Se dice que el final de Ramón María del Valle-Inclán habría encajado a la perfección en alguno de sus esperpentos. Cuando en noviembre de 1935 el cáncer de vejiga le obligó a mantenerse ingresado en el sanatorio compostelano del doctor Villar, todos fueron conscientes de que al escritor no le quedaba mucho tiempo. En la ciudad del apóstol se abrió un enconado debate entre quienes pensaban que Valle debía confesarse para obtener el perdón de Dios antes de exhalar el último suspiro y los partidarios de que se despidiera de este mundo sin romper con su acendrado ateísmo. Los primeros, que argumentaban que las veleidades anticlericales del literato eran una mera fachada con la que pretendía añadir carisma a su imagen pública, enviaron a su habitación del hospital a un sacerdote por ver si lograba convencerle de que se reconciliara con la divinidad. Los segundos, que se olieron la jugada, pusieron vigilancia las veinticuatro horas ante la cama del agonizante. En varias ocasiones intentó el cura superar la barrera de protección. En todas acabó siendo rechazado, en unos casos por el propio escritor y en otros por sus sobrevenidos guardaespaldas. Eran tiempos de plomo y para la izquierda local suponía un triunfo que alguien tan prestigioso como Valle rechazara la confesión en el seno de uno de los centros de peregrinación más importantes de la cristiandad.
Finalmente, el enfermo falleció el 5 de enero de 1936. La noticia causó cierta conmoción —es famosa la portada del Heraldo de Madrid: «España pierde al más destacado e ilustre artífice moderno de su idioma»— en un país que, sin saberlo, se preparaba para vivir en apenas unos meses el más terrible de sus episodios nacionales. El día de su funeral llovía a cántaros. No acudieron representantes del Ayuntamiento ni de la Universidad, instituciones muy ofendidas con Valle tras el desacato que éste había cometido contra los últimos sacramentos. El féretro abandonó el sanatorio en medio de una tormenta descomunal y los miembros de la comitiva mortuoria —unos pocos allegados al escritor, algunos entusiastas de sus obras y un puñado de afines a su causa— lo introdujeron en el coche fúnebre para conducirlo hasta el cementerio de Boisaca, en las afueras de la ciudad. Allí se encontraron con un grupo de derechistas exaltados que habían organizado una especie de macabro carnaval: llevaban sobre una tabla un perro muerto al que pensaban sepultar al lado mismo del escritor. Hubo una fuerte discusión y los espontáneos desistieron de su propósito. Sin embargo, aún registró la ceremonia una última escena a medio camino entre la comedia y el horror. Cuando el ataúd descendía hacia las profundidades de la fosa, uno de los allí presentes se percató de que la caja de madera tenía atornillado un crucifijo. Se lanzó sobre él para arrancarlo y, con el peso, las cuerdas se soltaron. El féretro cayó a plomo y reventaron sus costuras. A través de las tablas rotas pudo verse, allá en lo más hondo, el semblante cadavérico del pobre Valle, que sin duda habría asistido maravillado al espectáculo dantesco de sus propias exequias. Es cosa sabida: el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.
Hasta aquí llega, al menos, la leyenda, porque hay quienes aseguran que la realidad discurrió por cauces mucho más prosaicos y que todo este relato responde a posteriores distorsiones de los hechos. Lo único cierto es que don Ramón María del Valle-Inclán —«insigne carlista, eminente autor y estrafalario ciudadano», como se le definió en su día— reposa desde entonces bajo una enorme losa de granito cuyos contornos se han labrado sólo a medias, y que de vez en cuando pasan a visitarlo lectores y curiosos que se resisten a abandonar la levítica Compostela sin antes presentarle unos mínimos respetos. Está claro, pues, dónde vivió sus últimos momentos, pero durante mucho tiempo se dudó acerca del lugar en el que habían transcurrido los primeros. Hubo en Galicia una enconada polémica que dirimía si el escritor había nacido en Villanueva de Arosa o en la cercana Puebla del Caramiñal. Él mismo alimentó esa controversia cuando declaraba que su alumbramiento se había producido en una barca que navegaba por la ría entre ambas localidades. Aunque en las dos hay instaladas sendas casas natales, los estudiosos se decantan hoy por la primera opción. Villanueva de Arosa es una pequeña localidad de carácter pesquero que ha sabido conservar con bastante dignidad su casco antiguo. En la plaza del Parque se recibe al visitante con un peculiar conjunto escultórico en el que un Valle-Inclán sedente aparece elevado sobre una cuidada selección de sus criaturas. Está el inevitable Marqués de Bradomín haciendo compañía al Príncipe Verdemar de La cabeza del dragón. También el Lucero y la Mari-Gaila de Divinas palabras. El grupo lo preside una escena bien emblemática de la literatura española: el momento en que Max Estrella desfallece entre los brazos de don Latino de Hispalis al término de la terrible noche madrileña en que descubrieron que la realidad arrojaba su rostro más sórdido y sincero desde los espejos cóncavos del Callejón del Gato.
