Foto de portada: Juan Ballesteros.
El niño está solo. Pasa las tardes —años después lo escribirá con la precisión escénica de la nostalgia— leyendo en su habitación, cerca de una ventana acaparada por la sombra de una acacia. No hay padre que imponga disciplina, no hay padre que ofrezca memoria y proyecto. El niño lee mientras espera la postal de aquellos a los que otros llaman ‘papá’, llenos de barro y esfuerzo, de regreso a sus hogares. Lee a la vez que mira a las mujeres, en bata de casa, contándose la vida unas a otras. Como si no existiera el tiempo. Como si el presente fuese la nada.
Repasa el niño, oculto de todo en su cuarto, algunos cuentos; los versos de grandes poetas de otro tiempo en algún libro roído, tan viejo como valioso; una novela de Stevenson tal vez o, pese a ser tan solo un adolescente solitario y algo triste, los hexámetros que compuso el ciego Homero hace más de 25 siglos.
Las palabras caen por su interior como las monedas de la fortuna a las aguas de las fuentes de Roma: son deseos, sueños inmaculados, profecías que rebotan por las tripas, que ciñen el corazón y se elevan hasta el lugar en el que nacen las ideas, el pensamiento… cualquier cosa. Y un ardor en forma de propósito comienza a tomar cuerpo en sus entrañas: coge fuerza, se hace grande hasta ocuparlo todo, hasta rebasar los propios límites del joven que lee, observa y calla. Ser poeta, ser poeta. Ser poeta.
La acacia
DESPUÉS de tantos años, vuelvo a verte,
cuando ya no esperaba que mis manos
acariciaran otra vez tu viejo tronco, en el que el tiempo
fue dejando las oscuras señales que dan fe de su paso
y ennoblecen la esbeltez de tu serena decadencia.Hoy quiero estar contigo, al igual que en los días de la infancia
o del desasosiego adolescente. Porque nunca he olvidado
todo lo que te debo, ni la dicha tan pura que me diste
en aquel paraíso que fue mío
y que retorna intacto en ocasiones.Siempre estabas aquí, junto a la puerta
de la casa de campo inabarcable y blanca
que mis abuelos construyeron en medio de las tierras
del patrimonio familiar, y aguardabas paciente
nuestro regreso, cuando en los meses estivales
el calor nos hacía salir de la ciudad
y volver a tu lado buscando el aire fresco
y la agreste quietud de estos lugares.(…)
Cuánto jugué de niño junto a ti,
con mi hermana y mi hermano y con los hijos
de las gentes humildes que dejaron su vida
en esta soledad. Sin apenas descanso, infatigables,
cerca de ti corríamos de una parte a otra, afanándonos
en mil pequeñas cosas que se nos ocurrían
para hacer nuestro el mundo. Los días no acababan
y ni una sola nube oscureció esa dicha que ahora vuelve
con una luz muy viva a este poema.Mucho después, de pronto, en los años difíciles
de la temible adolescencia, supe ver tu hermosura.
Y mis ojos miraron de otro modo
tus delicadas ramas y el temblor de tus hojas.En la ventana de mi habitación
pasaba largos ratos observándote,
y poco a poco luego,
lentamente,
iba escribiendo en un papel muy blanco
las líneas inseguras de mis primeros versos.(…)
¿Son saladas las lágrimas de los caballos?
Homero es el nombre de poeta que Eloy Sánchez Rosillo repite una y otra vez cuando le preguntan por un maestro, por “el más joven” de los maestros. El escritor murciano acude a los dos primeros poemas épicos de Occidente para encontrarlo todo —“si dispusiera de mucho tiempo antes de morir, el último poema que leería sería la Ilíada”, ha dicho—.
Emocionado, recita de memoria los primeros versos de la caída de Troya: La cólera canta, oh diosa, del Pélida Aquiles. Es una mañana cualquiera de un tiempo antiguo: la luz del sol se refleja como a través de un ámbar que lo preña todo de un tono irreal. La magia de todos los vates del tiempo, en el ambiente. El poeta, alto, delgado, de negro, con una greña de lacio pelo gris entre los ojos, recita de nuevo: la cólera del Pélida Aquiles. Calla. Y una sonrisa minúscula, de jovencito tímido, se le asoma a los ojos: Aquiles. Troya.
El interlocutor advierte que en sus palabras, pronunciadas en susurro, hay algo más: un mundo invisible se construye desde su boca y se le planta delante. De pronto Héctor, con su fuerza atroz, allí: sangre en los labios. Más allá Paris y el veneno de la euforia. Patroclo lucha con las armas de aquel que más le amó… Todo está ante Eloy, es tangible, casi lo puede tocar… Tal es su amor por la palabra encarnada en verso.
