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En confinadas cuentas (Arresto domiciliario 58)

En confinadas cuentas (Arresto domiciliario 58)

Del horror nos protegen las palabras, de la locura nos defienden los números. Cuenta André Agassi que una vez le confió a su segunda esposa, Steffi Graf, que recordaba cada uno de los partidos de tenis de su vida con precisión numérica. “¡Pues claro!”, respondió la leyenda teutona, como si fuese lo más normal del mundo. De niños, detestamos las calificaciones escolares. Sufrimos la aritmética y las matemáticas, donde basta una breve distracción para perder el hilo y el interés. Tras unas cuantas clases en Babia te habrás ganado el sambenito de imbécil.

"¿Cómo sé que el año tiene cincuenta y dos semanas? Porque son otras tantas columnas periodísticas, cada una de seiscientas cincuenta palabras"

Yo no sé si mi madre supiera del apoyo emocional que dan los números en tiempos de caos, pero solía ser una atleta del cálculo mental y no podía tolerar la vergüenza de que su único hijo contara con los dedos. Siete cursos especiales más tarde —eran una delicia, tenías al profesor nada más para ti— mataba ya las horas escolares inventando ecuaciones de segundo grado. Que era como jugar un videojuego, sólo que sin efectos especiales. Fallas o aciertas, vives o mueres, ganas o pierdes. Aprendes a medir aquello que no puedes controlar, y esa ya es una forma de controlarlo.

Todavía en la universidad, me parecía estúpido que uno pudiera sacar cinco, siete o diez en materias como Discurso literario o Poesía y poética, con esa pose de señoritingo que imposta el aspirante a literato con tempranas ínfulas clericales. Se quiere uno especial, tal vez porque se teme especialmente destinado a la miseria, en un mundo regido por los números. Cierto es que siempre encuentran la forma de humillarnos, pues de cualquier manera expresan nuestros límites, pero encuentro que en medio de estos días oceánicos no hay aliado mejor que el límite numérico.

¿Cómo sé que el año tiene cincuenta y dos semanas? Porque son otras tantas columnas periodísticas, cada una de seiscientas cincuenta palabras. Sé también cuando es viernes porque ese día me toca lidiar con la columna y me harán falta cuando menos tres horas para trabajarla. No vayamos más lejos, estas líneas son como una ventana cuya diaria factura me causaría gran desasosiego si no tuviera alguna extensión fija. Un límite arbitrario, en el nombre de la salud mental. Las quinientas palabras que cada día nos unen aquí mismo (frecuentemente más, aunque no muchas más) son como el tiempo que le dan al preso para entrevistarse con su abogado.

"Nunca antes hice tantas cuentas obsesivas, pero es gracias a ellas que tengo la impresión de controlar el tiempo y limitar el caos imperante"

Hoy los procesadores cuentan con un atento marcador que va sumando el número de palabras escritas al pie de la pantalla, pero si no lo hubiera sería igual. Sabes por dónde vas, cuánto te falta y a qué hora necesitas terminar. El cerebro administra el tiempo y el espacio para no ahogarse entre su inmensidad. Por eso experimento repelús ajeno sólo de imaginar el calvario secreto de quienes hoy por hoy sobreviven a espaldas de los números. En pijama a las dos de la tarde, tres días sin bañarse o seis sin afeitarse o quince horas de sueño o tres noches de insomnio. No porque deje uno de vigilar sus números dejará de moverse el marcador.

Nunca antes hice tantas cuentas obsesivas, pero es gracias a ellas que tengo la impresión de controlar el tiempo y limitar el caos imperante. Por mis números sé, cada día y cada hora, que el mundo gira como toda la vida y haría falta estar muerto para que el tiempo comenzara a sobrar. Mientras eso sucede, socio Cuarentenario, tengo unos porcentajes urgentes por sacar. ¿Lo has intentado ya, por estos días? No pasas del octavo sin quedarte dormido.

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