Como casi todos los días, la mañana del jueves 14 noviembre de 2013 Elena Poniatowska realizaba tranquilamente su caminata habitual por los alrededores de su domicilio, en el barrio de Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, junto a su perro Shadow, un hermoso labrador negro que la acompaña en estos paseos, cuando pasadas las siete de la mañana alguien de su confianza se le acercó y le dijo: «Elenita, te han llamado de España. Es urgente que vuelvas a casa”.
«Doña Elena, tengo el gusto de comunicarle que ha sido elegida Premio Cervantes de Literatura 2013”.
La voz de su interlocutor, que cruzaba el océano Atlántico desde España hasta México a través de la línea telefónica, era la del entonces ministro de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno español, José Ignacio Wert, quien le hacía llegar la buena nueva.
No obstante, Elena se detuvo a pensar un instante y de pronto preguntó: “¿No será una broma?”, inquirió con desconfianza, mientras miraba a sus dos gatos, Monsi y Vais, bautizados así en homenaje a su gran amigo, el escritor ya fallecido Carlos Monsiváis.
Poniatowska acababa de ser reconocida como escritora. Entre las constantes de su obra, dijo el Jurado, encontraron la presencia de la mujer y su visión del mundo, la ciudad de México con su belleza y sus problemas, las luchas sociales, la literatura, la denuncia de injusticias y la crítica. “Como creativa, se apoya en los recursos de la entrevista y la investigación periodística e histórica, quizá por ello su narrativa tiene mucho de testimonio y reportaje de investigación”, asentó el fallo del Jurado.
En su escritorio aguardaban un montón de papeles para cobrar forma de novelas, reportajes o artículos, largas entrevistas, porque para ella el oficio periodístico y literario ha sido su mejor gimnasia, algo que hoy, a sus 90 años —los cumple este 19 de mayo— la sigue manteniendo en plena forma intelectual.
Hasta ese momento, poco había hablado de ello, pero los orígenes de Elena Poniatowska la vinculaban con un príncipe europeo y la habían hecho ser desde su nacimiento la princesa Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor.
Y es que su familia desciende del hermano del último rey de Polonia en la época de Catalina la Grande, llamado Estanislao Augusto Poniatowski, quien fue el segundo amante de la emperatriz, un hombre culto que había llevado a Varsovia a grandes pintores como Canaletto y a personalidades como Casanova.
Sus padres, Paulette y Jean, se habían conocido en un baile de la familia Rothschild, celebrado en una casa de la Place de la Concord, según recuerda el biógrafo Michael K. Schuessler en su libro Elenísima (“Ingenio y figura de EP”, 2003). Johnny, como le decían a Jean, había nacido en Francia, pero provenía de una familia de príncipes polacos exiliados ahí desde el siglo XIX. Paulette, nacida también en Francia, provenía de una familia mexicana porfiriana que había abandonado el país tras perderlo todo en tiempos de la Revolución de 1910, aunque había logrado salvar el suficiente dinero para vivir en Biarritz y en París, donde Elenita pasó parte de su infancia con sus abuelos paternos, a caballo entre París, Vouvray y Mougins, porque sus padres estaban en la guerra. Vivía cerca del Sena, en la Rue Berton, pero le tenían prohibidísimo acercarse a la orilla del río. En su memoria permanece aún el hecho de que su padre saltara muchas veces en paracaídas en campo enemigo y que su madre condujera una ambulancia. Estaba, ha dicho en repetidas ocasiones, enamorada de ella, para estar juntas y no separarse jamás.
Al fin, Elena Poniatowska llegó a México en 1941 en un barco de refugiados, el Marqués de Comillas, con su madre y su hermana Kitzia, porque la guerra parecía no acabar en Europa. Su padre Jean se quedó por un tiempo en el ejército y se les unió años después para fundar en México los laboratorios farmacéuticos Linsa, aunque no le fue bien y más tarde abrió un restaurante, con el que tampoco tuvo suerte; sin embargo, siempre se las ingenió para vivir bien y pudo instalar a su familia en el elegante Paseo de la Reforma, en la calle Río Guadiana, donde Elenita se sorprendía de que hubiera naranjas en forma de pirámides en las esquinas de las calles y que la gente anduviera descalza: era la pobreza, dice ella, pero no sabía lo que significaba entonces.