Y uno se pregunta si el hombre que abraza a los caballos de Aquiles es Eloy, que está en esa plaza en este año, pero también en aquella arena, en aquel siglo, y limpia las lágrimas que enmarañan las crines de Janto y Balio.
La tormenta y Patroclo
MIENTRAS descarga una tormenta enorme
que refulge incesante y transfigura
estos lugares míos cotidianos,
yo releo en la tarde la Ilíada y miro el cielo
desde el silencio de mi habitación.
Está el balcón abierto. Paso a paso,
parece que el otoño se aproxima.
Y anda allí arriba Zeus, que en el rayo se goza,
haciendo de las suyas: ha reunido
copiosos rebaños de nubes con guedejas
muy negras y muy grises, y los mueve deprisa
de un sitio a otro con sus truenos súbitos
y su látigo hermoso de relámpagos.
Para mis ojos, qué regalo inmenso.
Sin embargo, aquí abajo, en este libro
que tengo entre las manos, sobreviene
un suceso terrible: la muerte de Patroclo,
un amigo inseparable y camarada
del desdichado Aquiles, el de los pies ligeros.
Malherido en un lance anterior del combate
entre la hueste aquea y la troyana,
sus momentos postreros se precipitan ahora:
ante mi compasión y mi estupor,
le da alcance de lleno con su lanza insaciable
el esforzado Héctor, y la vida se escapa
irremediablemente de este cuerpo tan joven.
En mi pecho se mezcla el alborozo
de la tormenta con el sufrimiento
de los viejos hexámetros, transidos
de emoción muy profunda y de intemperie amarga.
Y así, yendo y viniendo una vez y otra
del júbilo que llega de lo alto
al dolor de esta muerte, ha pasado la tarde.
Comienza a anochecer. Y cuando apenas
queda ya alguna luz, cierro el balcón y el libro.
Allí está Eloy, ante los muros de Troya, en el centro mismo de la poesía, para cumplir su propósito. Y es que el hombre que hoy acumula una decena de libros luminosos descubrió que el signo de la literatura le había marcado la frente en las propias patrias de la infancia: “Cuando era un muchacho y mi vocación se apoderó de mí, concebí un sueño maravilloso: el estar en el mundo como poeta. En este mundo se puede estar de muchas formas, dignas o indignas, pero para mí, que tenía la fiebre de la vocación, el destino más alto era el de entregar mi vida toda a la poesía, el estar aquí, ante mí y ante los demás, como poeta”.
Deja el libro para mirar la vida. Deja la vida para escribir un libro
Eloy Sánchez Rosillo entró por derecho en el núcleo del canon en 1977 con Maneras de estar solo (Rialp). Este libro íntimo, que marcaría la línea creativa de los primeros poemarios del murciano y ganó el premio Adonáis, ya contiene el sabor de la soledad y la observación de la existencia que tanto caracteriza la obra del escritor.
El milagro es que Eloy se sitúa fuera de escena, pero a la vez la protagoniza. El misterio es que rompe el tiempo para ser amanecer, sol de justicia y crepúsculo. La magia es que hace lo pequeño inconmensurable. Lo eterno es que convierte lo cotidiano en acontecimiento, biografía, esencia del ser. Como en UN GRAN SILENCIO, donde logra, con tres versos, construir luz, tiempo, vida y obra:
HAY después del poema un gran silencio,
pero no de final, de algo que acaba,
sino un silencio vivo, como de bosque o templo.
Acude Sánchez Rosillo a la esencia total de las cosas. Como un traductor matérico, se deja escoger por los acontecimientos cotidianos que convierte en versos sencillos, llenos de una humildad tan sincera que acaban por transfigurarse en el lenguaje elevado de lo íntimo. Un espacio al que solo pueden acceder aquellos que, como él, han sido tocados por la vocación intensa de la palabra.
“La poesía actual de Eloy Sánchez Rosillo mantiene una ventana abierta a la posibilidad, a la vez que va adquiriendo cada vez mayores tintes hímnicos, no declamada pomposamente con la intención de acaparar la atención de los transeúntes, sino susurrada en voz baja, como se dicen las grandes verdades más evidentes”.
Lo ha escrito la también poeta Raquel Lanseros, que cree que Eloy Sánchez Rosillo “transmite un gozo sereno, mesurado, que tiene la misión de impregnar todo lo que vive, con la intensidad de la fina lluvia que es capaz de refrescar los recuerdos”.
Por todo ello, Eloy se aleja del grupo generacional con el que comparte biografía: los novísimos. Su poesía cercana y elegíaca y a media voz no puede ajustarse a los moldes de los que, como él, nacieron en las décadas de los años treinta y cuarenta: Pere Gimferrer, José María Álvarez, Guillermo Carnero o Leopoldo María Panero están en el extremo opuesto a la propuesta que nace del instinto de Eloy Sánchez Rosillo.
