Es esa música que está y apenas se percibe, sin exigir la menor atención por nuestra parte ni provocarnos un deleite del que seamos conscientes; nos hace compañía en momentos en los que objetivamente no estamos para músicas. Pasa felizmente desapercibida, por lo general, en salas de espera, aeropuertos o centros comerciales. Es la música-mueble.
Satie tuvo el desdén de dejar tras su muerte, entre otros símbolos desestimables, un piano desafinado, un montón de cartas sin abrir —pero todas con una respuesta congruente escrita por el músico— y algún sombrero empolvado.
Ante todo, fue fonometrógrafo y gimnopedista, sustituyó la «c» en su nombre por la «k» y compuso una Misa para pobres, además de odiar cualquier tipo de transporte público, en especial los tranvías (fue un paseante réprobo). Escribió cosas sueltas que la disciplinada Ornella Volta, al reunirlas un poco sin ton ni son, dio en titular, por un lado, Memorias de un amnésico y, por otro, Cuadernos de un mamífero.
Aparte de su música —más allá de la musique d’amebleument—, algo de literatura dispersa y las bagatelas antes citadas, de Satie nos ha quedado el retrato que le hiciera, con perezoso arrobamiento, la impresionista Suzanne Valadon (para él, la mujer de su vida por haberla gozado una noche), junto a un puñado de castillos de plomo diseñados a vuela pluma. Pero sobre todo me divierte imaginarlo tocando el piano para ella, la Valadon, en La posada del clavo, en ocasiones interpretando canciones cuyas letras habían sido escritas por una niña de quince años llamada Mimie Godebski (M. God).
Cuando pienso en cualquier familia corriente no puedo evitar la imagen, como contraste, de aquella trinité maudit formada por Suzanne Valadon, su hijo Maurice Utrillo —el que con once años recogía los ramos de flores enviados a su madre por Erik Satie— y el amigo de éste, y posterior esposo de Suzanne, luego padrastro de Maurice, André Utter.
Las notas lentas, escasas, somnolientas y evocadoras de Gymnopédie —su composición más sobresaliente— me hacen evocar pequeñas historias de amor fugaz como la siguiente: Satie sólo disfrutó en cuerpo y alma de Suzanne una noche, y al día siguiente le faltó tiempo y arrestos para rogarle que se casara con él, seguramente afectado por ese entusiasmo-mueble que le caracterizaba más allá del piano.
Impulsiva proposición que yo, sin saber por qué, asocio al arriesgado objetivo del escritor argentino Néstor Sánchez cuando imaginaba su novela poemática, de la que el bonaerense se valdría para construir un género literario propio, hecho a su medida y dotado de una indiscutible intención musical (novela/tango o novela/jazz). De ahí que Sánchez rechazara toda pregunta referida al asunto de sus novelas, prefiriendo que, por el contrario, le plantearan esta cuestión: ¿A qué suenan sus novelas?…
Pero los entrevistadores nunca hacen esa pregunta.
Pues bien, ¿a qué suena la música desapercibida de Satie?…
A duermevela. A espera. A abandono. A soledad. A renuncia. A derrota…
Ante la inesperada proposición matrimonial, Valadon le respondió con benévola cortesía: Non, mon amour…
Entonces Satie se quedó solo y sin réplica posible hasta el final de sus días, acumulando cachivaches y dando interminables paseos cotidianos desde su casa, en Arcueil, hasta París (diez kilómetros), para, después de hacer tertulia en la capital, regresar por el mismo camino, desde París hasta su casa (otra vez los diez kilómetros).
La magia de aquel París hizo posible, como en ningún otro lugar, la interacción creativa. Entre otros, tenemos los casos del músico-escritor y la pintora-modelo. Son innumerables los ejemplos de colaboración irrepetible entre representantes de distintas disciplinas. Veamos: Ravel le puso música a un texto de Renard, Historias naturales, que, a su vez, había sido ilustrado por Toulouse-Lautrec. Más aún: un jovencísimo Jean Cocteau propuso a Diaghilev la colaboración, con vistas a un espectáculo de ballet, de Satie, Picasso y otros. Satie trabajó en la partitura y el malagueño en los decorados y el vestuario. Por su parte, Apollinaire escribió un pequeño manifiesto que sería incorporado al programa y donde, por primera vez, se hacía uso del término surrealismo. La obra tuvo una gran resonancia —defensores y detractores por igual— en su estreno parisino. Se titulaba Parade.
El desfile de los genios.
Cuando escuchamos sin escuchar la música-mueble no es que tratemos de viajar desde la quietud hasta un espacio punto menos que imposible de recuperar, como el ocupado por nuestro pasado vivido. Hay otro pasado, el no vivido, que nos interesa lo mismo que un adorno o decorado trompe l’oeil, imprevisible y, no obstante, necesario para mantener nuestra humilde ubicación y nuestras constantes vitales. Es el mundo ingrávido; es lo que queda entre la vieja fotografía y el espejo, a medio camino entre la literatura materializada y la simplemente presentida. Es lo que queda entre yo y mi doble.
