A mí me cuesta denominarme escritora. Es una palabra muy grande. Si me la dicen, me halaga, pero raramente la uso para referirme a mí misma. Quizá se debe a que empecé a publicar tarde, pero aún hoy, con cinco libros ya, me da vergüenza “ir de” escritora.
Mi primer libro fue un libro técnico —la reacción a un doloroso despido en plena crisis de 2012— que publicó Pirámide/Anaya. Enseguida llegó la ficción con una colección de relatos, Contratiempos, editada por Salto de Página en 2014 (ahora he vuelto a escribir cuentos, pensando en un nuevo libro). Y luego las tres novelas: Fin de semana es la tercera que ve la luz, pero la primera que empecé a escribir. Ha entrado y salido del cajón varias veces, su trama ha ido encajando, sus personajes definiéndose. El esquema es similar al de las anteriores —La Embajadora (Roca, 2016) y Luciana (Tres Hermanas, 2018)—: dos planos geográficos —en este caso Londres y el campo inglés / Barcelona y el Ampurdán— y dos espacios temporales, los 80 y hoy. No sé por qué, pero así me sale. Quizá porque mi vida está compartimentada en periodos de tres o cuatro años, en diferentes países: exactamente diez, los he contado para escribir esto. Creo que en cada uno de ellos hay una novela: para cada uno buscaré un enganche que active el placer de escribir y recuperar los recuerdos, tan diferentes, que vuelven de forma misteriosa y, casi sin pasar por la cabeza, van del alma al papel. Y no es tanto que desee inmortalizar esos años, sino más bien disfrutar —o sufrir— reviviéndolos.
Como anticipa su título, la novela se desarrolla a lo largo de varios fines de semana, separados en alguna ocasión por décadas. Habla de la amistad entre dos parejas, una inglesa, la otra española, que cuando se reencuentran en un piso modernista del Eixample tras años sin verse arrastran un historial oculto de pequeñas traiciones más o menos redimidas por el paso del tiempo. En el relato subyacen dos secretos cruzados, en apariencia ya inofensivos y blindados por el olvido, pero que se desvelan por azar y rompen el equilibrio de toda una vida.
En Fin de semana, como en cualquier otra novela, se tocan distintos temas. Es, por ejemplo, un retrato crítico de una pobre niña bien, privilegiada desde la cuna, que desperdicia su vida en busca de la belleza y la armonía y que, cegada por los convencionalismos, fracasa en lo más importante: como madre —su hija está tocada por una infelicidad nata y es víctima de un particular infierno laboral—, en su vida profesional —ha pasado frívolamente de una afición a otra, sin centrarse en ninguna— y en la relación con su marido, que la utiliza para hacerle brillar. Como la protagonista de mi historia, confieso que yo también he anhelado casi con desesperación la belleza, en lo material, desde luego, también en el arte, y en la literatura: esa vocación se vive al mismo tiempo como una cruz, pues hace sufrir cuando no se puede alcanzar —lo que sucede a menudo— y como un impulso positivo y estimulante que empuja a la perfección.
Pero sin duda uno de los temas centrales de la novela tiene que ver con la fuerza irresistible del sexo, una llamada oscura y rotunda que no deja opción a que se desoiga. Me interesa hablar de las mujeres ante el adulterio y de su capacidad para esconder secretos, mucho más eficaz que las a menudo obvias infidelidades de los hombres. Quiero que el lector piense en los cientos de miles de adulterios nunca desvelados: encuentros furtivos en hoteles, en rincones oscuros, que se han borrado de la historia. He intentado reflejar el silencio sepulcral de las mujeres, su magistral disimulo y su profundísimo dolor cuando se dan cuenta de que viven enterradas en una relación vacía: la necesidad del calor de otro cuerpo sobre el suyo, del olor de un hombre que no sea el propio. Pero, sobre todo, me llama la atención el sigilo que saben mantener, tanto que es casi como si nada hubiera sucedido.
Estoy convencida de que esa urgencia del deseo es tan poderosa que quien no ha sido infiel es porque no ha podido. De que hay miles de infidelidades que pasan desapercibidas: cumplen su función y no dejan huella ni tienen consecuencias. También pienso que la pretensión de diferenciar la lealtad y la infidelidad es una coartada. “No fue nada, no significó nada para mí, siempre te he querido”. La infidelidad es siempre una deslealtad, es el engaño por excelencia, la traición del cuerpo.
Yo busco en las parejas convencionales ese secreto que todas tienen. Busco ese signo de descontento, de insatisfacción, y adivino la escapada ocasional de una mujer anodina, imagino al hombre que la ha esperado y la excusa que ha dado cobertura a su aventura. ¿Cuándo pasó? ¿Cómo fue, dónde, con quién? Una historia tras cada pareja. Trato de regalarle al personaje ese día de pasión, un espejismo que se sostiene apenas unas horas y que confirma, sí, que había una manera de escapar de la monotonía, de la insoportable indiferencia de tantos gestos y silencios, a veces incluso del desdén.
Defiendo el valor terapéutico del adulterio, el derecho a la infidelidad.
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Autora: Pilar Tena. Título: Fin de semana. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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