Justo antes del final lleva los elementos de la literatura de autoficción por derroteros inéditos hasta ahora en la tradición de la lengua castellana. La novela más reciente del mexicano Emiliano Monge recorre la vida de una protagonista construida a imagen y semejanza de su madre, año por año, entre 1947 —fecha en que nació la mujer real— y 2016 —cuando ha pasado un trienio de la muerte del personaje—, mientras pasa revista a los sucesos acaecidos en el mundo durante ese período de tiempo. Si bien se refiere a la enfermedad y alguien muere, el duelo es apenas un aspecto de los tratados en esta obra poliédrica de 432 páginas. Porque no hay aquí réquiem ni melancolía. Al menos, no en todos los capítulos. Prima, más bien, un estilo visionario en el cual tienen cabida los múltiples espectros que pueden encontrarse entre la ficción y la no ficción, incluido el periodismo.
La novela parodia los métodos de la autoficción como la entrevista, el uso de las imágenes y fotografías para incitar ciertos recuerdos o el análisis del discurso de los consultados, con el objeto de presentar desde la ficción pero como si fuera en la realidad, y de primera mano, el miedo a la enfermedad y la muerte en varios personajes de una misma familia, incluida la protagonista, al tiempo que apela al dato y el reportaje para mostrar informaciones sorprendentes sobre regímenes autoritarios en América Latina y Europa, la evolución de los tratamientos para las enfermedades mentales, la historia de los derechos de las mujeres o quién ostenta el Récord Guinness por ser capaz de reconocer más cantos de aves.
Los mejores momentos de la escritura de Monge se encuentran cuando la historia de la madre —ficticia, real, qué importa— deja entrever las manías del narrador, las cuales funcionan como proyecciones de la obsesión del autor con el caos y la locura. “Lo que haremos con tu historia será que tu historia, toda tu historia sea el centro, sumarás emocionado: que la mujer que nació invisible se volverá una mujer cuya luz invisibilizará todo aquello que colocaron, que colocaste tú misma a su lado”, dice el narrador de la novela, antes de añadir, unas líneas más adelante: “Pero no quiero que me malentiendas, no digo que invisibilizas, que invisibilizaremos a los otros ni a lo que acá es materia literaria, es decir, el caos, la diferencia, el miedo, la locura: todos ésos son los centros que serán uno”.
DOS NOVELAS, UNA VIDA
Justo antes del final completa un díptico con la otra obra de autoficción de Monge, No contar todo (2019). Allí se relatan las historias de dos generaciones de mexicanos emparentados con el escritor: su abuelo, Carlos Monge McKey y su padre, Carlos Monge Sánchez. Un tercer personaje, Emiliano, sirve para interpretar los sucesos narrados desde la actualidad. “El pasado es la apariencia del presente”, se lee en el diario de uno de los personajes de la novela: “El presente, la única imagen que nos queda del pasado”. Ambas frases podrían sintetizar las 388 páginas de la obra. Ambas novelas de no ficción apelan la fantasía en la misma medida que a la memoria y son trampantojos creados por la mente prodigiosa de Monge, en los cuales la historia familiar se convierte en una herramienta para analizar la masculinidad mexicana o para señalar a la condición femenina como lugar para comprender ciertos relatos del poder.
También en Justo antes del final se narran tres generaciones. El hilo que conduce este relato es el de la lucha contra el caos y la locura en la historia familiar. “No es coincidencia que mi abuelo [materno] (…) dedicara su vida a los locos, que tú [mamá] la dedicaras a personas con capacidades diferentes y que yo la dedicara a seres que no existen; lo que no es coincidencia es que a los tres nos marcara de ese modo el miedo al caos”, escribe el narrador.
Sin embargo, los personajes de Monge en esta nueva novela y las otras cuatro que ha escrito hasta la fecha —así como en sus dos colecciones de relatos—son más que seres inexistentes o formas para organizar el caos. Son tributos a su obsesión imperecedera con la memoria la cual maneja a través de las más diversas herramientas; impulsos lúdicos en los cuales cree jugarse la cordura. Por eso, la memoria, el pasado y la identidad son los asuntos que marcan su recorrido literario. Un ejemplo es el protagonista de un cuento en el libro con que comenzó su carrera, Arrastrar la sombra (2008), a quien cada nuevo pensamiento le borra un recuerdo o el personaje principal de su primera novela, Morirse de memoria (2012), un hombre que debe enfrentar sus recuerdos, reales o ficticios para dilucidar el misterio de su identidad. Una obra donde la inventiva alcanza el nivel del asombro es Tejer la oscuridad (2020); allí ochenta narradores avanzan entre continentes por un mundo postapocalíptico mientras obsesivamente escriben sobre su presente e intentan recordar su pasado o cualquier cosa del estado anterior a la distopía en que viven para refundar el futuro. Los personajes en las obras de Monge, sus obsesiones pero —especialmente— la forma imaginativa de sus libros le han ganado un lugar prominente en la literatura contemporánea latinoamericana.
