La fama es la suma de los malentendidos que se reúnen alrededor de un hombre. El admirado marrano nota que la gente le pone atención, lo aplaude en demasía, lo eleva al podio de los podios… Entonces, absorto, aprovecha la volada, alimenta esta misteriosa equivocación y vuela, vuela con las alas de la ilusión de sus fans (por eso recomiendo jamás conocer sus bambalinas). No falta ocasión incluso en que alguno reciba un premio, y ya que no viene al caso, ¿sabe usted quién organiza los premios cualesquiera? Un señor. O dos. O siete. Un día dicen: «Che, ¿les damos premios a algunos?». Compran unas copitas, se corre la bola y ya está: resta que se llene de mentecatos que den importancia a la estatuita. Y carajo que se la creen a la farsa: lloran, se emocionan, se abrazan, realmente creen que eso vale algo. ¿Y sabe qué? Tanto creen que termina valiendo, sos importante si te ganas la copita de plástico comprada en El Once (o en El Rastro, depende del cristal con que se mire).
A Arlt le pasó al revés. Le hicieron fama, pero de escribir mal, así que por fortuna no tuvo que andar disimulando (ni pidiendo prestadas ideas ajenas). Fue crucificado el hombre porque ponía mal los puntos y las comas, porque tenía faltas ortográficas producto de ser criado por padre alemán y madre austríaca, en un hogar de pocos recursos, entonces alquilaba libros baratos con traducciones malísimas; y por rebelde, claro: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”. “Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura”.
Arlt poseía una originalidad flagrante, tenía cosas para decir. Ponía palabras en donde no iban, redactaba mal, pero decía de todo y ese era su estilo. Los corbatudos de la literatura oficialista lo odiaron porque portaba algo vivo, algo nuevo. Se les reventaba la hiel a los acaparadores de los podios, de los cánones y de las estatuitas. ¡Si es un bruto y yo fui a la universidad! ¿Por qué lo de él es mejor? Posiblemente porque “cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”. “Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen”.
Roberto Arlt se salía de los cánones y también se salió con la suya. Despreciaba a la pequeña burguesía pero fue justamente ésta la que lo llevó a hacerse conocido. Sin querer, logró encandilarla con sus aguafuertes porteñas. En ellas retrataba la hipocresía de esta clase social con ironía y sentido del humor. Lo otro, sus novelas, sus cuentos, su teatro, lo escribía entre trabajo y trabajo, en alborotadas redacciones, siempre atrás del peso para pagarse el puchero. Arlt fue un incorrecto al que publicaron en el diario correcto, El Mundo, porque vendía más cuando salía su columna. Eso posiblemente sea el éxito. Sin embargo, a él no lo gratificaba. Arlt quería ser reconocido por sus novelas, por sus pares, su sueño era inventar algo que lo hiciera rico y poder dedicarse por completo a la escritura. Nunca lo logró, por suerte, porque no hubiera escrito como escribió sin esos ingredientes imprescindibles que son la jodida vida, los despelotes, el correr la coneja, su padre severo, etc. Sí llegó a montar un laboratorio en donde crear sus medias para mujer de puntos “incorribles”, que patentó y todo, pocos días antes de que lo sorprendiera el infarto.
