Imagen de portada: The bus © Christophe Jacrot
Ve tallando escalones, aunque alguien pudiera decirte que es un trabajo gris. Cuando te parezca una labor de fracasados o de “idiotas” (así llaman a los hijos y a las hijas de la Virgen de las Cosechas), procura tallar cada escalón como si fuese un diamante. Un día, si resistes en el trabajo tenaz, despreciado y mal remunerado, verás un día que todos los escalones que has tallado formarán una escalera de cristal. Ese es tu oficio de escritora, y es mi oficio de escritor.
Las palabras que cito arriba textuales, que me regaló un día mi buen amigo Mauricio Wiesenthal, se han convertido para mí en un lema a seguir. Tenía urgencia en escribir porque siento que el tiempo se me escapa y el esfuerzo es demasiado efímero, así que cuando me pierdo, regreso siempre a su sabio consejo.
Mi segunda novela, cuyo título original durante muchos meses fue Último invierno en Norilsk, es fruto de muchas cosas, pero, sobre todo, de una determinación férrea. La concepción de la idea arrancó hace unos años con una fotografía de esa ciudad, Norilsk, de la que jamás había oído hablar. La imagen, tomada por Elena Chernyshova, estaba dentro de un reportaje de National Geographic titulado Apocalipsis blanco. Esa ciudad insólita de Siberia fue construida sobre huesos humanos, pues fue el destino de miles de presos del gulag de Norillag. A esa latitud, en el paralelo 69, la oscuridad total reina cuarenta y cinco días al año, llegando a alcanzarse temperaturas de hasta 64 grados bajo cero. La tierra de los antiguos mamuts guarda en sus entrañas numerosos minerales que desde hace décadas se extraen y procesan en el descomunal complejo metalúrgico de Nornickel, lo que convierte a Norilsk en uno de los lugares más contaminados del planeta. Algunos de sus edificios, construidos por los presos de aquel viejo gulag, se resquebrajan sobre el permafrost, obligando a sus actuales habitantes a abandonarlos, otorgándoles la apariencia de buques fantasmales en un desierto de hielo. La entrada en esa ciudad, secreta y prohibida, está restringida a los extranjeros, que necesitan un permiso del gobierno ruso, como también lo estuvo Lhasa, la capital del Tíbet.
Aquel lugar me atrapó desde el primer momento. Empecé a investigar. Leía reportajes que describían Norilsk como la ciudad más infernal de la Tierra. Un lugar aterrador, pero sorprendente, y fascinante a la vez. Me fijé en los rostros obstinados y recios de sus habitantes. En cierto modo, parecía haber una clase de felicidad, de conformismo y orgullo, tal vez en parte porque allí cada día es un triunfo contra los elementos. Los lugareños brindaban y festejaban el regreso del sol y disfrutaban de sus viajes al Continente, que es como ellos llaman al resto de Rusia. No podía quitarme la idea de que tras esas imágenes había muchas historias encerradas, así que decidí que algún día escribiría una novela dedicada a esa ciudad. Pero no iba a ser otra historia más sobre los campos de trabajos forzados —Aleksander Solzhenitsyn ya hizo en Archipiélago gulag todo lo que se tenía hacer al respecto—, tampoco podía ser una novela sobre desastres nucleares —muchos tenemos en mente la exitosa serie sobre Chernóbil—. No quería esa asociación, y no encontré más que un par de novelas ambientadas allí, ambas trataban esas dos temáticas. Tenía que ser otra cosa, diferente, pero no sabía el qué. Me atasqué con otros proyectos, pero las imágenes de Norilsk siempre irrumpían en mi mente. “Saca esa historia”, me decía una y otra vez.