Esos son sus orígenes, pero cuando se fue a vivir a México, a los 10 años, no sabía mucho de los Poniatowski, porque al poco su familia la envió a vivir a Estados Unidos, para que estudiara en un convento de monjas, donde permaneció tres años. Y a su regreso a México poco le importó el tema. Así que realmente el haber sido descendiente de un noble no fue definitivo en su vida y no la marcó, porque como todos saben, México es una República y doña Elena no conoció Polonia hasta 1965, cuando fue invitada como periodista. Doña Elena dice que quizá si no hubiera seguido el oficio de escribir le habría dado mucha mayor relevancia al hecho de pertenecer a una familia de aristócratas, pero en realidad, nunca lo hizo.
Sin embargo, sí fue decisivo en su vida haberse establecido en México y no en Francia, como tuvo ocasión de hacer, porque siendo su lengua materna el francés y teniendo familia en Francia, doña Elena pudo haber escogido vivir en París, pero optó por México y eso, como ella misma ha reconocido siempre, sí ha sido decisivo en su obra, porque toda su vida de escritora, sus temas, sus personajes y su trabajo han tenido que ver con México.
Poniatowska recuerda que cuando comenzó a trabajar como periodista en 1954, con 22 años, en México estaba prohibido hablar de pobreza y de miseria, porque se decía que denigraba al país, una época en la que incluso Carlos Fuentes y Juan Rulfo, dos grandes escritores, eran censores en cinematografía en aquellos años en que en México se filmaban muchísimas películas y ellos no tenían que hacer nada más que decir, cuando atravesaba el escenario un perro flaco: “¡Corte, este perro denigra a México!” Y eso es lo que se veía de México en aquella época en que doña Elena comenzó a escribir pequeñas entrevistas en la sección de sociales-cultura del diario Excélsior, de donde pasaría al célebre e indispensable suplemento semanal La Cultura en México, bajo la dirección del maestro Fernando Benítez, que se publicó en el diario Novedades y más tarde en la revista Siempre!
Ése, también, es más o menos el México que aparece en su primer libro, Lilus Kikus, publicado en 1954, una especie de novelita corta que narra la autobiografía de una niña en la que se condensan rasgos de algunas amigas de doña Elena del colegio de monjas. Este libro, cabe mencionar, inició una gran colección literaria en editorial Era llamada Los Presentes, en la que se dieron a conocer autores como José Emilio Pacheco o Álvaro Mutis, entre muchos otros escritores de America Latina hoy célebres.
Pero cuando Poniatowska publica su segundo libro, Todo empezó el domingo, en 1963, ya se desvela un México muy diferente, porque esta obra es el resultado de un trabajo en común con un grabador mexicano que ha sido olvidado, un gran dibujante llamado Alberto Beltrán, a través de quien Poniatowska descubrió un México absolutamente desconocido que es el México de la pobreza y del cual nunca hablaban los periódicos.
De esta forma, da un giro a su vida de 180 grados y sus siguientes obras son el resultado de su conocimiento de un México real a través del periodismo. Poniatowska asegura que de no haber sido entrevistadora o reportera jamás se hubiera podido acercar a personajes como Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Diego Rivera, Jose Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Octavio Paz, Dolores del Río, María Félix, Lola Beltrán, en fin, una pléyade de personajes de México que pudo tratar, como a Carlos Fuentes, a quien ella veía en bailes de la alta sociedad cuando ninguno de los dos pensaba siquiera en que iban a ser escritores y simplemente bailaban al ritmo de “La bamba» y “La raspa”.
Así llega uno de los momentos clave en su carrera como escritora, cuando publica, en 1969, la novela Hasta no verte Jesús mío, obra en la cual narra la vida de Jesusa Palancares, una mujer de origen muy pobre que la acerca aun más a un tipo de escritura en la que se mezclan con soltura y naturalidad el periodismo y la novela, y cuyo fruto maduro será el libro que publicará pocos años después, en 1971, La noche de Tlatelolco, un gran reportaje con testimonios sobre la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco a raíz del movimiento estudiantil mexicano de 1968.
Hasta no verte Jesús mío es su encuentro con una mujer que de verdad existió y que se llamaba Josefina Bórquez, quien le pidió que no pusiera su nombre porque según ella doña Elena no sabía escribir, y por eso le puso Jesusa Palancares, con ese apellido en recuerdo de un hombre que se ocupaba mucho de los pobres y los campesinos que se llamaba Norberto Aguirre Palancares, y Jesusa por Jesús, para que hubiera una mujer Jesucristo. Así se lanzó a escribir esta historia de la vida de una mujer extraordinaria que fue soldadera en la Revolución.