Y acá vamos al meollo del asunto, que sin meollo no debe ser escrito. Arlt era contradictorio, como todo buen escritor. Se casó dos veces, aunque tenía muy mala impresión del matrimonio, al igual que las feministas new age. La diferencia es que él entendía que la institución deleznable no es una maquiavélica maniobra de los hombres para dominar y torturar mujeres, sino una trampa cazagiles en la cual la suegra es la peor de las serpientes de nuestra fauna autóctona. Habíamos leído algo de esto en el libro de Daniel Jiménez, quien nos revela que tales sentimientos masculinos se encuentran ya en la Sátira VI de Juvenal, por ejemplo, o en el poema medieval De coniuge non ducenda (No tomes esposa). Bueno, siglos después Arlt se declara antimatrimonio en “Noche terrible”, perteneciente a El jorobadito, libro de cuentos publicado en 1933. Allí narra las peripecias mentales de Ricardo Stephens la noche anterior a su casamiento. El pobre señor suda a mares, se debate entre huir o quedarse, que para él es vivir o morir: «Supongamos que me case. Mis veinticinco años se convertirán rápidamente en cincuenta, y los cinco mil pesos que ingenuamente puse en un banco para “los malos tiempos” se derretirán como la nieve al sol…”. “Casarse es una forma de suicidarse”. Revela también las artimañas que su novia y la familia, sobre todo la suegra harpía, llevan a cabo para “tenderle la cama”. “Si desaparezco, el día que hoy pasará esa mujer será terrible. Pero un día no tiene nada más que veinticuatro horas. En cambio, si no me voy y me caso, amontonaré repentinamente mi vida para arrojarla a un tacho de basura y monotonía”.
Luego, en “Del que no se casa”, aguafuerte publicada en Aguafuertes porteñas, libro que compila varios artículos del escritor, nuevamente el muchacho busca excusas, atormentado por la novia y la suegra. “Cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso: aceptan todo los razonamientos. Cuando se casan el fenómeno se invierte: somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos”. Acá también es la suegra quien le exige casarse a toda costa. “Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos”.
Le pasa algo parecido a Remo Erdosain, protagonista de las novelas Los siete locos y Los Lanzallamas (1929-1931). El pobre hombre se siente miserable porque no gana un sueldo como la gente para “tenerla bien” a Elsa, que vive descontenta. A través de Erdosain vislumbramos la humillación, el sufrimiento que causa al hombre no poder conformar a la mujer para la que vive. Ante la desesperación, Remo roba plata que no le pertenece en la Limited Azucarer Company, lugar en el que trabaja. Seiscientos pesos con siete centavos. Es denunciado, pero no tiene de donde sacar semejante cantidad. Cae preso de la depresión, y para coronarla Elsa lo deja por un valiente capitán que está en una posición económica mejor que la de él. Esta vez el gil se queda solo, solo por no ser suficientemente hombre, algo que las feministas modernas repudian: la hombría, últimamente le llaman machismo, pero a la vez desean. «Ahora es inútil, ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?», le dice la señora Erdosain a modo de despedida.
Al parecer para este autor el matrimonio tampoco era la inveterada opresión patriarcal-patrimonial, como supo llamarle alguno. Más bien sentía que era un negocio bastante inconveniente. Siempre el peso de tener que mantener a todo el mundo, el temor de no contar con lo necesario para cuidar a los suyos. ¿Que siempre hubo renegados? Seguro. ¿Y renegadas? También. Ahora, según mi percepción (que puede estar bien errada, en ese caso es libre usted de enviarme al carajo, o mejor aún, de mandarme a leer algo que se me aporte a la causa), el hombre tampoco se la viene pasando muy bien, que digamos. Era el que salía (y sale) día a día a enfrentar lo que sea para proteger a la de la tarea importante, a la madre, a la que da la vida. ¿Por qué y cuándo dicha tarea se tornó un peso para muchas, al punto de vivirlo como una pesada obligación? Lo ignoro. ¿Por qué pasó a vivirse la protección del hombre como una opresión? También lo ignoro. ¿De dónde sale la idea de que el tipo se la pasa mejor afuera trabajando y teniendo “su propia plata” (en realidad de los dos)? Vaya usted a saber. ¿Y por qué fue la mujer la que en algún momento puso el grito en el cielo y no el hombre? Tampoco tengo la certeza. Sólo hay una conjetura a la que me animaría: ellas quieren ser independientes del hombre, y lo han logrado: salen a trabajar, se hacen hijos de probeta a los que luego orgullosamente tendrán que mantener, por lo que me permitiría pensar que la que estamos viviendo, señoras y señores, no es otra que la revolución de los giles.
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