Elvis, el último largometraje de Baz Luhrmann (Moulin Rouge, El Gran Gatsby) es un excelente compromiso entre las necesidades de un biopic clásico y el barroquismo visual y narrativo, a menudo lindando con lo grotesco, del director australiano. Que el resultado, pese a cumplir las necesidades de ambos, sea una película casi excelente se debe simplemente a la magia operística del cine, capaz tanto de capitalizar la imagen icónica y humana de su protagonista como, a la vez, sumergirse en una batalla personal y, en el fondo, cultural, con el narrador y casi verdadero protagonista del filme, ese coronel Parker incorporado por un maquilladísimo Tom Hanks que sirve al actor para componer el reverso tenebroso de ese buen americano medio que ha desarrollado a lo largo de su carrera.
Usted podrá odiar o amar Elvis (Luhrmann, consciente de ello, se presta a ello con su habitual montaje espídico) pero resulta indudable que la película logra articular un relato mítico a través de recursos del melodrama y el musical, pero sin hacer amago de conformarse con menos. Varias veces en la película, de casi tres horas, se refiere Elvis Presley a su superhéroe favorito, el Capitán Marvel (adaptado al cine en la película Shazam) y, quizá adaptándose a ese mismo lenguaje, el coronel Parker se presenta a sí mismo como una suerte de Pingüino, de villano salido no de Gotham City sino del mismo centro de la América Profunda, tomando la forma de un feriante conservador de efigie mefistofélica dispuesto a someter a la estrella a un pacto fáustico como el que tiene lugar en el hotel de Las Vegas donde Elvis acabó sus días.
Y como película de superhéroes donde el superpoder es la música, Elvis se revela como una ficción capaz de adaptarse y modularse a diversos subgéneros. En cierto modo podemos ver la película de Luhrmann (que afirma tener un montaje de cuatro horas de la misma) como un relato de una posesión diabólica. La historia de Elvis Presley se prestaba a los vicios del relato biográfico televisivo, del musical convencional, de la denuncia al abuso de las drogas, del retrato de una psicología atormentada y hasta del documental histórico de un país. Probablemente ninguna de ellas hubiera sido particularmente interesante.
Lo que propone Luhrmann es un show cinematográfico operístico que, en consecuencia con lo expuesto anteriormente, se concentra durante gran parte del metraje en la inmensa y relevante batalla cultural entre Presley y el coronel, siendo —como un cómic de superhéroes— una fábula sobre el control, sus recursos y sus excusas, y la necesidad de una cultura popular capaz de cambiar, de adaptarse y capaz de mostrarse rebelde frente al poder. “¿Por qué no me escucha?”, dice un frustrado coronel Parker en algún momento de la película ante el enésimo acto de desobediencia de un Elvis que trata a toda costa de mantenerse culturalmente relevante.
Hay muchos momentos en la película de Luhrmann de buen cine al margen de mensajes baratos y tópicos de choque de clases sociales y lucha contra el conservadurismo. La conversación tras el derruido cartel de Hollywood, en la que Elvis trata de rebelarse contra su manager, el alucinante montaje inicial, en el que el australiano parece “romper” el tiempo llevando al espectador al presente, al pasado y al futuro de la historia en un solo chasquido… y, desde luego, las dos excelentes actuaciones protagonistas de Austin Butler y Tom Hanks. Misteriosamente, el director es capaz de bajar el ritmo (visual, auditivo) allí donde la historia se lo pide.
Lo que ha quedado en el montaje final de la película del director de Romeo + Julieta es casi todo lo verdaderamente interesante de la historia: apenas vemos ese pacífico y nostálgico paseo por la fama con estrellas de cine disfrazadas de otras estrellas a modo de cameos (llama la atención cómo Luhrmann ignora algunos episodios relevantes del relato, incluyendo el matrimonio con Priscilla Presley) para ir a, precisamente, lo que es relevante de Elvis Presley, aquello que lo ha mantenido en la conversación muchas décadas después de lo que él mismo esperaba. Elvis, el blanco que soñó ser negro, o el negro que nació blanco, cómo a menudo somos capaces de confundir extroversión con alegría y el precio a pagar por semejante afrenta.
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