XX, preñado de desafíos de todo tipo. Bill Miner (Richard Farnsworth) sale de la cárcel de San Quintín, en la que ha pasado los últimos 33 años de su vida condenado por asalto a diligencias. Es ya un anciano de pelo blanco, andares gallardos, bigote flameado y una mirada azul de las que no hacen prisioneros. Miner visita a su hermana, asentada burguesamente en el estado de Washington, pero no se adapta a la vida de trabajos como el de recolector de ostras, o cualquier otro mal pagado y penoso. Un día entra en un cine y, fascinado, asiste a la proyección de una película, Asalto y robo a un tren (Edwin S. Porter, 1901). Un bandido bigotudo y amenazador apunta con su revólver en primer plano al espectador y le dispara. Uno de los asistentes saca un colt y a su vez dispara a la pantalla. A Miner le hierve la sangre reviviendo los tiempos de asaltos a diligencias y planea el asalto a un tren empleando dinamita. La cosa no resulta ni medio bien, y los fracasados bandidos huyen de los que les persiguen. El viejo bandido escapa a Canadá. Pero Miner no descansa y planea otro asalto al ferrocarril junto con Shorty (Wayne Robson), un compañero de trabajo de no muchas luces. Esta vez consiguen su objetivo en dinero, oro y certificados. Es hora de desaparecer de escena, desvanecerse en un pequeño pueblo canadiense protegidos por un antiguo compinche que regenta un hotel y, con la tapadera de una mina, organizar robos de caballos o cualquier trapisonda similar. Miner conoce y se enamora de Kate Flynn (Jackie Burroughs), una arriscada fotógrafa, feminista, luchadora, que parece la hermana pequeña de Katie Hepburn y sus personajes en rasgos físicos, estilo y filosofía de vida. Es el otoño del guerrero, lento, a ritmo de vals con acordes de jiga irlandesa, cabalgadas, intimidad y planes de futuro. Pero la Agencia Pinkerton no ceja en seguir el rastro de Miner y este decide dar un último golpe y desaparecer.
El zorro gris (The Grey Fox, 1982) comienza de una manera tan emocionante y evocadora como cinéfila. Viejas imágenes en blanco y negro, aceleradas diligencias atravesando raudas paisajes míticos del Oeste como Monument Valley, asaltos de bandidos, tiroteos. El mundo del Oeste de siempre el de los mitos y las leyendas, los cuentos y las novelas populares; el del cine, pero también el de Bill Miner, un personaje real, de carne y hueso, cicatrices, tatuajes, mil peripecias, cárceles, sinsabores, peleas a cuchillo y todo un mundo de vidas vividas sin echar muchas cuentas. El zorro gris es un monumento al western, al cine y a la vida. Un monumento capaz de evocar un tiempo nunca ido, siempre presente, el de los acogedores fuegos de campamento con cafés confortables y ardientes, las praderas de hierbas quemadas por el hielo y la escarcha, los tipos de pocas palabras, los caballos leales y silenciosos, las humeantes y amenazadoras locomotoras de vapor, el tren bordeando un acantilado imposible, los emigrantes chinos inadaptados y carne de suicidios, las mujeres sinceras, sin tapujos en la lengua, los principios por delante, el amor a la espera impaciente y los bandoleros que escaparon de una granja aburrida camino de un duro Oeste de aventura y acción. El zorro gris no es un western crepuscular, aunque cuente la historia de un bandido anciano, porque este no tiene edad ni propósito de entregar la cuchara o arrojar la toalla. Bob Dylan puede cantar que los tiempos están cambiando, pero eso no va con Bill MiIner, que ha decidido que aún disfruta de un aria de Martha cantada por Caruso y que una vez escuchó en Chicago. No es tampoco el bandido adolescente Billy Bonney que cronicó el maestro Ramón J. Sender. No sueña, sino que está seguro de que algún día podrá viajar a Europa con una fotógrafa que no tiene pelos en la lengua y de la que se ha enamorado como un cadete.
No busquen en los diccionarios de cine de tronío el nombre del canadiense Phillip Borsos. Dirigió poco y poco hemos conocido. Con El zorro gris le basta y sobra, porque es una obra maestra. Siempre que la veo, desde el lejano día que la descubrí en un cine de Montreal, me alegra el alma y evoca mis mejores recuerdos de un tiempo de westerns tan líricos como épicos, tan de uno mismo, secretos y sin concesiones. Mirando las hermosas imágenes de El zorro gris uno se pregunta por qué tardaron tanto en descubrir que tras el rostro de un asendereado especialista de películas de acción llamado Richard Farnsworth había un actor formidable y por qué demonios no ha trabajado más en el cine Jackie Burroughs, de la estirpe de las luchadoras Hepburn.
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El zorro gris (The Grey Fox, 1982). Producida por Peter O’Brian para Zoetrope Studios. Dirigida por Phillip Borsos. Guión de John Hunter. Fotografía de Frank Tidy, en Technicolor y Panavisión. Diseño de producción, Bill Brodie. Música de Michael Conway Baker. Vestuario, Christopher Ryan. Montaje, Frank Irvin. Dirección de arte, Ian Thomas. Interpretada por Richard Farnsworth, Jackie Burroughs, Ken Pogue. Wayne Robson, Timothy Webber, Gary Reineke, David Petersen, Don MacKay y Samantha Langevin. Duración: 92 minutos.
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