En cuanto a La noche de Tlatelolco, se publicó gracias a la valentía de don Tomás Espresate, director de la editorial Era, ese magnífico sello que fundaron tres catalanes que vivían en México. A don Tomás lo amenazaron, le dijeron que iban a hacer volar por los aires su editorial si publicaba el libro de Poniatowska, pero él respondió que el libro se publicaba porque si había estado bajo la Guerra Civil española ya sabía lo que eran los bombardeos. Así es que hay que reconocerle el mérito. Cuando el libro se publicó, se dijo que iba a ser requisado de todas las librerías, y eso lo único que hizo fue que se hicieran tres o cuatro ediciones más en un mes y sirvió mucho para difundir el libro. Lo que sucedió es que no se podía hablar de la masacre de la noche del 2 de octubre de 1968 en los periódicos mexicanos porque había una orden del Gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz para que así fuera, y doña Elena estuvo recogiendo todos esos testimonios hasta que un día la hija del editor fue a su casa y le preguntó qué tenía sobre su mesa. Poniatowska contestó que eran los testimonios rechazados por los periódicos sobre la matanza del 2 de octubre, y ella le propuso entonces publicar un libro en Era. En ese momento había mucho miedo y mucha impotencia. Incluso muchas madres, entre las que había muchas españolas que habían estado en la Guerra Civil, decían que si ya habían perdido a sus hijos qué más les podían quitar, y hablaron e incluso se manifestaron frente a la Cámara de Diputados por esos hechos.
La noche de Tlatelolco —crónica que refleja el pensamiento y el sentimiento de estudiantes, víctimas y familias que vivieron el movimiento estudiantil mexicano en 1968 que culminó con una masacre en la Plaza de las Tres Culturas de un muy céntrico conjunto habitacional, arqueológico y político social— es una obra clave en la literatura mexicana del siglo XX. Poniatowska recoge el testimonio, lo cuenta. Junto con el libro de Luis González de Alba, Los días y los años, un testimonio en primera persona, refleja ese año fatídico en la historia mexicana.
Cabe comentar que el libro tuvo que corregirse años después, tras una solicitud del propio González de Alba, quien mediante un artículo titulado «Para limpiar la memoria», solicitó a Elena Poniatowska corregir, de La noche de Tlatelolco, los párrafos citados correspondientes a su novela Los días y los años; párrafos usados con su autorización, pero que consideró entreverados y tergiversados por Poniatowska, a quien acusó de introducir falsedades e inexactitudes graves que en nada describían los hechos reales.
La solicitud fue explícitamente señalada a 28 párrafos, un poco más de 500 líneas de texto que debían ser corregidas y presentadas bajo: «una reedición, minuciosamente corregida e históricamente apegada a los hechos”.
Tal solicitud la justificó González de Alba en que lo escrito en Los días y los años son narraciones testimoniales suyas y él sí estuvo en los lugares de los hechos y/o fue actor principal de todo lo narrado en su novela. No así el caso de Elena Poniatowska, que no estuvo en Tlatelolco el «2 de Octubre», y sólo se enteró de los hechos indirectamente, por lo que, precisamente, Poniatowska se atuvo a basarse en entrevistas. González de Alba argumenta que “no habiendo conocido los hechos sino por los relatos deformados de la prensa de entonces y las conversaciones con su hijo mayor, que le contaba la parte más divertida, debió partir de lo que los dirigentes y otros participantes le informáramos”.
La publicación de «Para limpiar la memoria», en la revista Nexos, causó que Elena Poniatowska renunciara al Consejo Editorial de la publicación. Y, aparición en el diario mexicano La Jornada del artículo «Las fuentes de la historia / I», provocó que la subdirectora del periódico Carmen Lira Saade ordenara, a exigencia de Carlos Monsiváis, el despido de Luis González de Alba.
Inicialmente Poniatowska no accedió a la solicitud de González de Alba y en consecuencia éste demandó por vía legal (Junta de Avenencia – Instituto Nacional del Derecho de Autor) que se hicieran las correcciones al clásico, y casi histórico, libro de Poniatowska. Tras ganar la demanda, La noche de Tlatelolco fue corregida y reeditada por su autora. Los cambios resultan un beneficio a los lectores, ya que según palabras de Luis González de Alba, «la versión de su crónica hoy disponible mejoró mucho”.
