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Emmanuel Carrère ante el abismo

Emmanuel Carrère ante el abismo

Foto de portada: fotograma de la película «El adversario», adaptación de la novela de Emmanuel Carrère

Llegué a El adversario y Una novela rusa, de Emmanuel Carrère, tras la lectura de la novela El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hérnandez. En esta última, el autor se servía de las obras de Carrère para encarar, desde el punto de vista literario, uno de los hechos más luctuosos de su vida: el suicidio de un amigo de la infancia tras asesinar a su hermana en la huerta de Murcia, hechos a los cuales no encuentra explicación posible.

Precisamente Hernández es el encargado de reseñar El adversario con motivo de su publicación en la nueva colección “Compactos 50”, que conmemora el cincuentenario de la editorial Anagrama a través del relanzamiento de sus títulos más emblemáticos.

"También comparten El adversario y El dolor de los demás la utilización del punto de vista, una atractiva mezcla literaria del narrador omnisciente, el narrador personaje y el autor"

Desde el inicio de El adversario observo cierto parecido con El dolor de los demás. Al igual que Hernández debe enfrentarse a hechos reales, así lo hace Carrère, si bien este último los encara desde el desconocimiento del protagonista del relato, al cual, sin embargo, lo une la misma cuita que a Hernández: no la pesquisa policial destinada a desvelar unos hechos ya esclarecidos, sino la más terrorífica de las preguntas: ¿cómo pudieron los protagonistas cometer semejantes crímenes?

También comparten El adversario y El dolor de los demás la utilización del punto de vista, una atractiva mezcla literaria del narrador omnisciente, el narrador personaje y el autor. Llegado a este punto, es preciso relatar el argumento de El adversario. Para ello inserto la siguiente cita de Emmanuel Carrère:

La mañana del sábado, 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel. Gabriel tenía cinco años, la edad de Antoine Romand. Luego fuimos a comer con mis padres, y Romand a casa de los suyos, a los que mató después de la comida…

La idea de escribir El adversario le surge a Carrère tras leer sobre los hechos un artículo del periódico Libération, pero Carrère pronto concluye que, de la investigación del caso que pudiera hacer por su cuenta solo aflorarían hechos; cuando él, lo que quería saber realmente era lo que había en la cabeza del criminal aquellos días que el asesino mentía a su familia alegando que se iba a un trabajo inexistente y se dedicaba solo a pasear.

"Se desconocen los motivos por los cuales cayó en la impostura desde que fingió aprobar aquel examen de medicina, ¿sería la cobardía?, ¿la incapacidad de defraudar a su entorno?"

Jean-Claude Romand había llevado una vida de imposturas desde que fingió aprobar un examen de tercero de Medicina que nunca superó. Más tarde fingió graduarse, y conseguir un prestigioso puesto de investigador médico en la Organización Mundial de la Salud de Ginebra. Su familia y amigos lo tenían por rico, cuando en verdad vivía de estafar a sus padres y suegros haciéndoles creer que invertía su dinero en cuentas suizas que, en realidad, dilapidaba para financiar sus mentiras.

Carrère recuerda en particular una frase del artículo de Libération que se le quedó grabada en la mente: “E iba a perderse, solo, por los bosques del Jura…” El Jura es el macizo montañoso que flanquea el lago Lemán. Lo contemplé el año pasado, cuando viajé con mi familia a Ginebra y escribí un diario de viajes que puede leerse en las páginas de la edición digital de Heraldo de Aragón.

Allí, en el macizo del Jura, pasó su infancia el asesino Jean-Claude Romand, cuyos padres tenían una pequeña empresa maderera. Era su hijo único, el mimado de una familia conservadora y de recta moral. Se desconocen los motivos por los cuales cayó en la impostura desde que fingió aprobar aquel examen de medicina, ¿sería la cobardía?, ¿la incapacidad de defraudar a su entorno?

"Lo que más sorprende al lector al final del libro es la calma del criminal, su aceptación tranquila de los hechos y del castigo que le ha impuesto la sociedad"

La novela parte de la carta que le envía Carrère a Romand a la cárcel, donde le expresa su deseo de escribir un libro acerca de su vida, que éste responde del modo más cordial, poniéndose a su disposición. Pero Carrère no recurre en exceso al testimonio de Romand, de quien tan solo reproduce varias cartas, quizá para preservar el misterio de su personalidad; o tal vez, a la inversa, al constatar que tal misterio quizá no exista y el mal sea en realidad algo vulgar y sin explicación posible.

Tras asesinar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y al perro; Romand trata de suicidarse, pero falla en el intento. Se trata, una vez más, de un acto de cobardía y no de remordimiento o expiación, como prueba el hecho de que en sus cartas desde la cárcel se muestra liberado de un terrible peso. Amaba profundamente a su familia —según afirma—, y lamenta su muerte, pero se siente incapaz de reconocer su propio “yo”, por lo cual tampoco reconoce el “tú” ni el “nosotros”. Ante su incapacidad de sentir compasión verdadera por el prójimo, Romand es víctima del mal absoluto, personificado en la figura de “El adversario” de Dios, no otro que el demonio.

Lo que más sorprende al lector al final del libro es la calma del criminal, su aceptación tranquila de los hechos y del castigo que le ha impuesto la sociedad. Con la mayor frialdad, él se considera cristiano y por ello cree en la redención del pecado mediante la penitencia carcelaria y el propósito de no volver a pecar.

