Un viejo refrán inglés abre la nueva novela publicada de Elia Barceló (Elda, Alicante, 1957): «Los viejos pecados proyectan largas sombras». Las largas sombras se reeditó el pasado mes de mayo en su actual casa, Roca, tras una efímera primera vida en la editorial Ámbar en el año 2009. En la práctica estamos ante una novedad tras el éxito de El color del silencio. Esta novela emocional disfrazada de thriller retrata las décadas vividas en España desde el verano de 1974 hasta la burbuja inmobiliaria de principios del siglo XXI a través de un grupo de amigas.
Esta aventura narrativa sirve de excusa para entrevistar a esta mujer llena de luz que eclipsa la salada claridad de la Tacita de Plata. Ha venido a Cádiz para pasar unos días, dejando atrás Innsbruck, la capital del estado tirolés donde vive desde 1981, y la dura promoción de su trabajo. Pero uno cambia de país y de ciudad, pero no “de vida y costumbres”, como dijo el Buscón de Quevedo, y Elia Barceló mira al mar desde la balaustrada de la Alameda, junto a una farola de forja, con ideas atronadoras en su cabeza para sus próximos libros. Hemos quedado en este jardín abierto al Atlántico donde florecen las rojas buganvillas y los laureles de indias. La monotonía machadiana de una fuente con fondo de azulejos azules sobrevuela nuestra conversión. Esta paz tiene algo de perdón. De revelación.
—“En lo que cuento siempre hay un misterio que desvelar, un secreto que al final se descubre, unos comportamientos que se entienden cuando se cierra la novela”, me dijo en una entrevista que le hice cuatro años atrás. Las largas sombras es un buen ejemplo de ello, ¿no?
—Sí, creo que Las largas sombras es uno de los mejores ejemplos, pero eso es algo habitual en mis novelas. Yo siento el mundo y las personas como un tremendo misterio en el que tengo que profundizar para poder comprenderlo. Me pregunto constantemente el porqué de las actitudes, las acciones y las palabras de los demás y trato de entender por qué son como son y hacen lo que hacen. Cuando una se acostumbra a eso, las historias surgen casi sin que las busques porque tu mente te suministra posibles respuestas. Por eso en mis novelas sucede con frecuencia que el lector asiste a comportamientos o actos que no acaba de entender y solo a lo largo de la lectura irá comprendiendo.
—Sus novelas también están llenas de sentimiento.
—La mayor parte de los comportamientos humanos se deben a los sentimientos. Hay personas, pocas, pero las hay, que se guían más por su intelecto, pero la mayor parte de nosotros hacemos lo que hacemos a partir de un sentimiento: amor, deseo, culpa, envidia, ambición, venganza…
—La presencia de una potente historia de amor es una característica común en prácticamente todos sus libros.
—Estoy convencida de que el amor o la falta de amor es determinante en nuestro comportamiento. El amor es el gran motor de todo lo que existe y por eso las historias de mis novelas siempre se sustentan en un amor, pero cuando digo “amor” no me refiero necesariamente a una relación de pareja o de sexo, sino al gran complejo de sentimientos que giran en torno al amar y ser amado (apreciado, despreciado, humillado, admirado…). Cuando uno, en confianza y con tiempo, habla con una persona muy anciana y le permite contar momentos importantes de su pasado, cosa que yo hago con frecuencia, llama la atención que todo el mundo acaba hablando de una historia de amor, tanto si fue feliz como si se frustró. Lo que muchos años atrás parecía fundamental en la vida, el trabajo, por ejemplo, se desdibuja con la edad y a veces les resulta incluso un poco ridículo eso de haber pasado tantos y tantos años preocupado y angustiado por cuestiones laborales. Lo que permanece es el amor, el recuerdo del amor, tanto si es una relación de pareja como si se trata del amor por los padres, por los hijos, por un buen amigo o amiga, por un pedazo de tierra, por un animal, por el mar…
—El pasado gravita siempre sobre nosotros y condiciona nuestra vida, según parece entreverse en algunas de sus novelas, de modo que sus historias se balancean entre el presente y el tiempo pretérito que se trata de indagar.
