Aparece la primera biografía en español de una de las leyendas del jazz vocal: Ella Fitzgerald: La cantante de jazz que transformó la canción norteamericana, obra de la historiadora y musicóloga Judith Tick, editada por Libros del Kultrum.
A diferencia de algunos de los grandes protagonistas de la iconografía del jazz, Ella Fitzgerald no nos dejó una vida atormentada ni de vocación autodestructiva, sino que su legado se ciñe a su fecunda trayectoria artística. Así lo documenta, en la primera biografía traducida al castellano, fruto del trabajo de más de una década, Judith Tick, a quien debemos Ella Fitzgerald: La cantante de jazz que transformó la canción norteamericana, editado hace pocas semanas por Libros del Kultrum, santo y seña a la hora de ilustrarnos sobre los maestros del género. La extensa y minuciosa obra de la historiadora y musicóloga estadounidense nos permite acercarnos a una de las más destacadas vocalistas, cuyo talento e inquietudes le permitieron trascender los límites de este tipo de música desde sus audaces inicios en la banda del batería Chick Webb hasta el epílogo en el que se abrió a otros estilos, a lomos de las nuevas tendencias. Cuando falleció, a los 79 años, el 15 de junio de 1996, después de que debieran amputársele las dos piernas como consecuencia de la diabetes, ya hacía tiempo que se había ganado la catalogación como una auténtica leyenda, a la altura de Billie Holiday y Sarah Vaughn, con quienes compartió la admiración de los especialistas y de los innumerables aficionados que siguen disfrutando con la era dorada del jazz vocal, en principio observado con reservas por el ala más ortodoxa de los exégetas.
Más allá de una infancia convulsa desde su Virginia natal, golpeada por el temprano fallecimiento de su madre y por el paso por un reformatorio, al margen de los problemas a los que hubo de enfrentarse por la segregación racial, la historia de Ella Fitzgerald fue la de una mujer en permanente búsqueda de nuevos desafíos, precoz desde que se asomó a los escenarios en la adolescencia con el éxito en una prueba en el Teatro Apollo de Harlem, ya en busca de un mejor destino en Nueva York desde la precariedad del profundo Sur, constante y aplicada a la hora de encauzar sus cualidades sin desviarse de un itinerario en línea recta, en el que su nombre se vio siempre asociado a figuras de extraordinaria dimensión, como fueron, entre otras, las de Duke Ellington, Dizzy Gillespie o Ray Brown, con quien estuvo casada durante unos años, sin obviar a Norman Granz, en quien tuvo a su mentor durante buena parte de su carrera, al hombre que supo exprimir todas sus cualidades y la llevó desde los pequeños clubes a los escenarios soñados por cualquier músico.
«Desde que actué en el Apollo supe que quería cantar delante del público el resto de mi vida», dijo tras el primer reconocimiento de su valía. Tímida y hermética ante los medios de comunicación, a medida que merecía no sólo el respeto sino también la curiosidad sobre cuanto sucedía a su alrededor, se distinguió siempre por una voz de jovialidad infantil, por su vital extroversión, a diferencia de la contención y la profunda amargura que fue la imagen de marca de Billie Holiday, acorde con su disoluta y desgraciada existencia, o de la exuberancia de Sarah Vaughn.
Tick, con lupa de entomóloga, desgrana las distintas etapas de su carrera, casi canción a canción, concierto a concierto, deteniéndose en la inteligencia y la serenidad con las que Ella supo manejarse entre los avatares de una industria sometida a continuos cambios y en reseñas hasta ahora desconocidas de sus grabaciones y de su brillo en los escenarios, donde se perpetuó con dignidad y entusiasmo incluso cuando su salud aconsejaba un definitivo retiro.
«Fitzgerald estaba perfeccionando su extraordinario don para leer al público y forjar un vínculo con ellos cuando se daba cuenta de que entendía lo que necesitaban oír. Convertiría este aspecto de su genio en una piedra angular de su carrera», escribe Tick.
No estamos ante el retrato trágico y desolador que emana de Con Billie Holiday: Una biografía coral, el texto de Julia Blackburn, también editado por Libros del Kultrum, ni ante el estremecedor relato de Una vida ejemplar: Memorias de Art Pepper, obra de Art y Laurie Pepper, que apareció en Globalrhythm, por citar dos ejemplos antagónicos con respecto a un libro donde la música se abre paso sin sucumbir en momento alguno al poder seductor de los paraísos letales. Porque la historia de Ella, la que nos cuenta con rigor Judith Tick, es la del triunfo del virtuosismo y la perseverancia, la de alguien que a lo largo de su dilatada y prolífica trayectoria supo erigirse en una de las referencias para entender el jazz contemporáneo desde su concepción más pura y prístina. Puede discutirse si su timbre alcanzó la hondura de Billie Holiday, pero, como apuntó el crítico británico George Melly, «por su bien, deberíamos alegrarnos de que no tuviera que pagar esas cuotas autodestructivas que son la otra cara de esa medalla en particular»
Fitzgerald transitó del swing al nuevo vocabulario armónico del bop para alcanzar su mayor punto de popularidad con la afinada aproximación al gran libro de la música americana. Cole Porter, Rodgers y Hart, Irving Berlin, Duke Ellington y George y Ira Gershwin encontraron una respetuosa y original mirada a sus composiciones, recogida por Not Now Music en una golosa caja de cinco álbumes diríase que imprescindible para cualquiera de sus devotos.