"Su cuerpo nunca pudo ser hallado y este hecho constituye un grave trauma familiar, en particular para el autor y su madre, quien le ha prohibido escribir sobre el abuelo mientras ella viva."

El adversario es un libro durísimo, de los más duros que he leído. Cuando termina uno se siente extenuado moralmente, con grandes deseos de abrazar a su familia. En este sentido, la novela posee una función catártica: no somos los mismos cuando terminamos su lectura. Y la catarsis es también lo que persigue de algún modo Miguel Ángel Hernández en El dolor de los demás: liberarse tal vez del yugo de ese asesinato y de ese suicidio inexplicables que lo traumatizan desde la adolescencia.

Si en El adversario Carrère se sitúa ante el abismo del mal, en Una novela rusa lo hace ante el abismo de su propia personalidad, frente a la sima que se abre entre la vida y la literatura.

Una novela rusa plantea dos líneas argumentales. La primera gira en torno al abuelo del autor: Georges Zurabishvili, aristócrata ruso arruinado que llegó a Francia tras la revolución bolchevique y colaboró con los nazis durante la ocupación, desapareciendo misteriosamente tras ser prendido en su propia casa por los aliados en 1944. Su cuerpo nunca pudo ser hallado y este hecho constituye un grave trauma familiar, en particular para el autor y su madre, quien le ha prohibido escribir sobre el abuelo mientras ella viva.

La segunda línea argumental es el tortuoso y tórrido idilio de Carrère con su novia de entonces: Sophie, donde se plantea el contraste entre el amor que ella siente por él y el narcisismo de él, trágicamente incapaz de amarla más que a la literatura.

Lo más sobresaliente de Una novela rusa tiene que ver, precisamente, con la idea de J.M. Coetzee que abría mi artículo en Zenda sobre El dolor de los demás. Coetzee afirmaba que “escribimos para saber qué queremos decir” y añadía: “esto es particularmente cierto en un género largo como la novela”.

"Pero pronto chocará con la renuencia y la desconfianza a facilitarle información por parte de las autoridades locales y de la población, que lo llevarán a abandonar el proyecto"

Desde el comienzo, nos da la impresión de que Carrère no tiene claro en absoluto lo que quiere decir. La trama rusa comienza con el viaje del autor a una pequeña ciudad llamada Kotelnich. Su objetivo es escribir sobre un misterioso personaje que le atrae por causas que desconoce: András Toma, conocido como “el último prisionero de la Segunda Guerra Mundial”. Se trata de un soldado húngaro que se pasó a las filas del Tercer Reich, cayendo finalmente prisionero del ejército ruso, el cual acabó internándolo en el sanatorio mental de Kotelnich en 1945. Allí vivió durante cincuenta y cinco años, entre el olvido y la desidia de los médicos, sin mantener una sola conversación con nadie, hasta que finalmente fue repatriado a su país en 2000.

Al objeto de investigar la vida de Andras Toma, el autor viaja hasta Kotelnich. Su objetivo es filmar un documental sobre la vida de Toma y su enigmático olvido en una ciudad olvidada y desconocida. Pero pronto chocará con la renuencia y la desconfianza a facilitarle información por parte de las autoridades locales y de la población, que lo llevarán a abandonar el proyecto.

Más tarde Carrère volverá a Kotelnich, en esta ocasión para filmar un segundo documental sobre la vida en una pequeña ciudad rusa, a modo de retrato coral de la misma, lo cual supondrá un segundo fracaso, ante la imposibilidad de armar un relato que tenga un sentido unitario.

Entre tanto, Carrère se debate entre obedecer a su madre y no escribir sobre su abuelo, o desobedecerla y continuar investigando sobre él, lo cual supone indagar acerca de su propia identidad franco-rusa.

Sobre su propósito novelesco inicial, afirma:

Se trata de un trayecto cuyo punto A es la historia del húngaro, y cuyo punto Z la de Georges Zurabishvili (…) Entre los dos puntos, ignoro lo que hay. La apuesta, que nada racional justifica, es encontrarlo en Kotelnich.

Y después de su primer viaje fallido a Rusia, cuando llega por segunda vez a Kotelnich para rodar el documental sobre la ciudad agrega:

¿Me apetece filmar algo? No, pero por otro lado había previsto este momento de desaliento y también me había dicho que lo importante era llevar la experiencia hasta el final, aunque fuese aburrida e infructuosa en lo inmediato. Nada impide que se produzca un milagro en el último minuto…

De modo que Carrère plantea su novela como un experimento, como una prueba y error. Lo extraordinario ante tan arriesgado procedimiento es que el relato resulta trepidante, que lo novela nos mantiene en vilo en todo momento, aunque se salde con un fracaso argumental tras otro; aunque no alcance conclusiones concluyentes ni moraleja alguna acerca de los temas planteados.

Quizá por ello concluye el autor afirmando:

Es ésta, la historia, pero no estoy seguro. Ni de que sea la historia ni de que esto represente una. He querido contar dos años de mi vida, hablar de Kotelnich, mi abuelo, la novela rusa y Sophie, con la esperanza de capturar algo que se me escapa y me mina. Pero se me sigue escapando y minando.

De este modo, un tanto abrupto, deseo concluir esta reseña conjunta de El adversario y Una novela rusa, porque las narraciones no son para mí puntos de llegada, sino punto de partida, infinitos caminos que no sabemos a dónde nos llevan.

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