Poniatowska recuerda en el libro Elenísima, del ya citado Schuessler, que eran las nueve de la noche cuando llegaron a su casa dos amigas desesperadas que le contaron que había sangre en las paredes de los edificios de Tlatelolco, que estaban perforados los elevadores con balazos de ametralladora, con vidrios por todos lados y tanques del Ejército. Al día siguiente, Poniatowska fue muy temprano a Tlatelolco: no vio ningún cuerpo, pero se encontró con zapatos tirados y arrumbados en montones. No había agua ni luz. Comenzó entonces a recoger testimonios en la penitenciaría de Lecumberri con los líderes del movimiento, ahora presos en la crujía “C”. Fue un trabajo que resultó más complicado que el del libro sobre Vallejo y los ferrocarrileros, porque no la dejaban meter nada, ni grabadora, así que tuvo que echar mano de su buena memoria y recopilar los testimonios escritos que los presos le pasaban, con lo que dio forma a la crónica de La noche de Tlatelolco.
A su madre, Paulette Amor, le daba retortijones ver a su hija involucrada en aquel trabajo periodístico. Salvador Novo, que era amigo de la familia, le dejó de hablar inmediatamente. “Ya vimos que andas con esos revoltosos, qué ha de decir tu madre”, le decía Rosario Sansores, poeta, cronista de sociales y compañera de redacción. Pero después del 2 de octubre de ese año nació una efervescencia que se reflejaría en sus obras posteriores, porque había núcleos que seguían aún peleando con el apoyo de intelectuales, donde siempre estaban los inseparables Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, que se daban una vuelta por los mítines. Habían vivido en Tlatelolco un hecho de ignominia y, se reprochaban a sí mismos, se habían quedado a un lado, parados en la tierra, inútiles, junto a sus muertos, como confesó la propia Poniatowska en una entrevista en 1969 para La Revista de la UNAM.
Esto la lleva con seguridad a la novela, un territorio en el que goza de mucha mayor libertad. Su siguiente obra, un cruce entre ficción y realidad, es Querido Diego, te abraza Quiela, una novela en la que narra la desgarradora historia de amor que vivieron en París el pintor Diego Rivera y la pintora rusa Angelina Beloff.
«La línea entre realidad y ficción es muy fina”, me comentó en entrevista la propia escritora, quien afirmaba haber escrito siempre libros donde esa línea se desdibuja. Por ejemplo, otro libro suyo sobre la fotógrafa Tina Modotti (Tinísima), una mujer que cambió la cámara por la militancia comunista y fue enfermera durante la Guerra Civil española, es una portentosa narración basada en hechos reales, pero que impactaron tanto a la autora que decidió hacer una novela con una serie de testimonios que había recogido con viejos comunistas que le habían conmovido por su sacrificio y entrega.
Si el periodismo la sigue llamando, es porque es más fuerte la atracción que siente por el oficio y decide entregarse de nuevo al género. Escribe y publica Fuerte es el silencio, un libro singularísimo, una obra maestra en la que se cuenta una historia nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra, el secreto a voces de las aspiraciones de las luchas populares y sus héroes y mártires, que sólo fugazmente aparecen en las páginas rojas de los diarios. De cara a este asunto, Poniatowska relata lo que se quiere relegar al olvido. Fuerte es el silencio —obra donde lo llamado «policiaco» recupera su dignidad política, donde las muertes y las vidas no son aburridas, donde se reconstruyen los hechos que les han dado su cariz a nuestros días, donde los sentimientos se hilvanan para recuperar la memoria— constituye un admirable principio de la verdadera historia mexicana. Otro mérito de Elena Poniatowska.
Elena asegura que para escribir estos libros lo único que ha hecho es seguir su instinto. Le interesa el tema y a veces se esfuerza porque le interese. Acaba metida en el tema y en sus personajes y escoge lo que a ella le atrae, como la fuerza personal de cada personaje, su capacidad para vencer obstáculos, cierto aspecto heroico de la vida de cada ser humano, esas mujeres como Tina Modotti o Leonora Carrington (personaje de su novela Leonora), frágiles pero fuertes, duras, creativas en el sentido de que también se encienden. Puede haber otras facetas, pero a Poniatowska le interesó una Leonora Carrington que se defendió como mujer y que finalmente se impuso y supo decir “No». Poniatowska misma enfatiza que admira eso quizá porque ella no lo ha hecho. Eso es lo que trata, asegura, de que se vea para que los lectores digan: “Aquí está esta mujer”.