«Ella desarrolló una madura concepción de la balada. Sus interpretaciones de la obra de los grandes escritores norteamericanos de canciones se encuentran entre los documentos más duraderos de la música de los Estados Unidos. Entre los años sesenta y ochenta, Ella ha conservado un dominio supremo de todos los distintos estilos por los que ha vivido y cantado. Aún hoy, por mucho que haya cambiado durante todos estos años, Ella tiene algo de la sencillez y franqueza de la muchacha de 16 años que fue descubierta en enero de 1934 en un concurso de aficionados de Harlem, como tantos otros talentos del jazz (por ejemplo, su gran competidora, Sarah Vaughn)», escribió Joachim E. Berendt, uno de los críticos canónicos, en El jazz: De Nueva Orleans a los años 80 (Fondo de Cultura Económica).
«Cantar fue todo en su vida. Recuerdo cuando estábamos de gira con «Jazz at the Philarmonic» y estuve con ella en pequeñas jam sessions en restaurantes y autobuses. Inventaba letras e improvisaba en el estilo de otras cantantes y hacía todo lo posible con su voz. No había límites para su imaginación y su interés por cantar», dejó dicho el guitarrista Barney Kessel, testimonio recogido en Ella Fitzgerald sings the Duke Ellington song book, triple álbum editado por el sello Verve, donde construyó algunos de sus momentos señeros, tutelada por Norman Granz.
Ellington no escatima elogios para una de las abanderadas del scat, ese fraseo vocal con palabras y sílabas sincopadas del que también hizo gala junto al trompetista Louis Armstrong, otro de los pioneros en tan singular estilo de cantar: «Ella Fitzgerald es una filántropa espléndida. Hace donación de su talento con tremenda generosidad, no ya sólo al público, sino también a los compositores cuyas obras interpreta. […] En nuestra búsqueda musical de un retrato tonal de Ella Fitzgerald, encontramos un paralelismo melódico por el que la ascendencia real, la grandeza de corazón y el talento que escapa a toda categoría son los principales componentes en la búsqueda del jazz total», apunta Duke Ellington en La música es mi amante: Memorias, editado por Globalrhythm.
Mención especial merecen la serie de conciertos y giras organizadas por el sempiterno Norman Granz, que comenzaron en 2 de julio de 1944 en el Philarmonic Auditorium de Los Ángeles, se expandieron por Europa con presencias anuales entre 1952 y 1959 y continuaron de manera intermitente por Europa y Japón hasta la última sesión en Tokio, en octubre de 1983. Ella era una de las estrellas de una constelación en la que figuraban, entre otros, Oscar Peterson, Stan Getz, Modern Jazz Quartet, Dizzy Gillespie, Ray Brown, o el cuarteto de Gene Krupa. El doble álbum «Jazz at the Philharmonic, Seattle, 1956» (Karonte) recoge uno de aquellos festivales.
Granz, hijo de emigrantes judíos que huyeron del imperio ruso, destacó, además de como fundador de sellos discográficos del peso de Verve, por su valiente beligerancia contra el racismo. «El compromiso por los derechos civiles fue profundo desde el comienzo de su carrera, en 1942. Estaba en contacto con la NAACP [Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color] desde mediada esa década. Pronto adoptó estrategias de confrontación directa que no se generalizaron hasta la mitad de los 50», recuerda Tad Hershon en Norman Granz: The Man Who Used Jazz for Justice (University of California Press). Pese a las diferencias en el tramo final de su carrera, es un personaje medular para entender a Ella. No sólo ejerció de promotor y de director musical, en algunos casos de forma demasiado intervencionista, sino también la protegió e hizo de ella uno de los emblemas con los que atravesar las vergonzosas y contumaces trabas del segregacionismo.
Aunque con el paso de los años procuró no significarse en exceso por su beligerancia política o social, Fitzgerald, nos cuenta Judith Tick en el libro que nos ha traído hasta aquí, «viró a la izquierda, apoyando públicamente la campaña de Benjamin J. Davis Jr., candidato del Partido Comunista al escaño del Ayuntamiento de Nueva York que había dejado vacante Adam Clayton Powell Jr. […] Desde noviembre de 1943 hasta diciembre de 1944, figuró como editora colaboradora en la cabecera Music Dial, revista de la izquierda radical dirigida por negros, pero su producción escrita se limitó a dos amables columnas como entrevistadora jitterbug [término asociado a los bailarines de swing] de George Auld y Al Cooper».
De entre las numerosas aproximaciones que se han realizado a lo largo de los años a las canciones que hizo célebres, destaca, además de Dear Ella (Verve), realizada por Dee Dee Bridgewater un año después de su muerte, We All Love Ella: Celebrating the First Lady of Song, de 2007, en el mismo sello, donde desfilan, hasta un total de 16, temas como «A-Tisket, A-Tasket», «Lullaby of Birdland», «The Lady Is a Tramp», «(If You Can’t Sing It) You’ll Have to Swing It (a.k.a. Mr. Paganini)» o «Do Nothing Till You Hear From Me», en las voces de cantantes como Natalie Cole, Chaka Khan, Diana Krall o Queen Latifah, entre las distintas invitadas. Ninguna de ellas pretende replicar la autoridad vocal de la intérprete de Virginia, sino más bien rendir el debido tributo a su incombustible legado.
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