Todos los días salgo a la calle con un pequeño elefante color rosa. Lo habéis visto presidir el pasillo de un aeropuerto; aparecer en el vagón vacío de un tren en la madrugada o acaso junto a una tapa de arroz fluorescente de aperitivo dominical. Él está siempre ahí, escalando la soledad de alguien más, a mitad de camino entre el gnomo de Amélie y el gesto roto de quienes mandan postales desde un vertedero. Si he de estrenarme en Zenda con un blog, quiero que Rosauro sea, como la cólera de Aquiles, la primera palabra sobre la cual levantar mi propio acantilado.
Nadie se fotografía en el infierno de ir vestido de uno mismo, tampoco pone morritos mientras sujeta su corazón perforado por un gancho ni añade una leyenda con anglicismos cuando todo está a punto de irse a la mierda. Bastan las guerras domésticas para saber que en el mundo real las cosas sangran, se estropean, decepcionan; que la gente negocia lo importante a partir de las tres de la mañana y que a casa siempre se vuelve solo. Eso es Rosauro, un bote averiado de vaselina, un lisiado del necessarie que sale al mayor encuentro político que puede tener un ser vivo: el del volumen que ocupa su soledad en el espacio.
Los que viven de preguntar cosas pocas veces desean hacerse preguntas a sí mismos. Y sin embargo, algo en Rosauro es tenaz e inoportuno, como una repregunta. Acaso porque he olvidado mi ciudad de origen, o porque he cambiado muchas veces de piso o porque pienso a menudo en cosas que ya no existen, conservo desde hace años una idea fija: todos llevamos en nuestro interior una versión elefantiásica, una talla de nosotros mismos que no cabe en ningún lugar. Todos habitamos la cacharrería, ese lugar donde nos da por pegar una carrerilla salvaje; echamos a correr como bestias que han olvidado lo que son. Afelpados por los zoológicos y los circos, hemos olvidado que avanzamos demoliendo.
Cuando uno se siente paquidermo, hay lugares mínimos, pasillos estrechos, personas de cristal, familias de cristal, casas de cristal, oficinas de cristal, ciudades de cristal, países de cristal. Y lo mejor sería no moverse. No poner en marcha los músculos, enlentecer el corazón. Quienes se intuyen paquidermos saben que les sigue, al mismo tiempo, la ternura y la demolición. Tal y como si un edificio decidiera salir a caminar cogido de la mano de un puente; muy pocos transeúntes sobrevivirían a ese hermoso –y casi lisérgico– paseo. Ninguna cristalería sobreviviría a los afectos paquidermos.
En su exposición de El libro de Job, Fray Luis de León se compadeció del paquidermo por su “desaforada grandeza”. Un animal que, siendo apenas uno, vale por muchos. Y probablemente ése sea un primer, o al menos bastante temprano documento, de esa empatía querendona con que miramos a estos animales calvos y contagiosos. A ellos concedemos, lo que no nos daríamos a nosotros mismos. Por eso Rosauro, aunque de plástico y color rosa, tiene algo de héroe. Es una versión amable del volumen que ocupa nuestra soledad en el espacio. Él es el primer punto y aparte de esta farmacopea ciudadana, la palabra sobre la cual levantar un acantilado o, acaso, sacar a pasear la cólera.
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