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—¿Qué relación tiene el proyecto de Justo antes del final con No contar todo?
—Es azaroso que escribiera primero No contar todo y, luego, el otro. Mi proceso de escritura no empieza cuando me siento a teclear, sino desde que comienzo a pensar cada proyecto. Por eso creo que los escribí en paralelo, al menos al principio; uno dedicado a la carga paterna y el otro a la materna, porque mi vida siempre ha estado escindida entre ambas. Siempre supe que había algo qué contar de cada abuelo. Cuando comprendí que quería hablar sobre las herencias a través del hijo de un abuelo y de la hija del otro se separaron los libros. Para mí es importante diferenciar un nuevo proyecto de los anteriores, reaprender a escribir en cada uno. El primero es casi por completo biográfico y está clara la frontera con la ficción; en Justo antes del final, esa frontera es más porosa, hay más infiltraciones de la imaginación en la memoria, porque es un juego. En la literatura Latinoamericana estas fronteras cada vez tienen menos sentido. No me refiero al periodismo o la crónica, por su puesto: una cosa es jugar con la verdad y, otra, jugar con la veracidad. Si hubo un derrame petrolero en Nigeria que mató a decenas de personas, yo no puedo jugar con la información. Pero en los libros biográficos uso la ficción como un disfraz de la vida.
—Las historias de tus padres y tus abuelos son también la tuya. ¿Qué cosas aprendiste de ti en estas obras? ¿Qué pasa con el personaje de No contar todo para que se erosione hasta limitarse a narrar de la novela que ahora publicas?
—A diferencia del otro libro, Justo antes del final tiene una protagonista: la madre. Habría sido fácil convertir a su hijo en otro personaje, pero quise diferenciarlo de No contar todo, en donde hay tres: el abuelo, el hijo y el nieto, este último llamado «Emiliano». Para la novela sobre la madre quería un narrador inmaterial, situado en el presente, que desapareciera entre el pasado y el futuro. Traté de solo esbozarlo, como se hace con los esténciles: primero pones el cartón sobre la pared y cuando lo quitas solo queda la silueta. Pero resulta que, a veces, la silueta define mejor que un retrato. Al menos esto me han dicho algunos lectores amigos. En el ocultamiento hay un mostrar inconsciente que además es la única posibilidad que tenemos de dejar en evidencia algunas cosas.
—¿Cómo se reconfiguraron tus nociones de lo masculino y lo femenino a partir de estos trabajos?
—En No contar todo entendí lo que el machismo le hace al hombre: rompe los hilos que conectan su mundo emocional con el lenguaje, y acaba con su posibilidad de nombrar las emociones o de hacerse cargo de ellas sin apabullarse. Reconecté con aquello que había perdido en Justo antes del final. Allí quise referirme a lo importante que fue en la vida de la madre el cuidado de los demás y descubrí la posibilidad de reanudar las conexiones rotas, vincular el mundo emocional del varón con la palabra. Encontré esa posibilidad en el ámbito del cuidado. El libro está escrito desde la voluntad de devolverle a la madre el cuidado que ella había dado. No hay nada más heteropatriarcal que equiparar automáticamente al machismo, la violencia y la mujer, porque una de las primeras víctimas del machismo es el hombre, que debe aniquilar su masculinidad no machista. Por eso me cuesta tanto hablar de este libro. De pronto ahora tengo que hablar de sentimientos y temo ser cursi, como si eso estuviera mal.
—Por primera vez en uno de tus libros el énfasis es mayor en lo que pasa fuera de México que en lo que pasa adentro y lo haces a través de datos que cuentan la historia del mundo. ¿Es deliberado?
—Sí. En Justo antes del final quería ver hacia el mundo. No contarlo todo se trataba de la figura paterna, la cual nos parece absoluta y focaliza el mundo, aunque no nos demos cuenta. La figura materna juega el papel inverso y permite abrir la novela al mundo. Recolectar datos extravagantes ha sido para mí una obsesión de vida; aparte de divertirme con eso, siempre me decía que alguna vez los usaría. Este fue el momento. Me sorprendió que cuando decidí el recuerdo de cada año aparecieron los datos que utilicé en cada capítulo. El acomodo fue orgánico.
—Esa estructura permitió que vincularas subtramas y temas, como el del rayo que cae sobre el narrador con el dato de a cuántas personas en tu país las alcanza un rayo —anotas que en 1966 hubo un récord de 244 personas que murieron así— y la información sobre el Sindicato Único de los Señores del Trueno.