—Yo soy terriblemente consciente de que somos seres de tiempo, que vivimos en un delicadísimo equilibrio entre el pasado y el futuro, aunque lo único que de verdad tenemos en cada instante es el presente. No puedo evitar sentir constantemente que el pasado existe y condiciona mi presente actual, y que, mucho peor, va a condicionar mi futuro por mucho que me esfuerce en dar en el presente los pasos necesarios para acercarme a lo que pretendo de mi futuro. Cuando una vive de este modo –hipercronía, lo ha bautizado mi marido– no puede evitar que sea un elemento fundamental en cualquier historia, en cualquier novela. Cuando T.S. Elliot dice en Burnt Norton que “el tiempo presente y el tiempo pasado son ambos quizá presente en el tiempo futuro y el tiempo futuro está contenido en el tiempo pasado” siento que es tan verdad que da escalofríos.
—Y usted lo trata de demostrar…
—Sí, así es. Intento demostrar cómo lo que sucedió en el pasado ha marcado lo que estamos viviendo ahora y marcará también nuestro futuro si no hacemos algo para mejorarlo aunque sea solo un poco. Hay que conocer la historia —la privada y la pública—, desde todos los puntos de vista posibles, para saber quiénes somos, por qué somos así, por qué reaccionamos de una cierta forma. La historia es muy manipulable y depende de quién la narre y con qué intenciones. En una novela, por ejemplo, un personaje puede haber sido marcado por ser el último de tres hijos varones, por haber sido chico cuando sus padres esperaban una niña, por haber sido educado siempre como “el pequeño” de la casa, por la comparación constante entre los otros hermanos más fuertes e inteligentes (porque eran bastante mayores que él). Todo eso es algo que determinará su futuro y le costará mucho superar, si lo consigue. A veces, el origen del comportamiento de un político sin escrúpulos, pongamos por caso, hay que buscarlo en esa necesidad de demostrar a los otros dos hermanos y a los padres que ya no es el niño no del todo deseado, el pequeño, el débil… que ahora está por encima y manda él.
—Casi todas las familias encierran secretos.
—Si no hablamos de secretos terribles, de asesinatos y otros crímenes de sangre, estoy segura de que todas las familias tienen sus secretos, cosas de las que no se habla nunca. Cosas como “por qué no nos hablamos con esa rama de la familia”, o “lo que el tío Paco le hizo a la tía Elisa”, cosas como abortos, accidentes que pudieron haberse evitado, cosas que sucedieron durante la guerra y siguen siendo demasiado dolorosas o humillantes para confesarlas (tanto de un lado como de otro), maniobras económicas no del todo limpias, cuestiones de herencias… Todas las familias tienen su lado oscuro y la mayoría piensa que si no se habla de todo aquello, antes o después desaparece. Pero no es verdad. El pasado es testarudo, se cuela en las formulaciones, en las medias palabras, en lo que uno ha oído comentar en su infancia sin entenderlo del todo… De todos esos secretos se forma un compost del que surgen las historias, al menos en mi caso.
—¿Qué nacen antes, las historias o sus personajes?
—Hay de todo. Algunas veces imagino una historia: una sucesión de situaciones y conflictos que van en una dirección concreta. En ese caso los personajes vienen en un segundo paso, cuando me planteo a quién le ha sucedido todo aquello (porque lo gracioso es que nunca pienso que les “va a suceder” sino que “les ha sucedido”, como si todo lo que voy a contar ya hubiese pasado y yo me limito a narrarlo). Otras veces, sin embargo, cuando estoy haciendo algo mecánico (como planchar o pasar el aspirador) o caminando por ahí, aparece en mi mente un diálogo o un monólogo de personajes que no sé quiénes son ni de qué hablan. Los dejo a su aire y escucho mientras el diálogo se desarrolla en mi interior. Si me doy cuenta de que tienen una historia que contar, una historia interesante, empiezo por ahí y busco cuál es.
—Usted siente placer durante la escritura, pues reconoce que se divierte mucho. ¿Entiende a los escritores que lo pasan mal mientras escriben?
—Entiendo que de vez en cuando todo trabajo resulta pesado o angustioso. De vez en cuando. Pero si la escritura es siempre un dolor, una tortura, no comprendo por qué no cambian de oficio y se dedican a algo que los haga más felices. Me parece un poco histriónico y bastante arrogante presumir de cuánto sufren, como si tuviéramos que estarles agradecidos por haber hecho el sacrificio de entregarnos esa novela en la que va su sangre, su sudor y sus lágrimas. Yo, personalmente, no necesito secreciones de nadie. El mundo está lleno de excelentes novelas y estoy segura de que no pasaría nada si ese señor (o señora) que tanto sufre escribiendo se hubiera dedicado a otra cosa y se hubiera ahorrado todo ese dolor.
