Deseos y susurros, casas tuertas y huellas de carmín pueblan estos textos publicados en Instagram por Emili Albi, editor de Planeta, además de escritor.
Un cabrón. Uno de mis poemas preferidos de Machado, Fantasía iconográfica, empieza: «La calva prematura brilla sobre la frente amplia y severa; bajo la piel de pálida tersura se trasluce la fina calavera.» Este 2020 está siendo un cabrón despiadado y despistado que se ha dejado entreabierta la puerta del Hades y se nos está metiendo la muerte como el frío en una casa mal acabada.
Esto me lleva a pensar en el, error, tiempo.
Miro mi imagen y veo que de mí yo mental solo quedan los pendientes de la oreja, ni siquiera la barba, plateada por las nieves del tiempo, es aquella que fue. Ni, claro está, esta calva machadiana.
La progenie, parafraseando a Gil de Biedma en su célebre poema, ha venido a llevarse mi vida por delante.
Por eso me siento a mirar por la ventana, por si la contemplación estática de la existencia tuviera algún efecto paralizador sobre el tiempo tirano. No sé. Deseos. Imposibles.
Y al cabo, descubro que solo encuentro paz en las palabras. Y me susurro otros versos preferidos, también muy afamados, como un mantra: «Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni ortiga cultivo; cultivo una rosa blanca.»
Y como el atardecer, ardo.
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Casas tuertas. Antes de enfrentarme a la física, a la química y a las matemáticas, quise ser arquitecto. No sé por qué, pero desde pequeño iba emborronando papeles con croquis de grandes edificios o provocativas viviendas unifamiliares, diseños de lo más imposible y vanguardista, que andaban desperdigados por toda la casa. En aquella época, mi padre me llevaba a ver exposiciones de arquitectura en los nuevos ministerios y me regalaba libros sobre la materia, ilusionado, creo, por que tuviera algo claro en la vida. Con los años esa ilusión se deshizo.
A mí me fascinaba el hecho de crear espacios, y de unir la funcionalidad con la belleza. También el poder despertar reflexiones en los viandantes con algo tan práctico como un edificio. Poder cambiar la ciudad con mis obras, modificar las relaciones sociales, integrar cemento y carne, etc.
Luego, cuando se me pasó la fiebre de la arquitectura, quise ser creador de jardines. Y otra vez libros y más libros sobre jardines (franceses, ingleses, japoneses, italianos), pero otra vez mi incapacidad (o mi desinterés) para las ciencias me apartaron del camino.
Hablo de todo esto porque siempre me llamaron poderosamente la atención esas fachadas de una sola ventana. Me gustan y me repelen a la vez esas casas tuertas. La sensación de soledad que transmiten esos ventanucos es difícilmente superable por cualquier verso de cualquier poeta y, al mismo tiempo, producen una sensación de ahogo, de pobreza y de oscuridad que eriza la piel. Hay, además, una característica curiosa y es que nunca, nunca, están en el medio, sino tiradas de manera azarosa sobre la superficie vertical, más arriba o más abajo, a izquierda o derecha. Desubicadas. Enfermas de asimetría.
No sé si hay más de fobia o de filia en todo esto, de ternura o de miedo, pero si mi sueño de ser arquitecto se hubiera cumplido, me pregunto si habría pergeñado alguna fachada así.
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Huellas de carmín. Practicar el afecto a uno mismo es algo que con los años se nos va olvidando. Pero todos hemos besado alguna vez un espejo. Esta huella de carmín es de Inés. Cuando me he encontrado con ello, me ha enternecido su acto. Me ha gustado que experimente el propio cariño. Que lo busque. Me la he imaginado pintándose los labios con el mismo mimo con el que colorea en un papel, acercándose al espejo, intentando comprender qué hay detrás de lo que quiere hacer, lanzándose despacio a su propio encuentro y descubriendo la decepcionante frialdad del cristal, la superficie pulida y limpia, nada excitante, del espejo.
Esa quizá es la primera frustración, ¿no? Resolver que sin los otros no somos nada. Que no nos valemos por nosotros mismos para existir. Que son los demás los que nos configuran y que el propio reflejo es solo una imagen vacua y estéril. Heladora. Sin alma.
Sin embargo cuando me he acercado y he tocado apenas los restos de su afecto con la yema de mis dedos, he sentido el calor de su amor por toda la mano.
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Los SEALs de la Antigüedad. El Batallón Sagrado de Tebas era una especie de SEALs o SAS de la antigüedad. Una unidad militar de élite de aquella ciudad griega cuyo elemento diferenciador, su gran arma, es que estaba formada por 150 parejas de amantes (todos masculinos). Los enamorados tenían otra particularidad, bastante habitual en aquellas latitudes y en aquellos tiempos, que era la diferencia de edad entre sus miembros. Había uno mayor, «heniochoi» (conductor), y otro joven, llamado «paraibatai» (compañero).
Plutarco argumentaba su conveniencia en que un batallón cimentado en el amor era invencible «ya que los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados y los amados ante la vista de sus amantes se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros». No en vano, este Batallón Sagrado fue capaz de doblegar a los míticos espartanos (cuyo ejército era todo él un cuerpo de élite).