—El rayo me cayó de verdad, mientras estaba escribiendo la novela. Por eso la anécdota creció tanto dentro allí. Hasta entonces se limitaba una imagen tutelar: la de los rayos dormidos. Estos rayos caen durante una noche de tormenta. Mientras sigue lloviendo solo arden en el interior de un árbol; por un fenómeno físico no salen de allí hasta que no para de llover y se seca todo. Luego hacen arder el entorno. Se trata de energía contenida que espera su momento para liberarse.
—Es una metáfora preciosa de los recuerdos.
—Lo es. Como cuando un recuerdo emerge en medio de una situación y la cambia por completo porque ilumina todo lo demás.
—Tus libros biográficos no están aislados de tus obras de ficción, más bien remiten a temas trabajados en libros como Arrastrar la sombra, Morirse de memoria o Tejer la oscuridad, en los cuales vinculas el pasado y la formación de la identidad.
—Para mí el olvido, el recuerdo y la memoria son obsesiones. El trasvase entre memoria e imaginación es fundamental. Quienes escribimos tenemos una moneda que por una cara muestra la imaginación y por la otra, la memoria. Todos los días lanzamos esa moneda al aire; a veces trabajamos desde la imaginación y otras, desde la memoria. Pero las caras están en constante diálogo. La literatura es el canto de la moneda que separa la cara de la memoria de la cara de la imaginación. La posibilidad de que una historia se vuelva literatura está en ese diálogo.
— En Justo antes del final conectas a las generaciones del abuelo psiquiatra, la madre terapeuta y el hijo escritor desde la ponderación sobre qué significa estar cuerdo. ¿Qué relación hay aquí entre lo real y lo inventado?
—Se trata del juego de opuestos entre locura y cordura, caos y orden. El padre de la protagonista es un personaje real que fue importante en la historia psiquiátrica de México para el tránsito de las terapias de electroshock a las de medicamentos. Mientras vivía obsesionado con organizar la mente de sus pacientes, él mismo era adicto a la morfina y a la cocaína —como muchos médicos de su época, en especial, los psiquiatras—; esto contribuyó a deformarlo un poco, por eso era alguien distinto dentro de casa y afuera. La protagonista busca alejarse de la carga genética de su familia debido a las enfermedades mentales, pero se dedica a trabajar con personas que tienen capacidades diferentes. Se enfrenta a un caos distinto, pero también busca el orden. Finalmente está el narrador, que intenta hacer eso mismo, ordenar el caos, desde la escritura. Un libro comienza con un estallido íntimo que, en el fondo, es un desorden. La posibilidad de que una idea se convierta en libro está sustentada en tu capacidad para ordenar el caos. A mí, la escritura me organiza; cuando estoy entre libros soy como un barquito a merced del mar. Lo noto, emocional y físicamente, porque me descuido y dejo de hacer ejercicio o como mal. El miedo que tiene el narrador al caos es mío, porque está también en mi carga genética. Pero así deben sentirse todos los creadores; escribir, pintar o esculpir se trata de generar metáforas del mundo. Construimos una metáfora para malearla y jugar con ella. El loco hace eso mismo: crea una metáfora. La diferencia se encuentra en su incapacidad para observarla desde afuera. Él se queda dentro y la confunde con el mundo. Los escritores estamos cerca de quedarnos adentro de nuestras metáforas; a un paso de la locura. Por eso, la relación entre caos y orden acecha durante todo el libro. Luego está el tema de la locura que justifica el relato que se hace de cada año en el mundo y en la vida de la protagonista porque la locura ha sido también el medio de estigmatizar, reprimir y sojuzgar desde los poderes de la familia y el Estado. La novela trata la locura como enfermedad, pero también como herramienta del poder para mantener discursos hegemónicos.
—El lenguaje de esta novela reproduce ese proceso al que aludes en la creación, del caos al orden, a partir de las cinco voces distintas que debe procesar el narrador hasta la organización de los datos y la narración por años. ¿Cómo apareció una estructura tan compleja?
—Antes hablábamos de la locura. Estamos condenados a la caricaturización de la locura como si esta fuera solo un rapto, el instante de la explosión. Pero esta también está en todo lo previo; muchas veces ni hay explosión. Existen miles de condiciones mentales que generalizamos bajo la categorización de «loco». Esto remite a cómo la sociedad ha domesticado la mente. Un ejemplo es la distribución de la oración en sujeto, verbo y predicado. En nuestros recuerdos no hay orden gramatical, más bien hay una serie de subordinadas infinitas. En Justo antes del final apelo a eso. Parto de un lugar y avanzo hacia las subordinadas. Para mí siempre están en tensión el fondo y la forma: qué se cuenta y cómo se cuenta. Cuando la novela empieza a abrirse en subordinadas apela al mecanismo de la memoria que es también el mecanismo de la locura.
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