Todo lo que está relacionado con el fútbol de élite está sobrevalorado para que haya tajada para todos. Pese a ello, es el fútbol el negocio más auténtico y rentable que se puede orquestar, ya que la materia que produce es atañedera al espíritu: la afición, el entusiasmo, las emociones y la decepción. Nada hay tangible para el aficionado que, además, paga. El fútbol es un negocio de emociones etéreas muy rentables. Éstas, las emociones, nacen de unas victorias cuantificadas en goles (premio intangible y sin substancia) que se ejecutan ante los únicos que pagan por verlo: los aficionados que van a los estadios o siguen los partidos por la televisión, como en la Copa de Europa, que con tan buenos resultados vamos librando. Los aficionados sólo tienen una compensación, anímicamente positiva, que se resume en la llamada fidelidad a los colores de un club o de una nación.
Inconsolables nos quedamos los ocho o diez muchachos —ninguno mayor de diez años— que jugábamos al fútbol en la plaza de Bretón, de Salamanca, cuando un viejo balón, obsequio de Paquito, el defensa central de la Unión Deportiva Salamanca, se desinfló por los muchos parches que tenía su cámara. La historia es la misma de muchos balones y muchos muchachos de aquellos años 50. El balón era de cuero y estaba a punto de ser jubilado por el utillero de La Unión. Nos lo regalaba, de segunda mano, o segundo pie, un mozo del barrio, Paquito. Paquito era mecánico dentista en aquellos años en los que era más importante ser futbolista que mecánico dentista. Y él era futbolista de los buenos, hasta tal punto que le fichó el Valencia, equipo puntero de la Primera División. Todavía soltero, vivía en el piso bajo de la casa donde nací, y se conoce que sintió lástima porque los muchachos de su barrio jugáramos con un balón de tela y trapos que nosotros mismos construíamos y que necesitaba cada poco una reconstrucción.
Afortunadamente éramos gente de recursos y la inconsolable situación se resolvió parcheando su cámara con grandes parches cortados de una vieja cámara de una rueda desechada de motocicleta y la intervención de Ángel, el mecánico del barrio, un hombre que taqueaba y juraba por todo lo alto cada diez palabras. ¡Daba gusto oírle hablar tan mal, sin razón aparente!
¿Qué le vamos a hacer? Así fueron aquellos tiempos, “que pué que no vuelvan”. Y si volvieran, nos harían tan felices…
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