Una primera interpretación de este hecho histórico nos podría llevar a enaltecer el poder del amor. Un sentimiento tan noble y puro que infunde, ciertamente, una valentía, fortaleza y lealtad sobrehumana, capaz de gestas valedoras de inscribirse en los anales de la historia.
Pero otra interpretación, mucho más prosaica, claro, menos literaria y atractiva, puede centrarse en un detalle mínimo que queda velado por el brillo de la épica y que es aquel que nos muestra cómo el poder y los poderosos son capaces de corromper en su propio interés la pureza de un sentimiento único, diametralmente opuesto a la guerra y a la muerte, como es el amor. ¡Justamente el amor! que es generador de vida es el arma principal para propagar la muerte.
En el caso del Batallón era ese amor sentimental entre dos personas, pero a lo largo de la historia se han esgrimido muchos tipos de amor para promover la guerra (paradójicamente es inherente a ella), algunos absurdos, como el amor a Dios o a la patria, ambas narraciones humanas más o menos sofisticadas que emulan el amor primordial, el único real: el amor entre nosotros.
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Todo vuelve a ser posible. Durante este confinamiento estoy sufriendo una curiosa regresión a la adolescencia. El hecho de estar encerrado entre cuatro paredes, supongo, hace que busque un confinamiento ulterior. Un confinamiento al cuadrado, que trascienda este otro que vive todo el mundo. Y esto es, básicamente, lo que hace un adolescente: vivir la fantasía de huir del nido paterno, incluso dentro del propio nido. Se recluyen voluntariamente en un cubil, por definición más reducido, y lo personalizan al máximo.
Así que mientras mis hijos están viviendo una especie de campamento o fiesta de pijamas interminable, su madre y yo estamos regresando a la pubertad, creando nuestra propia zona (mínima) de libertad e independencia. En cuanto tengo ocasión me autoconfino en mi dormitorio y con los auriculares a todo volumen escucho mis listas de reproducción de Spotify como cuando hace unos veinticinco años me ponía mis cintas de varios en el walkman. También nos encerramos con frecuencia en el baño durante minutos y lloramos de forma queda por amores adolescentes a los que jamás volveremos a besar. O encendemos cigarrillos imaginarios, a pesar de haberlo dejado hace siglos. Hacemos videollamadas con amigos y protestamos si el otro nos reclama para cenar o para sacar a los niños a su paseo diario. Incluso me he sorprendido alguna que otra vez valorando coger un papel, un boli y escribir un poema de amor arrebatado, presintiendo de nuevo aquella fe en la poesía, aquella hoguera, y no este cinismo adulto y frío. Hasta la guitarra, dormida como un dinosaurio en el canapé, parece llamarme seductora con su tañer juvenil y lleno de acné, para que la recoja del olvido, la acune en mi regazo y cante canciones de Aute o de Silvio. Y yo me dejo llevar por esta señal de juventud porque intuyo que me viene a mejorar. Que saldré de ésta con el ánimo, perdido en la adultez, de querer cambiar las cosas y también custodio y velo la esperanza de que, como sociedad, esto nos haga soñar que todo vuelve a ser posible.
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Instrucciones para un buen confinamiento. Siéntete jodido, muy jodido por todo esto. Especialmente, personalmente e injustamente jodido. Este primer paso, fácil por otra parte en la naturaleza humana, es muy importante porque es lo que te llevará al siguiente punto: la búsqueda de culpables.
Este es el punto cajón de sastre, comodín. Vale cualquier persona con responsabilidad en la crisis actual y que salga en la televisión: Fernando Simón, Salvador Illa y Pedro Sánchez son buenísimas opciones, sí. También Pablo Iglesias, su chalet en Galapagar o cualquier ministro. El socialismo, Podemos o la amenaza bolivariana, también valen si lo que quieres es ponerte estupendo y ascender al plano de las ideas. China y su brutal (casi caníbal) gastronomía y cultura no lo recomiendo, ya ha pasado de moda.
Una vez cumplido este segundo punto, aférrate al móvil, que se convierta en una prolongación de tu cuerpo, en el sofisticado y bello remate de tu extremidad. Adóralo, comparte los múltiples memes, vídeos y desechos mentales varios, por whatsapp, hazlo sin filtro y sin pudor. Sin pausa. Haz todo lo que te diga. Crees que no, pero el móvil te habla. Te habla y te escucha. No aproveches para desarrollar nuevas aptitudes, mejorar las que ya tenías, o leer, ni para reflexionar, ni analizar la sociedad en la que vives y a ti mismo. En contra, haz retos que gente desconocida te ha propuesto, haz bizcochos, televísalo, televisa todo lo que puedas tu confinamiento. Ve por el pasillo, de la cocina al baño, del dormitorio al salón, tarareando “resistiré”. Siéntete parte de una comunidad. Siéntete solidario por primera vez en tu vida. Aplaude a las 20:00, pero no te sientas culpable por haber permitido en el pasado, con tu voto, que el trabajo de los médicos y enfermeras sea hoy heroico y precario, propio de valientes. Luego ve y compártelo.
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