Ha de ser estúpido ese afán que demuestra el ser humano por desdoblarse o triplicarse o volverse uno perdido entre la multitud; una multitud a rastras, creando confusión a cada latido, remontando voces, idiomas y tiempos. Yo, por ejemplo, soy quién y cómo. Coño, soy el escritor. Es decir, el narrator absconditus, un metamorfo, un derivado de mí mismo en derivación de mí mismo, al igual que el monje Medardo —ladrón de identidades— y su doppelgänger, o Mister Hyde, entre tantos que se duplican, o se desdoblan; que se disipan… Que se repiten en pos de la supervivencia.
Mas ¿dónde la idealizada fantasmagoría y dónde la realidad carnal?… Si aquí y ahora el reverendo Lawrence Sterne contara con voz o pluma, y si estas palabras o estos pensamientos, o lo que demonios sea lo que aquí transcurre, constituyeran finalmente un libro suyo, en este preciso punto, ahora, aquí, habría que añadir una página entera en negro con finas vetas de color amarillo inocencia, para que todos nos entendiésemos a la primera.
Tampoco cabe pensar en una mera escenificación puertas adentro y en permanente silencio (la dicción perfecta es el silencio; ya llegará el olvido una vez superadas las tinieblas), sin hilos que inviten a la humana manipulación inmersa en la porosidad de un escenario fragmentado y flexible, grande y pequeño a la vez, pero nunca mediano; alto y bajo, jamás vulgar; plano, circular y perfilado, aun así sin límites ni medidas; allá perdido en el almacén municipal de los recuerdos reconstruidos con signos, trazos o glifos llamados a alimentar nuestro ánimo bajo las notas al aire de una música tan inadvertida como el revistero de una sala de espera.
Las feas y sueltas lenguas acostumbran a contarnos que para Satie no hubo más experiencia amorosa que la otoñal noche compartida con Suzanne Valadon.
Durante sus largas caminatas —enemigo de los transportes públicos, ya se dijo, y según parece también de los privados— cavilaba en torno a las lentas partituras de la languidez y la locura, siempre que estas dos compañeras de la soledad no sean la misma cosa, algo que nos mantiene a todos atrapados en el engaño y nos lleva por el camino de la amargura.
Ahora sabemos que cavilaba, entre otras disipaciones, en las Series que establecieron la música de mueblería que aquí nos ocupa.
Por su parte, Suzanne Valadon continuó la vida al lado de su alcoholizado hijo Maurice (pintor y administrativamente hijo del español Miguel Utrillo, a la sazón artífice de un teatro de sombras en el Nuevo Mundo) y de su Adán privado, André Utter, en el viejo corazón de París; sin castillos de hojalata ni crespones de duelo, sin música ni muebles, cada vez más concentrada en sus cuadros de mujeres y naturalezas muertas.
Ella aprendió el manejo de los pinceles —al tiempo que se olvidaba del contorsionismo, su primera ocupación en la calle o en el circo— vagando por las buhardillas de Montparnasse para posar desnuda ante la mirada lasciva de los artistas pobres que no tardarían en hacerse ricos, quienes la eternizarían sobre el pedestal plano del cáñamo; vagando por aquellos húmedos arrabales llamados a transformarse en la capital del mundo culto, falso, miserable, diletante o chic.
Los Valadon-Utrillo, aquella familia excéntrica y tremenda, se agazaparon bajo el retrato con cantos ondulados de un triste trío maudit y unos cuadros que, en aquel entonces, de poco habrían de servirles, sobre todo al hijo borracho y perdido por las callejuelas y los tugurios de Montmartre, siempre a la sombra perniciosa del ángel más hermoso que la modernidad haya podido engendrar: Modigliani.
Entre tanto, Erik miró su reloj de faltriquera y se le ocurrió componer una Gymnopédie.
De nuevo se hallaba al otro lado del olvido.
Los hay que ignoran la muerte; pero esos también se mueren. Porque todos estamos llamados a sobrevivir temporalmente al albur de un suicidio excesivamente reputado.
Sea por intervención indirecta o por la simple influencia de personajes como Satie, el caso es que a menudo me asaltan las dudas y, pese a ello, permanezco tranquilo.
Quizás todo resulte más sencillo de lo que pensamos. No olvidemos este aserto: hay dos clases de individuos, los que viven arrastrados por una obsesión y los que se dejan llevar por el vacío. Julian Barnes apuesta por una división diferente e igualmente válida: si el mundo quedara dividido en dos —propone Barnes— lo haría entre flaubertians y balzacians.
En lo que a mí respecta, solo alcanzo a discernir que soy más flaubertian que balzacian. Será por eso que me agrada tanto escuchar la música imperceptible de Satie, ya que, entre susurros, me dice cosas hermosas y me empuja a la cómoda duermevela. Lo mismo que me sucede cuando leo a Flaubert.
Ahora que lo pienso, sin llegar a proponérmelo, tal vez me enfrente a una actitud próxima a la adoptada por Arno Schmidt mientras trabajaba en su obra El sueño de la papeleta. Dicha tarea llevó a Schmidt a renunciar a todo; se olvidó de todo e hizo que todo a su alrededor fuese prescindible; es decir, nada. Absolutamente prescindible. Nada. Ni siquiera lo prescindible. Nada. O lo que es lo mismo: nada.
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