La trama de la novela fue concebida en el pasillo de casa, mientras daba vueltas arriba y abajo en los tiempos más oscuros del inicio de la pandemia. Me propuse, además, evolucionar en la narrativa, porque sentía (y aún siento) que me muevo por raíles definidos, siempre sobre terreno seguro, contenida, y necesitaba dar un salto al vacío, a ver qué sucedía. Mi protagonista, Elena Ivanova, no se separa de Sveta (es el nombre con el que ella bautiza a su inseparable botella de vodka); el misterio, que viene en forma de una canción al piano, surge en mitad de la primera noche polar de la mano del enigmático Serguéi Bodgánov, mi protagonista masculino. Peligro y emoción son los otros dos ingredientes que quise añadir. Quise que todo fuera muy visual porque es así como yo lo sentía, en imágenes que acudían como si se tratara de una proyección cinematográfica. Me gusta intentar conmover cuando escribo, así que era importante para mí meterme a fondo en la piel de todos mis personajes, incluyendo la piel gélida de Norilsk. Ahora me pregunto si realmente no es esa ciudad la principal protagonista de la novela.
El proceso de documentación del lugar ha sido de lo más difícil que recuerdo haber hecho nunca. Escribí a la embajada rusa, traté de ponerme en contacto con el Museo de Historia de Norilsk (ambos casos, sin éxito), de modo que buceaba entre las decenas de documentos que me parecían más fiables, no solo para precisar el lugar, y describirlo, sino para intentar entender su espíritu. Escribía a un ritmo de seis o siete páginas por día, casi con furia. Afuera de ese microcosmos, que yo me había montado, los hospitales se colapsaban, y la realidad también colapsó en mi ficción por la pérdida de algún amigo muy querido. Tristeza e incertidumbre que vencía cuando yo viajaba a Siberia para reunirme con Serguéi y Elena en una cabaña, y me dejaba llevar por ellos hasta Moscú, Leningrado, Copenhague, o el lejano Yamal. Así podía sentir el frío, a salvo desde mi habitación, y podía contemplar la magia del fuego boreal. Era una aventura fascinante.
Yo había recorrido Laponia hace años, viendo las cabañas y los campamentos nómadas de los Samy, y recuero la soledad de aquellos indómitos parajes de la tundra y la taiga más allá del Círculo Polar Ártico. Esa experiencia me sirvió para recrear algunos paisajes de la novela. Para el inevitable telón de fondo histórico, leí sobre gulags, y recordé mis sensaciones cuando estuve visitando Birkenau, el terrible campo de concentración situado en Polonia. Para la ambientación danesa regresé a los recuerdos de mis paseos por el parque Tivoli y la dársena del puerto del Báltico. Me ponía música para componer yo también mis propias palabras, casi siempre recurría a las Gnossiennes de Eric Satie. Lo primero que escribí de la novela fue el final, y luego el inicio, y fui escribiendo de un cabo a otro hasta que ambos extremos se encontraron y todos los retales del puzle estuvieron entrelazados. Si me preguntan por qué escribí esta novela, y porqué lo hice así, mi respuesta es inconclusa. Solo sé que tenía que hacerlo.
Tuve la inmensa suerte de que una vez me dieron el mejor consejo que se le puede dar a alguien que empieza, que en los pequeños pasos sin mirar hacia la cima está siempre el secreto. Este es un pequeño escalón más, y solo deseo que disfruten de esta historia tanto como yo cuando la escribí. Tenemos la suerte de que el prestigioso fotógrafo Christophe Jacrot nos ha cedido para Zenda algunas imágenes que ilustran este texto, y desde aquí mi agradecimiento por su generosidad. Les aconsejo que miren primero y vayan haciéndose una idea de cómo es ese lugar, para que luego, desde la comodidad de cada hogar, me sigan en esta aventura siberiana. Yo viajé allí con la mente para resolver un enigma, pero, tal vez, cada cual descubra a través de la lectura otros arcanos que solo ustedes conocen.
Abríguense y tengan un buen e intenso viaje hacia el Gran Norte…
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Autora: Susana Rizo. Título: La memoria del hielo. Editorial: Desnivel. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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