A la casa natal se la ha conocido siempre como la Casa del Cuadrante. Es un pazo levantado en el siglo XVI donde no queda realmente mucha memoria del escritor. La mujer que atiende a las visitas tras el mostrador de recepción siente tan próximo al hijo más ilustre de aquellos predios que se refiere en todo momento a él como «Ramón». Desmenuza sus avatares biográficos con la familiaridad de quien glosa las hazañas y las desventuras de un pariente lejano. Se exhiben en las vitrinas primeras ediciones, reproducciones fotográficas y hasta décimos de lotería con el número 5775, tan emblemático en este viaje que nos ocupa. Parece que, efectivamente, Valle nació aquí, pero no permaneció en estas habitaciones mucho tiempo. Sus primeros años de vida transcurrieron muy cerca, en un edificio que se conoce como Casa del Cantillo o Casa de los Tres Balcones y cuya fachada exhibe, a modo de estandarte acreditativo, una transcripción de su acta bautismal. La parte vieja de Villanueva es un continuo memorial valleinclanesco. En el plano de la ciudad se les recuerda a él y a su mujer, pero también a algunos de sus títulos ineludibles. La calle de la casa natal se llama Luces de Bohemia. La paralela, Divinas Palabras. Un poco más allá está Aromas de Leyenda, y por en medio hay una plaza dedicada al protagonista feo, católico y sentimental de las Sonatas. Apenas se ve a gente paseando y uno espera que aparezca de pronto tras cualquier esquina un guardia civil pregonando que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Valle.
Pero no es éste el único enclave de las Rías Bajas en el que se pueden seguir los pasos perdidos de uno de los intelectuales más valiosos del siglo XX español. La vida de Valle-Inclán fue tan azarosa que conoció múltiples mudanzas, y distintos municipios presumen del honor de conservar algo de su legado. A unos pocos kilómetros de Villanueva de Arosa está Cambados, una localidad que se promociona como la patria del Albariño. El escritor instaló en ella su residencia más o menos fija entre 1912 y 1925 y se conserva en la calle Real un inmueble en el que tuvo sus aposentos. Allí recibió a amigos como Julio Romero de Torres, Corpus Barga o Ramón Pérez de Ayala, y en su playa padeció la que sin duda fue la mayor tragedia de su vida cuando un accidente segó la vida de su hijo Joaquín María, que contaba sólo cuatro meses de edad. «Estoy acabado. Esto es horrible», le escribió a Ortega y Gasset en una carta en la que le comunicaba la noticia. Al pequeño Joaquín María le enterraron en el cementerio del pueblo, instalado en las ruinas de Santa Mariña Dozo, una iglesia gótica que quedó abandonada a mediados del siglo XIX. El espacio impresiona, mucho más si se visita con las últimas luces del atardecer. Los huesos del bebé reposan en el ábside del maltrecho templo, a la derecha del altar. Extramuros, pero aún dentro del recinto del camposanto, tendría años después su última morada la actriz Josefina Blanco, que fuera esposa de Valle. No parece que tuviesen un matrimonio muy feliz. Se casaron en 1907 y dicen que fue esa relación la que avivó el interés del escritor por el teatro. Blanco dejó en segundo plano su carrera para apuntalar la de su marido, pero las tensiones entre ambos llevaron a que el divorcio se oficializara en 1932. Una vez fallecido él, ella se convirtió en la responsable de administrar su obra y pasó sus últimos años de vida en Pontevedra. Cuando murió, el 19 de noviembre de 1957, quiso que su cuerpo reposara también en Santa Mariña Dozo y allí sigue aún, a unos pocos metros de la tumba donde descansa su malogrado hijo. «Rogad a Dios por Josefina Blanco de Valle-Inclán», reza la lápida que cubre sus huesos.
Han pasado unas cuantas décadas desde entonces, pero Valle-Inclán siempre está de moda. Nuestro recorrido concluye, precisamente, en Pontevedra, ciudad en la que pasó su juventud y a la que regresó con cierta recurrencia. Hay allí una escultura que lo inmortaliza paseando con aire despistado y que suele estar rodeada de turistas. La casa donde vivió, en una esquina de la plaza que llaman de las Cinco Calles, ocupa uno de los rincones más concurridos por turistas y noctámbulos. Durante sus estancias pontevedresas, el escritor acudía a los animados corrillos que se celebraban en la farmacia de Perfecto Feijóo, cuya botica se abría frente a la iglesia de la Peregrina. En aquel foro participaban desde Pablo Iglesias o Eugenio Montero Ríos hasta Emilia Pardo Bazán o Miguel de Unamuno. Nada queda ya del establecimiento, con la excepción de una estatua que retrata al simpar loro Ravachol, la mascota del boticario. Según cuenta la leyenda, su verborrea causó algún que otro disgusto a los reputados contertulios. La plaza sigue siendo hoy un lugar frecuentado por oriundos y foráneos. En esta tarde de verano la pequeña capital de provincia festeja a su patrona y las arterias del centro urbano son un ir y venir de transeúntes. La estatua de Valle, desde su esquina, contempla el trajín sonriente, con la impasibilidad atenta de los buenos espectadores. «Soy el historiador de un mundo que acabó conmigo», dijo en algún momento de sí mismo. No se le puede dar completamente la razón. Pronto se cumplirán cien años de la primera versión de Luces de bohemia, y basta con abrir cualquier día los periódicos para constatar que el esperpento goza de una salud inmejorable.
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