El Papa o Santo Pontífice es una figura de mando cercana a la del Rey o a la de algunos presentadores de televisión. Siempre están ahí, mientras no mueran; marcan una época, dan para hacer pegatinas y su cara resulta aplastantemente familiar. Muerto un Papa, parece que el mundo avanzara, que se pasara al fin una página del gran libro del cosmos. Yo aún siento que Juan Pablo II, te quiere todo el mundo, está en Roma a la cabeza del catolicismo.
La cinta se vende como un thriller apasionante sobre algo que nos da igual: elegir Papa. Es un poco como elegir delegado de clase. O como elegir presidente de la comunidad de vecinos en el edificio de enfrente. Si algo consigue Cónclave es convencerme de que la elección de un Papa nuevo no va conmigo. También me ha convencido de lo desnortadas que son las recomendaciones histéricamente anticipadas de los críticos (ahora estamos con la historia anticipada de El brutalista).
La película te la tomas en serio media hora. Parece verdad. Debe de ser así lo del Vaticano por de dentro (que decía Quevedo, del mundo). Salen muchos pasillos, pasajes, casullas, comedores masivos y camas donde morir históricamente. Los techos son muy altos, arriba del todo está Dios. Los cardenales cucarachean por todo este espacio principesco, haciendo voto de pobreza como los políticos hacen voto de servicio. Votan escribiendo a mano el nombre de su candidato, lo tiran, el voto, en un perol muy pintón usando la propia tapa del perol. Les lleva un rato porque son como cien o más. Luego recuentan y echan humo negro por una chimenea. No hubo suerte. Cuando salga humo blanco, los groupies de Dios sabrán que tiene nuevo emisario en la Tierra. Hay gente que se pone a mirar chimeneas cuando se vota en el Vaticano. Hay gente para todo.
La película fracasa enseguida, cuando uno adivina quién será Papa. Es tan obvio que, como es costumbre, me salí antes de confirmar mi adivinanza. Ni siquiera he mirado cómo acaba, en los resúmenes pormenorizados de la Wikipedia. Sé como acaba sin saber cómo acaba.
Esto sucede, esta ruina, hacia la media hora de película, ya digo. Cónclave parece cine rancio, del de antes (que dijo Quevedo; no, es broma); del de contar historias y sorpresas y humanidades. Pero, en verdad, es cine muy de ahora; cine woke. Como uno se sabe lo woke, pues se sabe las películas a la media hora. El mal está muy delimitado. Básicamente odiar a los inmigrantes, a los homosexuales y a las mujeres. El mal que sea odiar a otras cosas no es mal ni es nada. Es bien.
Por un lado, los cardenales votan sin debatir, lo que me ha parecido poco elevado. Sin embargo, aunque no hay debate, cambian de voto. Esto lo hacen porque en las comidas corren rumores. Les estoy contando la película literalmente. En las comidas y en las cenas corren rumores o a alguien se le cae un tenedor, y entonces sabemos que debemos dejar de votar por el africano y votar por el sueco. Es curioso que el representante de Dios en la Tierra se elija en función de los chismorreos.
O sea, si un candidato hizo algo en el pasado, otro candidato lo difunde y los cardenales dejan de votarlo. Esa, parece decirnos la película, es la manera correcta de elegir Papa: a ver quién no tiene un pasado.
Por otro (lado), pasa que estos señores en la película hablan en algún momento de crisis de fe. Es de risa. Crisis de fe en el Vaticano. Hombre, sólo faltaría que en el Vaticano hubiera alguien que creyera en Dios. Creen en Dios, pero eligen Papa por lo que oyen decir a una cocinera.
Nadie allí cree en Dios, del mismo modo que nadie en el Congreso cree en la democracia. Es, claro, el centro del secreto, donde todos saben del engaño y se confabulan para que siga produciéndose, pues es de lo que viven, nada mal, de hecho.
Pero un cardenal (o algo) revela que tiene crisis de fe, en Cónclave, y el otro se lo toma en serio, como si fueran niños de diez años y no señores de 70 que ya saben cómo funciona el mundo. Funciona de espaldas a Dios, contra Dios, contra los mandamientos y abiertamente en pecado. Yo creo que un motivo bastante razonable para no salir Papa es que creas en Dios.
Me salí del cine porque no creía en la película ni en los críticos ni en las nominaciones que vendrán. La única película que va de Dios en los Renoir (donde acudí) es Bird, de Andrea Arnold. En esta película, si acaso es lo que buscas, está Dios por todas partes, incluso hay milagros o, al menos, cosas fuera de lo normal, de lo real vaticano. Cónclave no va de Dios (“para la de curas”, le dije a la taquillera, al comprar la entrada con mucha prisa y una amnesia puntual: “para la de los curas”); no va de poder; no va (bien) de política. Va del cine como fraude. “Ésta es la realidad”, te dice el cine. Y la realidad es exactamente lo contrario.
Ya hacía tiempo que no se pasaba por aquí Alberto Olmos para hablarnos, con el tonillo chorras habitual, de la última vez que se metió en un cine y acabó saliendo antes de terminar la película. (¿Pero no hay nada mejor en la cartelera de Madrid, alma de cántaro?)