Casi todos los detectives “clásicos” ingleses deberían ser hervidos en salsa de menta y servidos como cordilla para gatos.
Aceptémoslo, Sherlock Holmes es un maldito cargante. Un pretencioso que mira al pobre Watson por encima del hombro de su intelecto superior. Pero resulta difícil de aceptar tanta brillantez deductiva en un fulano que se alicata de morfina hasta los techos y toca desaforado el violín a horas intempestivas, mientras sus vecinos claman que le amputen ambos brazos.
No se trata de apreciaciones subjetivas. El buen Sherlock acabó agotando la paciencia hasta el propio Arthur Conan Doyle. Su creador incluso llegaría a darle matarile en El problema final, precipitándolo por las cataratas de Reichenbach, aferrado a su némesis, el doctor Moriarty. Y no fueron las protestas de sus lectores las que le forzaron a resucitarlo, sino la presión de una gravosa hipoteca, sumada a las insistencias de su primera esposa, Louise Touie Hawkins, y de su editor, renuente a perder el chollo.
También tiene un peluseo la famosa Miss Marple. Esa septuagenaria enteradilla, retirada en el campo, pelmaza desde el orto al ocaso, y dedicada a resolver asesinatos a costa de la hipertensión arterial del pobre inspector de turno de Scotland Yard.
“La gente siempre es igual en todas partes”, repite la doña, altanera. A ver, señora, nadie cuestiona su capacidad para descubrir quién liquidó al vicario de su parroquia (Muerte en la vicaría es su aventura más sólida). Pero de ahí a que una jubilada —adicta a la jardinería y al té de las cinco— sea Auguste Dupin redivivo, dista un trecho.
Convengo que, a estas alturas, Agatha Christie y su obra parecen tan inatacables como la vertiente oriental del K-2. Más aún, su Hércules Poirot tiene un pellizquito, pese a que la autora se complazca en retratarlo como un irritante hombrecillo belga. Pese a ello, será quien protagonice la novela más redonda de la británica: El asesinato de Rogelio Ackroyd.
Comparada con Poirot, Marple se queda en simple jartible. ¿Otra prueba?… En la obra más vendida de doña Agatha, Diez negritos (Una decena de subsaharianos cortetes, en denominación inclusiva y políticamente correcta), la mentada señorita no asoma la jeta ni por el forro. Si sabría bien Christie cómo funcionaba el mercado.
En realidad, los mejores detectives e investigadores europeos han sido siempre continentales. Daba igual que fuesen franceses, italianos, suecos o españoles. Por ejemplo, cualquier novela carvalhiana de Manuel Vázquez Montalbán; cualquier Méndez de Francisco González Ledesma; o cualquier volumen de la actual saga de Lorenzo Silva sobre los picoletos Bevilacqua y Chamorro constituirían lectura de bachillerato en un país decente. Por fortuna, España no lo es. Algo que se ahorran cuantos instagrameros, yutuberos y snapchateros penan hoy en las aulas de la ESO.
El título de estas líneas rinde tributo a uno de los maestros franceses del género negro: Frédéric Dard. Con 220 millones de ejemplares vendidos a lo largo de su vida (décadas hubo en que era difícil hallar un domicilio galo sin un libro suyo), Dard escribió 300 obras, de las que 175 fueron novelas con un mismo protagonista: el comisario Antoine San-Antonio (San-Á, para sus acérrimos).
Hoy, ninguna editorial osaría reeditar a dicho personaje. Su autor, discípulo intelectual del no menos eminente Georges Simenon, hace expresarse a su criatura en primera persona y en un francés de difícil traducción, abundante en jerga y con invención de inexistentes o equivocados vocablos. Y esa dificultad para trasladar al castellano tanto giro, camelo y jerigonza limita mucho el campo. Acaso sólo el eminente Gabriel Iaculli sea hoy el único capaz de acometer dicha labor con acierto.
Otro obstáculo estriba en el carácter de su protagonista. San-Antonio es un policía cínico, que va de sobrado, guaperas y ligón irresistible. Pero también un creído que fracasa miserablemente en sostener relaciones estables con las mujeres. A sus treinta y algo, vive refugiado en la casa y los mimos de su madre. Además rezuma un machismo zafio y algo resentido. “Existen tres tipos de mujeres: las putas, las zorras y las merdellonas. Las putas se acuestan con todo el mundo, las zorras se encaman con todos salvo tú, y las merdellonas sólo se acuestan contigo”.
Parecería inadecuado tratar aquí sobre este héroe de novela “barata” —por cierto, sólo se han traducido al español veinticuatro del corpus total—, de no ser porque precisamente su lenguaje y forma de narrar los casos en primera persona resulta mordaz hasta lo hilarante, al tiempo que constituye una gran aportación a la narrativa francesa.
Por eso San-Á ha sido objeto de debate y coloquios en la propia universidad de La Sorbona, con participación incluso de expertos internacionales. Aun hoy, una veintena de acreditados círculos y foros literarios organizan eventos en memoria de Dard y su personaje, casi dos décadas después de la muerte del literato.
Sin entrar en tales honduras, la nota más fascinante del comisario Antoine San-Antonio, radica en la habilidad e ingenio de Frédéric Dard para convertir en legendario a un chulángano que desliza citas de Victor Hugo y Zola entre ácidas afirmaciones. Un descreído y sarcástico del oficio policial, que mantendría un tirón de ventas y popularidad desde 1949 hasta 1990, resistiendo las décadas de mayor conservadurismo entre las fuerzas de seguridad francesas.
Acabo con algunas de las perlas que San-Á acostumbra a regalar: “Treinta centímetros: es pequeño para un enano, pero grande para una polla”, “Existe gran tendencia a fabricar coches antes que autopistas, y niños antes que escuelas”, “Una adúltera sólo se siente culpable de los deslices que su marido pueda conocer”, “La muerte otorga carta de nobleza a un imbécil”, “Los poetas, si tienen una pena, en vez de espantarla le buscan un título”. “Dado que nuestro destino es acabar en un hoyo, roguemos a Dios para que tenga pelo alrededor”.
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