—¡Ayyy, esa herencia judeocristiana del sacrificio y el sufrimiento!
—Y lo de que sólo tiene mérito lo que duele y cuesta un gran esfuerzo me parece algo que ya deberíamos ir dejando atrás. Para mí tiene mucho más mérito lo que surge de la alegría, de las ganas de compartir, de dar, con naturalidad, con ilusión.
—Con seis o siete años ya contaba historias de viva voz a sus amigas…
—Sí, me encantaba. Era una época en que casi nadie tenía televisión; muy pocas casas tenían libros, mis amigas aún no sabían leer o no muy bien… Yo leía ya sin dificultad, en mi familia había muchos libros, mis abuelos se habían comprado uno de los primeros televisores del pueblo, íbamos al cine los domingos, me contaban historias… Todo eso significaba que yo tenía acceso a muchas ideas que para mis amigas eran nuevas, así que nos reuníamos en una especie de cobertizo que mi abuela tenía en la azotea y allí, entre leña y trastos viejos, y teniendo en el regazo los gatitos que las gatas de la zona parían en un cesto, les contaba todo tipo de historias, desde la película americana que había visto en el cine, a las leyendas más truculentas que me contaban mis yayos sacadas del folclore o de la ópera o del teatro. Pero las que más nos gustaban a todas eran las de fantasmas y aparecidos y sucesos misteriosos… los cuentos de miedo mientras se iba haciendo de noche. Luego yo me quedaba en casa de mi abuela, pero ellas tenían que volver a sus casas por unas calles donde toda la iluminación pública era una bombilla en mitad de la calle y otra en cada esquina. Elda era un pueblo tranquilo y no había peligro, pero de todas formas la oscuridad siempre impresiona y ellas protestaban y disfrutaban a la vez de aquella sensación de escalofríos.
—Le gusta internarse en territorios diversos, desde la literatura juvenil a la fantástica, con una variedad de enfoques que solo puede utilizar una escritora total.
—Las historias vienen sin que yo las llame y cada vez son de un tema y un estilo porque yo no las fuerzo para que se acomoden a un género concreto. Me figuro que hay colegas que cuando tienen una idea y son, por ejemplo, escritores de novela negra, la rechazan si no se ajusta a los parámetros que necesitan, y siguen pensando. Yo, por suerte, cuando me enamoro de una historia me pongo alegremente a escribirla porque no tengo ningún tipo de restricción. Mientras tanto, mi nombre se asocia precisamente a la versatilidad y mis lectores saben que pueden esperar cualquier cosa, aunque en términos generales tengo dos líneas básicas: la fantástica, en la que entra también la ciencia ficción y el terror, y la realista, de la que surgen novelas como El color del silencio, Las largas sombras o Disfraces terribles.
—Su interés por la ciencia ficción y lo fantástico es notorio.
—Como lectora, los clásicos de la ciencia ficción y el fantástico al estilo Poe, Cortázar o Borges fueron mi primer amor; después vino la literatura de terror, sin desplazar a las anteriores. Más tarde me fui aficionando también al realismo y a la novela negra. En general, una escribe lo que lee, lo que le ofrece modelos que le gustaría alcanzar. Posiblemente por eso yo empecé con el fantástico y la ciencia ficción, algo de terror, novela histórica, negra y, desde hace unos años, también me he enamorado de la novela realista de misterios y secretos. Todo tanto para adultos como para jóvenes.
—Ha sido profesora de literatura hispánica en Innsbruck (Austria) desde 1981. ¿De qué modo su estancia allí ha afectado a su propia obra?
—No tengo ni idea de cómo habría sido mi obra si me hubiese quedado estos 36 años en España, pero la verdad es que no creo que hubiera sido muy diferente dados mis intereses literarios, que nunca han estado ligados al devenir político de un país u otro. Lo que sí me ha influido es simplemente el tener que estar siempre adaptándome a otras costumbres y formas de ver el mundo, el tener que vivir en una lengua tan distinta, que categoriza la realidad de otra manera, la sensación de ser diferente, extranjera… Todas esas cosas han marcado mi evolución como persona y han influido seguramente en mi manera de escribir o los temas que me parecen importantes. De lo que estoy segura es de que ha hecho que mi talante cosmopolita haya aumentado mucho. Soy europea por encima de todo. Luego soy mediterránea, europea mediterránea, con un buen toque de centroeuropea.