Otro ingrediente de las obras de Elena Poniatowska es el compromiso político que reflejan muchos de sus personajes. Y es que como ella misma observa, en un país como México es muy difícil escapar de la realidad. En Francia o en España uno puede encerrarse en su casa a escribir sobre lo que quiera; si quieres escoger el medievo te puedes dedicar a eso. Lo mismo sucede en Estados Unidos, donde la gente pasa al lado tuyo sin verte y te puedes encerrar en un piso toda tu vida y escribir sobre el tema que has escogido. Pero en México, como destaca Elena Poniatowska, la realidad te avasalla, entra en tu casa, te saca; la gente está afuera de tu ventana viéndote todo el día y suceden tragedias naturales como puede ser un terremoto, tema que abordó concienzudamente en su libro Nada, nadie. Las voces del temblor, “Cómo estar encerrado en casa frente a la máquina de escribir si afuera está desmoronándose el país”, dice ella. Para Elena Poniatowska la cuestión primero es salir a repartir agua, a juntar ropa, a tirar a la basura medicinas caducadas para que no se las vayan a tomar, y luego empezar a preguntarles si han sufrido pérdidas de familiares o amigos, de viviendas, ir haciendo cosas y al mismo tiempo irlas escribiendo, como ocurrió con ese libro sobre el terremoto en la Ciudad de México en 1985. Carlos Monsiváis le decía que no fuera a conseguir colchones y que no buscara cobijas, que eso no le tocaba, que ella solo tenía que escribir, pero Poniatowska creyó que el hecho de ser mujer tenía que ver con implicarse mucho más profundamente.
“México es un país muy violento, un país en el que no puedes aislarte”, recuerda Poniatowska. A su casa tocan a la puerta seis veces en la mañana y seis en la tarde. Ha llegado a llamar gente que va a decirle que no tiene dónde dormir y aunque en su casa apenas hay tres camas, ella a veces les dice que se queden y que al día siguiere ya verán.
Poniatowska asume que todo eso, después, se vuelve político porque llega un momento en que le preguntan por qué hace eso, y entonces ella acaba tomando partido definitivamente y se sitúa al lado de gente como Andrés Manuel López Obrador, porque cuando dice “Primero los pobres”, Poniatowska ha creído que es verdad. Y porque confía en que no va a robar ni a extorsionar. Reconoce que no es el mejor hombre pero para ella es la mejor posibilidad para México. Y ha llegado a esa conclusión y la sigue aunque se le rechace, la odien y le digan descastada, porque Poniatowska sabe que hay mucho rechazo y mucha persecución de la oposición en México. Eso sí lo ha vivido. Entonces ella dice que se ha politizado a partir de su interés por la gente, por lo que no conoce, porque su medio social lo conoce, pero ninguna mujer de ese medio le ha dado lo que Jesusa Palancares, ninguna, reconoce ella misma, le ha enseñado lo que le enseñó: su fuerza, su amor al país, su conocimiento de las razones por las que ella hizo las cosas; “una mujer fuera de serie”, destaca Poniatowska. Así que para Elena Poniatowska es una inspiración, como lo es su madre, “una mujer que estuvo en la segunda Guerra Mundial y conducía una ambulancia, una mujer muy valiente que jamás se quejó y tenía una calidad humana muy superior”.
Precisamente la condición de la mujer es un asunto que se respira en toda la obra de Elena Poniatowska, un tema que le ha preocupado siempre y en el que reconoce ciertos avances en nuestros días.
«Muchas mujeres”, me dijo en una conversación, “ahora se han levantado y han pedido el aborto, el control sobre su cuerpo, la prevención del embarazo y sobre todo la información, que en países como el mío ya funciona a pesar de la Iglesia católica, que ha sido un peso enorme, una lápida sobre los hombros de las mujeres de América Latina. Y ya hay muchas mujeres que se dan a respetar y elevan su propia voz. Yo me asumo como una mujer feminista, claro, pero no lo defiendo a gritos ni sombrerazos, porque creo que lo mejor que le puede suceder a cualquier hombre o mujer es estar enamorado, así que lo principal es eso, pero después sí creo que las mujeres tienen una gran desventaja respecto a los hombres, sobre todo en América Latina, porque en Francia, por ejemplo, las mujeres hacen lo que les da la gana”.