Tampoco se sitúa el escritor murciano, como sí han hecho otros por él, en la cabecera de ‘la otra sentimentalidad’: “Creo haber escrito solo aquello que surgió por sí mismo dentro de mí, sin que yo alcanzara a explicarme el porqué de su brotar”, reconoce en la nota preliminar de Las cosas como fueron, su obra reunida en Tusquets Editores.
Los poemas de Sánchez Rosillo, publicados hasta hoy en 10 libros que suponen toda una vida, contienen un jugo único que los incardina unos a otros. Pero esto no convierte su obra en un continuo lugar común: cada nuevo libro se expande, crece, aporta matices y hace todavía más rico su don de poeta.
Dos caminos que se imbrican bajo un lápiz
La crítica —en una opinión que el propio autor asumirá como propia— marca dos etapas en la trayectoria de Eloy: la primera va desde la publicación de Maneras de estar solo hasta el hito que supone La vida, un libro donde el tiempo se escapa por entre las costuras. Tras él apareció La certeza, “un libro de transición” hacia una escritura que es más osada y evidente a la hora de celebrar, que abraza el himno en favor de la elegía.
Eloy ya ha comprendido. Quizá la ansiedad de otras épocas desaparece cuando es capaz de contener en su memoria todos los tiempos: el pasado en forma de recuerdo, y el presente y el futuro, que actúan como una unidad única en la que reconoce haber conseguido ese anhelo que le ha ocupado toda la vida: ser poeta, no perder la voz: “El sueño central de mi vida se ha cumplido y que ya no puede torcerse a estas alturas”, afirma, perdiendo el miedo cuando lo pronuncia.
El poeta
SIEMPRE te he visto así, con esa firme
aceptación altiva de la noche.
Sobre tu gesto el tiempo deposita
la pátina indudable de la estirpe
que te eligió y dio nombre a la costumbre
de andar siempre tan solo entre los hombres.
La ceniza sagrada de otros cuerpos
acumula en tu voz sus viejos cantos,
su manojo de huesos y palabras.
Te han señalado a ti porque adivinan
que eres la rama verde, el tiempo nuevo
en el que se prologan los afanes:
a tu modo dirás que lo aprendiste
en la frecuentación de unas presencias
que nunca se apagaron ni se fueron.
Saben cómo te alcanzan esas sombras
que te imponen su amor, su deterioro.
Tu destino es buscar lo que se esconde
tras la espesa corteza de los días,
evitar que te escuchen los oídos
que alimentan su paz en la dorada
seguridad del pan y los metales.
Habitarás la tierra de tu culpa,
la casa amarga de la soledad.
Pero en tu pecho brillará una herida
y en tu dolor palpitarán los astros.
Hay un chico que en su casa lee poemas
Le han dicho que un poeta viene al instituto esa semana. Repiten varias veces el nombre en clase, dicen que es muy importante, que está vivo y escribe todavía —no como esos de los libros, que ya no son nada más que polvo y un recuerdo—. Pero todo esto él ya lo sabe: ha acariciado el lomo de uno de sus libros tantas veces…
La vida, se titula. Y está en su casa porque una hermana mayor lo ha estudiado años antes. Pero él no lee las notas a lápiz de los márgenes. Él devora, sin entender muy bien, los poemas. Y guarda en su interior versos como:
No hay ayer, ni presente, ni mañana
El mundo canta
a nuestro alrededor, pero en nosotros
calla el silencioY ya una luz distinta
te habitaba los ojosCanta el verano.
Pero con él no vuelve
mi juventud.
Llega el día. Hoy no hay clase: el poeta leerá en el auditorio. Hablará de la escritura, de ser poeta. El chico lleva, asustado, el libro en la mochila. Espera que su madre no lo note —miedo estúpido, en su casa no lee nadie—. “¿Tendré valor?”, se dice.
Escucha absorto la voz grave del poeta que habla durante apenas una hora.
Termina el acto. Los otros salen en bandada. “No vaya a ser que algún profesor quiera hacer otra pregunta y nos fastidien el recreo”. El chico se acerca al escenario. Lleva el libro en las manos.
—¿De dónde lo has sacado? —le pregunta.
—Es de mi hermana —dice, cuando debería decir: es mío, porque yo soy quien más veces lo ha leído. Es mío aunque no me atreva a subrayar esas palabras que me hacen eco dentro.
Entonces el poeta saca un bolígrafo y escribe:
Para Daniel
del que espero que en el futuro
llegue a escribir cosas hermosas.
Con la amistad y un abrazo de
Eloy.
Cieza, 12 de abril, 2011.
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