—¿Ese cosmopolitismo se refleja en su obra?
—Creo que mi vocación cosmopolita tiene que ver con varias cosas: en cuanto aprendí a leer —me enseñó mi madre a los cuatro años— pude empezar a ver por mí misma que había montones de lugares fuera del pueblo donde yo vivía; a los seis años, mi abuelo, que se había criado en Francia, empezó a enseñarme francés y, con ello, comprendí muy pronto que en esos otros lugares la gente a veces hablaba en otras lenguas y hacía las mismas cosas que nosotros pero de otra forma. Mi padre me aficionó a la ciencia ficción desde muy jovencita y, a través de las novelas que teníamos en casa y las que había en la biblioteca municipal, fui ampliando el territorio de mi imaginación. También leía tebeos, unos “para chicas” y otros “para chicos”, en los que los y las protagonistas viajaban a lugares exóticos y encontraban amigos y aliados de todas las etnias y nacionalidades. Me enamoré de los indios de las praderas, de los piratas del Caribe, de los vikingos de Escandinavia… Con mis protagonistas viajé a Birmania, a Java, a Japón, a México… Leí sobre dioses y mitologías de todos los países, empecé a hacer planes para viajar en cuanto tuviese la edad necesaria, y empecé a aprender inglés, que era la lengua más necesaria para esos viajes…
—Me sigue resultando increíble el poder de la ficción y de los libros.
—Así es. Recuerdo que cuando volvía por las noches de la biblioteca, después de que hubieran apagado las luces a las diez, apretando contra el pecho los libros que acababa de sacar en préstamo, mi cabeza estaba llena de viajes y lo que más deseaba era hacerme mayor para salir del pueblo y ver todas las maravillas del mundo: los templos de Grecia, la torre Eiffel, los grandes museos de Europa, las ruinas de Roma, Angkor Wat, el Pan de Azúcar, la Muralla China, los templos tailandeses… Seguramente por eso mis novelas están impregnadas de ese amor mío por los viajes, las ciudades por descubrir, los otros países… Claro que amo mi pueblo, mi provincia, mi país, mi paisaje… pero no me basta con eso, ni creo que sea superior a ningún otro. Me siento ciudadana del mundo y me gustaría que todos pudieran sentir lo mismo, para vivir en paz y en el puro asombro de la belleza.
—Escribir es un oficio muy trabajoso.
—Escribir es, efectivamente, un oficio, una artesanía que hay que dominar para tener alguna posibilidad de llegar a ser un artista. Hacen falta un gran talento de partida, mucha disciplina y muchas, muchísimas horas para dominar el oficio. Desde ahí, ya no hay tope y una puede intentar llegar a las estrellas, pero siempre sin mirar por encima del hombro a las personas que tienen profesiones menos creativas. Todas son muy necesarias. Supongo que lo que me llevó a escribir fue el amor por las palabras, por lo que se puede hacer con ellas, y el amor por las historias. Mis fuentes fueron el cine y las novelas y desde siempre fueron las dos actividades que más placer me daban, desde muy pequeña. Luego, poco a poco, empecé a contar mis propias historias, a escribir textos muy breves para tener la sensación de éxito, de haber conseguido acabar algo completo, luego a escribir pequeños relatos… hasta que me animé a intentarlo con una novela. Creo que fue con mi tercera novela publicada, y después de haber ganado dos premios, cuando empecé a aceptar para mí misma sin que me pareciera arrogante, que era escritora.
— No parece tener sacralizado el oficio de escribir.
—No entiendo esa necesidad que algunas personas parecen sentir de hacer creer a los demás que el ser capaz de producir arte los hace superiores a los que no lo hacen o no pueden hacerlo. Yo no sacralizo ni a los artistas ni a los científicos ni mucho menos a los políticos o a los líderes religiosos; ni a ellos ni a sus actividades. Pienso que el arte es una necesidad del ser humano, que es indispensable una vez que tenemos las necesidades de superviviencia cubiertas (comida, bebida, calor, seguridad, protección…) y que es algo que nos hace mejores y más felices, pero eso no significa que haya que sacralizarlo.
