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Elena Garro, en Babelia

Babelia dedica su portada del pasado fin de semana a Elena Garro. Escritora repudiada, y ahora revindicada en su México natal. Autodestructiva, excesiva, lúcida y brillante. Vivió durante dos décadas una relación de amor y odio con el Nobel de literatura Octavio Paz.

Elena Garro (1916-1998) nunca encontró la paz. Hipérbole de sí misma, seductora y delirante, la vida de la más enigmática escritora mexicana del siglo XX es aún una herida abierta en Méxicoy Latinoamérica. Hablar de ella es hacerlo de quien fue el envés, obsesivo y doloroso, de Octavio Paz. Contra él vivió, contra él escribió. Pero no agotó su biografía en la lucha contra el tótem. Su proximidad al PRI y su servicio secreto, y, sobre todo, sus errores ante la matanza de Tlatelolco, la volvieron una escritora maldita. Novelista, dramaturga y poeta, Garro hizo posiblemente de su existencia un cuento absurdo, pero dio al mundo una literatura que sólo ahora, en el centenario de su nacimiento, empieza a contemplarse en toda su inmensidad.

Hay un día en la vida de la escritora que marca al resto. Fue el 24 de mayo de 1937. Ante cuatro testigos, Elena Garro, una estudiante que soñaba con ser bailarina, contrajo matrimonio con el poeta Octavio Paz. Llevaban dos años de noviazgo y se habían conocido en la UNAM. Jóvenes e impetuosos, tras la boda viajaron a Valencia, al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura.

Les aguardaba una España en guerra. Invitados por Pablo Neruda y Rafael Alberti, la pareja pudo contemplar durante el viaje los estragos de la barbarie franquista. Un escenario terrible y premonitorio por el que Garro paseó su mirada descreída. “Iba a un Congreso de Intelectuales Antifascistas, aunque yo no era antinada, ni intelectual tampoco”, escribiría años después en Memorias de España 1937. La distancia con su marido, comprometido hasta la médula, era clara. Pero como siempre en ella, fatalmente intuitiva, no se le escapó el color de la desolación, el presagio de la derrota, tal y como lo describe en una visita a Antonio Machado en las afueras de Valencia: “Entramos a una casa de portón grande, jardín descuidado y aromas diluidos del reciente verano. Había hojas en el suelo y un silencio solemne. (…) Una tristeza impresionante se extendía por toda la casa: se diría abandonada o habitada por personas sin esperanzas. Apareció Antonio Machado vestido de negro, con un traje muy usado, sonrió, pero de una manera muy diferente a la sonrisa que los demás nos regalaban, se diría que sonreía con resignación”.
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