Por fin, tras 25 libros publicados y cientos de artículos escritos para la prensa mexicana, a Elena Poniatowska le llega el reconocimiento internacional con novelas como La piel del cielo (Premio Alfaguara 2001), que la catapulta a todo el ámbito de la lengua española, y Leonora (Premio Biblioteca Breve 2011), que la consolida en ese Olimpo.
La piel del cielo tiene su inspiración en el amor y en el descubrimiento de lo que son las estrellas, el cielo que está encima de nosotros, qué es y qué significa. Aunque la primera parte narra la biografía de un astrónomo, el estrellero Guillermo Haro, esposo de Poniatowska, fundador de la astronomía moderna en México, en realidad es una novela en la que le atribuye muchas cosas que no tienen nada que ver con él. Por eso después quiso hacer una verdadera biografía de Haro, titulada precisamente El universo o nada. Biografía del estrellero Guillermo Haro, donde se cuenta la vida de un mexicano en un país del tercer mundo como lo era entonces México, porque cuando él murió, hace treinta años, ahí se consideraba que no era necesario hacer ciencia porque teníamos una frontera de más de dos mil kilómetros con los Estados Unidos y podíamos importarlo todo de allá y saldría más barato que hacer nuestro propia ciencia, y contra esa estupidez luchó Guillermo Haro y por poner la astronomía mexicana en el primer plano mundial.
Leonora, una de sus mejores obras, escrita en clave de ficción y donde cuenta la biografía de la pintora inglesa nacida en Lancanshire en 1917 y fallecida en 2011 en Ciudad de México, no es una deuda con la artista, porque ella llegó en los años 40 a México y desde que Poniatowska la entrevistó por primera vez, por aquel tiempo, siempre le pareció una mujer excepcional, fuera de serie, así que se hizo su amiga y durante años la estuvo visitando en su casa y cuando envejeció, pocos años antes de su muerte, la encontró muy sola y se quedaba con ella acompañándola, y Leonora Carrington le contaba cosas que Poniatowska retenía porque odia las grabadoras y las entrevistas. Y con esa memoria, me expuso, pudo hacer una novela. Lo que más le había llamado la atención de ella fue su talento, su pintura, su vida y su rebeldía, un hilo conductor en toda la obra de Elena Poniatowska, porque la rebeldía es algo que reconoce admirar mucho, ella, que siempre ha sido súper dócil. “Toda la vida he hecho lo que los demás querían”, me confesó, “así que la rebeldía la pongo siempre en los libros”.
Pero el gran secreto de las obras de Elena Poniatowska está, como bien escribe el narrador mexicano Jordi Soler, “cuando sus novelas se entrelazan con el periodismo o, por decirlo así, con la vida real”.
Podemos citar, a ese tenor, obras como las ya mencionadas más otras como Ay, vida, no me mereces (1985), donde ensaya sobre la vida y obra de Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Rosario Castellanos, y los representantes de la llamada literatura de la Onda, José Agustín y Parménides García Saldaña. O las menos célebres pero interesantes Octavio Paz: las palabras del árbol (de 1988) y Juan Soriano, niño de mil años (de 2000).
Más tarde, Poniatowska publicará las novelas Paseo de la Reforma (1996), una historia sobre la alta burguesía mexicana; El tren pasa primero (2006), novela inspirada en la lucha social del líder ferrocarriles Demetrio Vallejo; Dos veces única (2015), donde cuenta la intensa vida de un mujerón, la legendaria musa de Diego Rivera, Lupe Marín, testigo de excepción del mundo artístico del grueso del siglo XX mexicano; o El amante polaco (2019), donde narra la historia del último rey de Polonia con guiños a su propia biografía como un cierre a sus indagaciones de toda la vida.
Al entrar de lleno en la octava década de existencia, con 45 libros publicados, Elena Poniatowska se percató de que el tiempo había ido cobrado una dimensión más acuciante.