—Durante muchos años, la dispersión de su obra por tantas editoriales pudo significar un problema para que no fuese usted más conocida por el gran público. Desde hace un par de años, Roca está editando y reeditando sus novelas. ¿Qué siente ante esta apuesta tan firme por parte del sello catalán?
—Siento que por fin he tenido la suerte de encontrar un hogar literario en el que me siento en casa, donde puedo ir poniéndome cómoda porque nos entendemos, nos apreciamos y todos hacemos un buen trabajo, cada uno en lo suyo. Estoy muy agradecida a Blanca Rosa Roca por haber confiado en mí hasta tal punto y haberme permitido trabajar con un equipo de primera calidad para hacer unas novelas estupendas, bellas, bien maquetadas, bien distribuidas, bien publicitadas, que llegan a miles de lectores en toda España.
—Por cierto, ¿para cuándo está prevista la reedición de su (magnífica) novela Disfraces terribles? Es una novela a la que he vuelto en varias ocasiones y que llevo años recomendando a todo el mundo.
—Pues en lo que yo sé, primero saldrá la novela en la que estoy trabajando ahora, que será novedad, y después, mientras yo escribo la siguiente, se reeditará Disfraces terribles, que es una de mis novelas favoritas. Dentro de poco tiempo, por fin, y gracias a Roca, volverá a estar disponible para el público.
—Vuelve a contar con un trabajo de la artista Lita Cabellut para la sobrecubierta de su novela recién publicada.
—Sí. Es un auténtico lujo contar con una obra de Lita para la cubierta de mis novelas. Es una artista que admiro muchísimo y con la que, de una manera absolutamente sorprendente, coincido en multitud de cosas en cuestiones artísticas y en opiniones sobre muchos otros temas. Digo que es sorprendente porque, sin habernos visto nunca hasta hace un par de meses, al encontrarnos estuvimos charlando como si nos conociéramos de mucho tiempo e incluso coincidimos —con gran alegría por las dos partes— en una idea fundamental en la que se inspira el proyecto artístico que ella está desarrollando en estos momentos y la nueva novela que yo estoy escribiendo.
—¿Qué tipo de lectora es Elia Barceló?
—Omnívora, voraz, con preferencia por la ficción narrativa de cualquier género, pero bien aderezada con algún ensayo, algún libro de poemas, alguna obra de teatro. Me gusta leer en varios idiomas y también leer obras que se escribieron hace mucho tiempo y aún tienen mucho que enseñarme.
—¿Cuáles son sus autores literarios preferidos, esos a los que siempre se arrima en busca de estímulos?
—Julio Cortázar, Ursula K. LeGuin, Ray Bradbury, Gonzalo Torrente Ballester, William Shakespeare, Federico García Lorca, John Fowles, Daphne du Maurier, Shirley Jackson, Luisa Valenzuela, George Orwell, Stephen King… Muchos… Y muchos de ellos anglosajones; siento afinidad por ellos y por su lengua. Muchas veces, al leer autores vivos en español tengo la sensación de que no son naturales, de que están tratando de que el lector se dé cuenta de lo serios y lo literarios que son… de que todo es trabajoso, sin humor, sin ligereza… Eso no me inspira ni me estimula.
—A Julio Cortázar lo ha citado en primer lugar. ¿Qué significa para usted?
—Es uno de mis grandes maestros, por no decir “El Maestro”. Me siento muy cercana a su modo de ser y de ver el mundo. Me fascina su forma de narrar, su capacidad de condensación, su talento para la elisión… Me refiero sobre todo a sus cuentos, que para mí son lo más grande de su obra. Le he dedicado mucho tiempo, mucha reflexión, escribí mi tesis doctoral sobre sus relatos y siempre vuelvo a ellos cuando necesito recordarme a mí misma que ciertos milagros narrativos se pueden conseguir.
—¿En qué trabaja ahora?
—Estoy en el último tercio de una nueva novela bastante compleja de escribir aunque luego, cuando esté terminada, debería ser muy agradable de leer. Lo malo es que llevo una temporada de frecuentes viajes y eso me saca de la maravillosa rutina de escribir todos los días durante varias horas, que es lo que más me gusta. Tengo empezadas otras, creo que tres o cuatro más, de distintos géneros, pero no volveré a ellas hasta que termine esta.
Fotos: © Pau Sanclemente
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