«El tiempo es algo que está impuesto”, me dijo resistiéndose a la sujeción. “Podríamos tener otra manera de medir el tiempo”, indicó, y sugirió que “la consumación del tiempo es la consumación de una vida”. “Así que el tiempo es un regalo, un intercambio”, dijo. Su intercambio es la dedicación a la gente y a la escritura. Por eso afirma que tiene todavía novelas por escribir, que quiere ver crecer a sus nietos. Muchas cosas por hacer. Una Fundación, que está en marcha. Claro que si se muere, sonríe, “ni modo”. Además, resume con simpatía, “trabajo sobre mí misma para ser una persona mejor”. Y entretanto sigue haciendo periodismo, como cuando empezó, porque ese oficio estará con ella siempre.
Hoy en casa de Elena Poniatowska, junto al retrato de su hijo Emmanuel, están las obras completas del colombiano Gabriel García Márquez, al que entrevistó muchísimas veces. Cuando Vargas Llosa le dio aquel puñetazo en la cara, Elena estaba allí y cuenta bromeando que por él no fue buena reportera, porque mientras Ana Cecilia Treviño, apodada “la Bambi”, una editora de la Sección B de cultura y sociales del diario Excélsior, salía corriendo a dar la primicia, doña Elena fue por un bistec crudo para bajarle la hinchazón. Y así, resume, le ganaron la primicia.
Respecto a su fascinación hacia cierto tipo de mujeres, se pueden citar los ejemplos de las mujeres que incluyó en Las siete cabritas (del año 2000), como María Izquierdo, a quien le dijeron que no estaba capacitada para hacer murales por ser mujer y no la dejaron; a Nellie Campobello, quien firmó como hombre sus primeros poemas; a Nahui Ollin, que caminaba desnuda por la Alameda, o a Pita Amor, que de joven recitaba poemas de San Juan de la Cruz en la televisión, con blusas escotadas, y le decían que no podía andar enseñando los pechos. Luego, a Tina Modotti, acusada de asesinato, y a Leonora Carrington, encerrada en un manicomio en Santander, desquiciada. A todas ellas las tildaron de locas. Y podemos sumar a Angelina Beloff, pintora liberal, que fue la primera esposa de Diego Rivera en París y que sufrió, con tristeza y soledad, la ruptura de su relación. De todas ellas escribe y uno se pregunta como la escritora Guadalupe Loaeza, una de sus herederas: “¿Por qué será que le fascinan estas mujeres a Elena Poniatowska?” Loaeza siempre ha creído que tiene un sentimiento de culpa, por haber nacido princesa, por haber nacido en París y por haber llegado en un momento dado a México, un momento maravilloso y paradisiaco, pero con mucha pobreza. “Elenita”, dice Loaeza, “siempre ha sido muy sensible a la pobreza y a la desigualdad. Por eso se ha manejado toda la vida con un sentimiento perenne de culpa. Se exige demasiado y tiene muchos miedos. Y tal vez en el espejo ve a todas estas mujeres. Porque a ella la han criticado muy fuerte desde que salió, críticas muy duras”. Decían que no era una Rosario Castellanos, que no era una Elena Garro. No, porque era Elena Poniatowska.
Lydia Cacho ha realizado un boceto de la escritora, de la mujer, y ha dado una serie de trazos llamándola la princesa Poniatowska: “políglota, culta, brillante, hermosa, bailadora, conocedora de la vida cotidiana del México profundo, que sabe lo mismo de cocina que de diplomacia, de economía que de desigualdad social; la que se metía en los barrios bajos a escuchar historias lo mismo que recibía medallas en un palacio en Francia. Ella, la mujer, la ‘escritora menor’ dedicada al periodismo, cuya literatura ha sido despreciada por la soberbia de un universo intelectual donde los interlocutores no deben conocer el precio del tomate, donde está prohibido hablar del dolor existencial que causa la mirada de las mujeres injustamente encarceladas o violadas”. “Elena”, escribe Cacho, “cometió la herejía de revelar la sabiduría femenina sin importarle el coste de su atrevimiento”. Todos admiramos a la periodista que ha entrevistado a Malraux, a Rosario Castellanos, a Rulfo, a Rivera, a Alfonso Reyes, a Luis Buñuel y a infinidad de personajes que han pasado por su mirada generosa e inteligentemente curiosa. Es Elena Poniatowska, “la princesa roja”, como acaba por nombrarla Lydia Cacho, mujer de voz dulce, sonrisa exquisita y mirada relumbrante que declara ser y haber sido tanto o “más mexicana que el mole”.
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